N. de R.: El siguiente texto formó parte, en diciembre de 1991, del primer número del suplemento dominical “Letra G” del ya desaparecido diario “El Globo”.
Lo reproduzco con especial cariño porque creo que José María Cruxent ha sido el entrevistado que más me ha impresionado en mi vida biológica y periodística. Sé que él fue muy criticado por antropólogos y arqueólogos académicos, sucesores suyos que empezaron a verlo –supongo que con razón- como un aventurero, una suerte de Indiana Jones inmigrado para hacer, de la ciencia, la arena para un espontáneo. Pero eso no me importa. Nada de lo que me impresionó tenía que ver con su currículo. Tampoco aparece aquí. El reportaje fue en verdad una versión telegrafiada de la conversación de tres o cuatro horas que tuve con él y donde se habló de todo. Era un señor que transmitía bonhomía, humildad, sabiduría y paz consigo mismo. Recuerdo que en ese entonces del viaje a República Dominicana me dio una gripe de pronóstico reservado. En La Isabela ardía en fiebre y no podía lidiar más con el tizón que parecía hincarse en mi garganta ni mis narices, hechas agua. ¡Y así habrá sido de terapéutico el encuentro con Cruxent que todavía lo recuerdo en esos términos! Me temo que entre la maledicencia y el olvido ya se habrán hecho cargo de la memoria de J.M. Cruxent en Venezuela y habrá pasado a ser un personaje tan borroso como Colón. Ojalá que no.
¿Y qué fue de “Letra G”? Pues existió en la medida que la confusión lo permitió. Sí, la confusión. El mismo hecho de que me pagaran una expedición hasta Santo Domingo para cubrir un reportaje que no prometía escándalo, fue en sí un milagro también atribuible a la ambigüedad. Me habían contratado en “El Globo” –una empresa periodística bastante artificial, donde sobró por un tiempo el dinero y creo que siempre faltó el concepto- para crear el dominical: se suponía que yo tenía el know how de “Feriado”, el irreverente dominical de “El Nacional” que a mediados de los ochenta hizo mucho ruido y de cuya plantilla llegué a hacer parte. Para más colmo, tuve por asesor –una figura extraña en nuestra prensa- a quien había sido mi jefe y director de “Feriado”, Luis Alberto Crespo. Era evidente que querían un clon de “Feriado”. Pero yo no quería hacerlo. Ya no me interesaban ni el periodismo de tendencias ni el propósito taxonómico de clasificar qué era lo in y qué lo out. Quería, en cambio, descubrir nuevas historias con periodistas jóvenes que no temieran adentrarse en los terrenos noticiosos de temas beligerantes, incluso, de la política y de los negocios. Eso fue lo que empezamos a hacer.
Creo que entonces hubo algún desconcierto entre los responsables de “El Globo”. La permisividad duró lo que ese desconcierto. Cuando cayeron en cuenta de que no era otro “Feriado”, empezaron las verdes, que en este caso curiosamente sucedieron a las maduras. El director de “El Globo” de entonces se dedicó más a censurarnos y a desalentarnos, antes que a otra cosa. Todos los lunes había un problema. Me reconvino por una sabrosa crónica que Milagros Socorro escribió acerca de las penurias que padecían los vecinos de Cecilia Matos –secretaria y posterior esposa del presidente Pérez- en la urbanización El Marqués. Hizo que levantáramos la primera nota –escrita por Crespo- donde se perfilaban los rasgos del líder de la asonada del 4 de febrero de 1992, Hugo Chávez Frías; ese domingo 9 de febrero, cuando debimos circular, todo el mundo se preguntaba todavía quién era el teniente coronel pero Crespo lo conocía de sobra por sus andanzas en el llano. Y vetó un reportaje sobre un colegio de ricos, Las Cumbres, porque la orden que lo dirigía, los Legionarios de Cristo, había llegado a Venezuela en parte gracias al patrocinio de los propietarios del periódico.
Ese director de “El Globo”, que también había sido presidente de la Editora de “El Nacional”, figuraba como directivo de la Asociación de Venezolanos Egresados de Harvard, o algo así. Ergo, había estudiado en Harvard. Esa experiencia generó en mí una máxima que entonces, y creo que todavía hoy, me reconforta un poco: también los idiotas estudian en Harvard.
DESCUBRIENDO AL DESCUBRIDOR
José María Cruxent, venerable arqueólogo venezolano, encuentra y excava en República Dominicana la legendaria ciudad de La Isabela, primera fundada por Colón en América
Desde que en 1492 Cristóbal Colón cruzó la mar océana para tropezar con las Antillas Mayores del Caribe, en vez de las islas asiáticas de las especias, nadie más ha podido optar de buena ley al título de Descubridor como no fuera, quizás, al de Descubridor de Colón.
Ningún territorio, geográfico o imaginario, será tan esquivo como el rastro de este personaje que puede haber sido genovés o normando, mallorquí, gallego o hebreo, de quien nunca se pintó un retrato en vida, cuya sepultura se extravía entre Sevilla, Valladolid, La Habana y Santo Domingo, y cuya principal referencia documental, su Diario de Viaje, es copia de una copia transcrita por el padre Bartolomé de Las Casas quien, de todas maneras, ante el texto se pregunta “si la letra no miente”.
“Es que don Cristóbal era un tío sumamente complicado”, sonríe el arqueólogo José María Cruxent, a cuenta de una familiaridad a la que sustentan cuatro años y medio de excavaciones y el examen de más de dos millones y medios de desmenuzados vestigios del paso de Colón por tierras dominicanas. Cruxent, catalán de nacimiento, venezolano por asimilación, comenzó en 1987 el levantamiento arqueológico de La Isabela, primera ciudad erguida por españoles y por el mismo Colón en América, sobre la costa noroccidental de la actual República Dominicana, en 1493. “Cada día estoy más convencido de que don Cristóbal era judío. Un español de esa época estaba más para ser guerrero o sacerdote, no tenía una mentalidad de empresario así”.
Nada de indicios por mampuesto o derivados de tercera mano: la certeza de estar sobre suelo reclamado y transitado por Colón, incluso, habitado por él, es una seguridad exclusiva de Cruxent. Todas las ambigüedades y engañifas del Descubridor parecen borrarse con la brisa de la bahía de La Isabela entre los restos de construcciones pioneras: el primer astillero de América, la primera iglesia de América, la primera fortaleza de América. “Como una vez dije en Perú”, resume Cruxent, pionero él mismo de los estudios de arqueología en Venezuela, “a las estatuas americanas de Colón, que siempre están señalando al horizonte porque son copias de las españolas, las deberían cambiar y ponerlas a apuntar al suelo, porque aquí está la huella de don Cristóbal”.
ROMPECABEZAS DE 499 AÑOS
Algo más que el estoicismo –será el entusiasmo que se conserva invicto a los 81 años de edad- trajo a José María Cruxent hasta este villorrio de chozas de madera, sin servicio de agua corriente, comunicado sólo por una carretera empedrada cuya preservación se debe sólo a la benevolencia de los dos ríos que la atraviesan. “Ese señor es un misionero”, proclama el director del diario La Información de Santiago de los Caballeros, capital del Cibao y vecina segunda ciudad del país, mientras un próspero comerciante de la zona, Nicolás Benedicto, cuenta que “el profesor es tan bueno que los pocos pesos que le llegan a la mano los reparte, y a la yipeta que tiene para transportarse, la gente del pueblo ya le dice la ambulancia, de tanto que la presta para llevar enfermos”.
El aludido rechaza la tintura beatífica que le asignan sus admiradores, y la reemplaza por un claro aserto: “Soy un hombre feliz”.
Desde que en los años 40 comenzó a hacer arqueología en el Caribe, la precariedad ha estado en su equipaje, y parece que hasta el fin de sus días tendrá por costumbre levantarse cada madrugada a las cinco de la mañana. “Yo sabía perfectamente en lo que me metía cuando acepté trabajar aquí”, dice Cruxent, pero sin referirse a las carencias e incomodidades del pueblo, sino a las ingentes dificultades técnicas que representaba la excavación, “un reto que acepté resignadamente, por compromiso moral con mis viejos amigos dominicanos, a pesar de que reiteradamente había evitado intervenir”.
La naturaleza de esas dificultades mantiene vinculación con la propia historia del lugar, una historia de penurias, fracasos y vandalismo.
En su primer viaje, en 1492, Colón tomó posesión de un poblado indígena en la isla de La Española, cerca de Cabo Haitiano, en lo que hoy es territorio de Haití, e hizo levantar allí una ranchería para los 39 primeros colonos españoles en América, forzados a quedarse por el naufragio de la nao Santa María, y bajo la protección del cacique local, Guacaganarí. “Con un tipo tan sagaz como don Cristóbal”, aventura Cruxent, “que había conocido de la existencia de oro en la región, yo estoy dispuesto a creer que ese naufragio fue provocado para dejar unos colonos y asegurar así la posesión de las minas”. El futuro Almirante llamó Navidad –por la fecha del naufragio- al pueblo usurpado, al que volvería un año después, en su segundo viaje.
En 1493 regresó al mando de una imponente flota de 17 naves y 1.500 personas, artesanos y maestros de oficios en su mayoría, para poblar los territorios recién descubiertos. En Navidad, sin embargo, encontró la más aterradora desolación: ningún sobreviviente; en esos meses las disensiones internas, las enfermedades, y las incursiones punitivas del cacique Canoabo, habían acabado con el primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo –sin contar a los vikingos, por supuesto-.
El desastre de Navidad confrontó por primera vez a Colón y a sus expedicionarios con un panorama de muerte y destrucción en lo que hasta entonces sólo habían sido promesas de plácida riqueza. Esa experiencia los alarmó y les llevó a vagar a vela rendida por toda la costa norte de La Española, en busca de una plaza menos expuesta a las arremetidas de los indios y de la naturaleza. Así, exhaustos, dieron con una bahía semiabierta, apenas protegida de los vientos alisios del Este por un cabo, dominada por una pequeña explanada que se elevaba unos seis metros sobre el nivel del mar. Allí, Colón decidió fundar La Isabela.
Al sitio elegido se accedía sólo por botes, pues ningún buque podía acercarse por las rocas que tapizan el fondo. Además, no había ninguna fuente inmediata de agua dulce. Ambas desventajas se confabularían para que La Isabela menguara hasta su desaparición cinco años más tarde, abandonada en favor de la flamante Santo Domingo, que Bartolomé Colón, hermano del fundador, fundó sobre la desembocadura del río Ozama, al sureste de la isla.
Con los siglos, muchas de las piedras de la ciudad fueron canibalizadas por los habitantes del cercano Puerto Plata, para construir sus mansiones. Y por fin, a comienzos de la década de los sesenta del siglo XX, un funcionario de la dictadura de Trujillo, excesivamente celoso de la pulcritud, ante el anuncio de la próxima visita de una comisión de estudiosos al lugar donde la tradición aseguraba había estado La Isabela, hizo limpiar la explanada de escombros –en realidad, centenarios restos de la ciudad primogénita- para no causar mala impresión. Entonces sí se pudo decir que La Isabela había sido borrada de la faz de la Tierra.
“Esto era un caso desahuciado para la arqueología”, esboza Cruxent un resumen de la deprimente situación. “En el llamado Solar de las Américas se había dado un proceso de depredación tan tremendo que, cuando en 1987 hice la primera inspección del sitio, me di cuenta de que aquí no se podía hacer responsablemente un clásico y riguroso anteproyecto de excavación, sino que sobre la marcha debería adoptar flexibles técnicas arqueológicas”.
La labor se tradujo en la engorrosa práctica de cernir la tierra de cada cuadrícula de la ciudad, para conseguir minúsculos trozos de cerámica y vidriería de la época: “De esta manera ya localizamos dos millones y medio de piezas”. También se escarbó entre las, por fortuna, intactas zapatas de los diversos edificios, asentados sobre las llamadas Piedras de Sillería que tallaron los artesanos de la flota de Colón. “Fíjate”, demuestra al señalar un muro preservado bajo techo, un paralelepípedo desdentado que no sobrepasa en ninguno de sus salientes los 30 centímetros de altura, “la zapata de la casa del Almirante es la más completa, porque como está tan al borde del mar (de hecho, ya una parte de la casa se derrumbó y cayó a las aguas), por aquí no pasó el tractor en los años sesenta”. Al borde de unas de sus piedras se ven unos extraños dibujos en espiral, altorrelieves trazados sobre la argamasa: “Yo creo que es un artificio para mejorar la adherencia de la probable segunda capa del muro. Pero un profesor de Santiago de los Caballeros dice que son dibujos árabes, ¡yo no sé!”.
LA CASA DE COLÓN
El grado de devastación del sitio podría obligar a una arqueología homeopática, minimalista, apenas tangible en el sesudo informe final del levantamiento. Pero José María Cruxent no comulga con esa tesitura: “A mí me gusta dejar algo que se vea en los lugares donde trabajo”. En consecuencia, con paciencia de artesano, ha puesto sobre las zapatas originales piedras recogidas en los alrededores, interpretando a su mejor entender de experto los indicios hallados, la topografía local y las crónicas de la época, de modo de reconstruir algo de lo que fue La Isabela.
“Esta construcción tan grande, de unos 40 metros de largo por 12 de ancho, es una alhóndiga, un tipo de almacén militar de la época, heredado de los árabes”. De una abrupta hondonada, entre la ciudad y otro promontorio, ha averiguado que se trató “el primer astillero de América. Aquí se construyeron carabelas, con maderas mejores que las de Europa, porque eran resistentes a la broma, los gusanos que carcomían el maderamen de los barcos”. Otro rectángulo era la iglesia, “aquí iba el campanario; la casa de Colón era la única otra edificación torreada de la ciudad”. Y también figuran los croquis de un polvorín, de un urinario y de una caseta de vigilancia.
Una treintena de cruces blancas esparcidas irregularmente desde la plaza hasta la calzada principal indica la presencia de restos humanos. “Sólo dejamos el esqueleto de un colono al descubierto para que la gente lo viera. A los demás, según los localizamos, los cubrimos y señalamos, para que después se haga aquí un estudio de antropología física, que quizás determine de qué murieron esos colonos y por qué fueron sepultados en grupos tan separados. Quizás algunos de ellos eran moros o judíos; no olvides que desde la fundación de La Isabela sólo hacía un año de la expulsión de moros y judíos de España”.
DOS PRIMERAS VECES
En Venezuela, Cruxent vive en la ciudad de Coro, estado Falcón, guarecido del estrés urbano y de la polémica que nunca lo elude en el marco de la comunidad académica. Sin embargo, hasta su confinamiento de La Isabela lo ha perseguido la controversia con cierta saña. El arqueólogo sembró todo el sitio con flamboyanes, despertando susceptibilidades entre sus colegas. “No hay problema”, responde, “porque el flamboyán, cuando brota, no destruye el suelo sino que lo consolida”. Luego conmovió al medio científico cuando dedujo, y después dijo haber comprobado, que además de La Isabela existió otro poblado de europeos, apéndice de la ciudad aunque previo a ella.
“En la Edad Media, primero existieron las villas y después los castillos”, abre fuegos con un axioma. “Aquí fue igual. Los artesanos que venían con Colón necesitaron instalarse en un lugar que les permitiera cumplir sus labores. Como en la explanada escogida para fundar La Isabela no había agua dulce, los constructores de lo que debía ser esa ciudad-fortaleza se establecieron al otro lado de la bahía, sobre la margen izquierda de la desembocadura del río Bajabonico, en un paraje conocido como Las Coles. Allí fue donde en verdad Colón desembarcó, y donde se hicieron las rancherías para alojar a los constructores de La Isabela”. Las excavaciones en Las Coles toparon con los restos de un horno, comprobación de que allí hubo, como Cruxent barruntaba, actividad artesanal. “El sitio se ubica en las descripciones del padre de Las Casas, que en su relato confunde indistintamente la ranchería de La Isabela con la fortaleza de La Isabela. Su emplazamiento fue un aporte nuestro”.
Las investigaciones en La Isabela le han valido a Cruxent, aunque ya era conceptuado como una autoridad en arqueología caribeña, una aparición en la serie documental de la PBS norteamericana The Age of Discovery, la invitación a dictar una conferencia ante la Asociación para el Avance de la Ciencia en Washington DC, numerosas publicaciones pero, sobre todo, el apoyo institucional, financiero y científico de la Universidad de Florida en Gainesville y del gobierno de España, amén del patrocinio original de la Universidad Experimental Francisco de Miranda de Coro. “No yo, sino Venezuela, estuvo sola en este proyecto los primeros tres años. Ahora la Universidad de Florida, con la doctora Kathleen Dragan, y los jóvenes arqueólogos que vienen de España, me brindan un respaldo invalorable”.
Para los fastos venideros del Quinto Centenario, Cruxent espera haber terminado –“en realidad es un trabajo que nunca está concluido”- el rescate del sitio arqueológico de La Isabela. De otro modo, una repentina celebridad audiovisual podría arrastrarlo; y es que también se conmemorará el Quinto Centenario de Evangelización en América y a La Isabela, lugar de la primera misa del continente, viajará el Papa Juan Pablo II en octubre de 1992 para oficiar en un aparatoso templo que con premura levanta el gobierno a la entrada del pueblo. Ante la visita del jerarca vaticano, Cruxent se encoge de hombros: “Yo nunca he tenido problemas con la religión, así que no tengo inconvenientes en ser anfitrión del Papa”.
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