12 de enero de 2010

Conversatorio con John Dinges


N. de R.: En 2004, el entonces Director Ejecutivo del Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela (Ipys Venezuela), Andrés Cañizález, me invitó a hacer la relatoría del primer taller, de dos días de duración, que dictara John Dinges en el país. Dinges, legendario ex reportero de The Washington Post, profesor de la Universidad de Columbia y -quizás la referencia más relevante para los lectores- autor del trabajo de investigación que puso a la luz pública el tenebroso entramado de la "Operación Cóndor" (el acuerdo semioficial pactado en los años setenta entre los regímenes militares del Cono Sur para intercambiar prisioneros y coordinador operaciones encubiertas de represión multinacionales), brindó entonces valiosas lecciones a un grupo de una veintena de reporteros venezolanos.

Al final del curso, para abundar, hubo oportunidad de hacer un conversatorio informal, que no fue siquiera una entrevista, durante un almuerzo. Por fortuna se registró en una grabadora lo que entonces se conversó -con el conocimiento de Dinges de que estaba on the record-, donde se abordaron otras cuestiones, quizás colaterales y menos técnicas, pero igualmente interesantes, acerca del ejercicio del periodismo de investigación, que el veterano periodista ayudó a iluminar desde su experiencia. Acá verán una versión editada de los fragmentos más destacados de la conversación, en la que también participaron el propio Cañizález y las periodistas venezolanas Narela Acosta y Luisa Torrealba.

“MEJORAR LOS TEXTOS ES UNA TAREA PRIMORDIAL EN VENEZUELA”

- ¿Es la iniciativa individual del periodista el factor crucial para que una investigación arranque y llegue a término, o aún si existe esa iniciativa, qué tan indispensable resulta que los medios asignen recursos especiales para hacer la investigación?

-Creo que el problema es un poco distinto. El asunto es que cuando un reportero tenga la idea de un tema para hacer una investigación sólida, en ese momento el diario o la televisora debe estar abierto a recibir ese tipo de ideas y disponer de un sistema para llevarlas a cabo. Lo que pasa a veces es que dicen en el medio: “Qué bueno que tienes esa idea, pero la harás en tu tiempo libre, porque tienes que terminar tu trabajo diario”. Debe existir la voluntad de las personas que manejan el dinero en el medio para invertir recursos en un tema. Pero en contrapartida, ese tema tiene que ser importante para la agenda noticiosa del medio. O sea, no puede ser una cosa exclusivamente individual del periodista, porque hay mucho egoísmo en eso también: “Yo tengo una idea y me tienes que dar tiempo”. Porque pudiera ser una linda idea pero sin mucho que ver con la agenda del medio. Con esto no estoy hablando de una agenda política, sino del concepto que el editor jefe o el jefe de redacción maneja de su medio y de la dirección que quiere imprimirle y de los temas de los que quiere que el medio se haga dueño. Los proyectos de investigación normalmente caben dentro de esa agenda. No es que no haya la posibilidad de que un tema nuevo se descubra y sea tan bueno que se deba hacer sin que necesariamente tenga que ver con la temática del medio. Pero yo creo mucho en la influencia de los editores al formular ese tipo de decisiones, que no son solamente del reportero. Muchos de los temas que los reporteros conciben son un poco así, autoindulgentes.

-Lo que pasa es que los periodistas en Venezuela solemos quejarnos mucho y colocar la disposición del medio como una precondición: “Ah, como no hay ni los recursos ni la demanda para trabajos de investigación, entonces no investigo”.

-Yo creo que no se puede hacer periodismo de investigación sin la participación de los editores. El diario debe mostrar interés por incluir regularmente una cierta dosis de investigaciones sólidas, de asegurarse de que siempre haya una investigación en marcha. Y esas son decisiones de los editores.

-Pero esa figura del editor, tal como se le entiende en la prensa norteamericana, no existe en Venezuela. Aquí predomina una supervisión que está más dedicada a llenar espacios que a hacerle coaching y seguimiento a las notas.

-Entonces se puede montar un sistema de autoayuda entre los periodistas. A falta de un editor, cuando hay una idea, un proyecto, se forma un equipo con varios reporteros que trabajan juntos y se ayudan entre ellos para pensar la investigación, para hacer la planificación y servir de abogados del diablo los unos con los otros a la hora de validar el trabajo. Siempre es importante que haya más de una mente en la investigación.

-¿Nunca trabajaste en el marco de una unidad de investigación?

-No como reportero. Como editor, sí.

-¿O sea que siempre investigaste en solitario?

-Pero siempre con muy buenos editores. Así nunca me sentí solo. Incluso cuando hice trabajos freelance. Por ejemplo, cuando cubrí el tema de unos terroristas italianos que trabajaban en Chile lo hice freelance para la revista The Nation de Nueva York. Ahí tenía un editor que sigue siendo muy amigo mío aunque hoy ya no está en la revista, ahora escribe libros; él era como mi contacto con la revista y por encima de él estaba un gran periodista que se llama Victor Navasky, que ahora es profesor en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Entonces era el editor de la revista, hoy es el publisher. Se trataba de mi primer intento por escribir algo largo, investigativo, para una revista. Antes de eso no había ido más allá de las 1.200 palabras, y este era un artículo de 5.000 palabras. Y ese gran editor me ayudó bastante en enfocarlo. Recuerdo que escribí una cosa para ellos, muy larga, que ya estaba casi lista, había pasado la primera edición. Yo estaba en España dictando un curso, y hasta allá me escribieron para decirme: “John, los elementos de análisis de tu artículo son demasiado débiles, tú estás presentando todos los hechos pero no estás orientando al lector en qué deben pensar, tienes que arriesgarte más, poner tu opinión, pero tu opinión analítica”, pero yo soy muy renuente a ello. Así que el propio Victor Navasky me mandó una carta insistiendo en que yo debía meter más elementos de análisis, y como tengo mucha confianza con él, me dije, “Bueno, voy a hacerlo”. Escribí una carta de respuesta a Victor acerca de lo que yo pensaba sobre mi investigación. Eran unas 500 palabras que después las cruzamos con el texto original, y funcionó.

-Al comienzo de tu taller en Caracas, aseguraste que Venezuela es hoy la mejor historia que puede conseguir el periodismo en América Latina y que, sin embargo, los periodistas venezolanos no parecíamos darnos cuenta de eso. ¿A qué atribuyes esta miopía?

- Esa miopía siempre existe entre periodistas. Es un hecho que de cada 100 periodistas sólo diez hacen periodismo de investigación, y otros diez o quince pudieran haberlo hecho de tener la oportunidad, pero también es cierto que 50 de ellos no reconocerían un tema de investigación aún si los golpearas en la cara. Pero me parece que en Venezuela hay una causa adicional: la politización de los medios. Porque si tú estás metido en la agenda política de tu diario, entonces no tienes espacio ni para la descripción de qué es lo que pasa en el momento histórico del país ni para dar dos o tres pasos atrás y mirar detenidamente qué pasa aquí. Me parece que hacen falta ojos frescos y bien abiertos para ver mejor qué es lo que pasa con la gente de los cerros, con las misiones, en definitiva, para reportear la realidad concreta y no la agenda política del diario.

- Criticas la politización de los medios en Venezuela pero, ¿no te parece que quizás haya momentos en los que, como periodista, si percibes que la democracia de tu país está en riesgo, debes asumir un periodismo “militante”?

- Según mi opinión, lo que pasó aquí en Venezuela no es que los medios tomaran una posición de defender a la democracia o que estuvieran haciendo periodismo de investigación para revelar los peligros para la democracia venezolana, no. Sino que exageraban algunos aspectos, adoptaron una manera muy ligera de contar las cosas, cometieron, de hecho, muchos errores, y admitieron fuentes anónimas, incluso, admitieron que algunas fuentes mintieran siempre que sus mentiras favorecieran a los argumentos de la oposición. Eso no tiene que ver con la toma de posiciones políticas, eso es mal periodismo, simplemente. Que un diario tenga una línea política es algo que no me genera ningún problema. El problema se produce cuando un diario toma una posición política que influye sobre su cobertura periodística, porque entonces típicamente hace notas que favorecen la agenda del dueño, suaviza las críticas a su posición, y con ello logran que sus lectores tengan que leer otro diario para informarse. Hay muchos medios a los que no les importa hacer esto. Otra alternativa está en soluciones como la que adoptó, en sus mejores momentos, el diario El Mercurio de Santiago de Chile, que siempre ha sido un medio muy político. Es un diario que cubre todas las noticias, reproduce todas las declaraciones más importantes del día, recoge todo el mainstream de la política y el quehacer chileno sin un sesgo político evidente. Si tú lees El Mercurio, te enteras de la información que necesitas; y eso que, ojo, no es buen diario en el sentido de que está bastante mal escrito, pero se ocupa de ser un diario completo.

- Cierta facción del periodismo venezolano parece haber asumido el siguiente criterio: “Como son tiempos excepcionales, vale pasar por alto algunos procedimientos engorrosos del periodismo ortodoxo”.

- Sé que esa es la justificación que muchos periodistas invocan aquí. Pero, en verdad, ¿qué hace un periodista cuando observa que está en peligro la democracia en su país? Es una pregunta importante, y como creo que todos somos susceptibles a esa pregunta, debemos encargarnos de responderla. Creo que la respuesta es esta: si percibes durante tu ejercicio profesional del periodismo que hay razones fundadas para pensar que la democracia está en riesgo, entonces, asume esa hipótesis como una línea informativa que debes seguir, pero trabajándola periodísticamente. A mi entender, por ejemplo, el gobierno de Richard Nixon constituyó un peligro para la democracia en mi país, no por su posición política, sino por su voluntad sistemática de mantenerse en el poder violando la constitución. Watergate fue la revelación de los crímenes a los que Nixon estaba dispuesto a llegar con tal de mantenerse en el poder. De seguir así, con un gobierno que utilizaba métodos anticonstitucionales y criminales, la democracia estaría en serio riesgo en Estados Unidos. Pero la respuesta ante esa situación de Ben Bradlee y y Katherine Graham, desde el Washington Post, no fue decir: “Como está en peligro la democracia y la historia es tan importante, tenemos permiso para mentir”. No, por el contrario. Lo que dijeron fue: “Si éramos cautelosos antes, ahora tenemos que ser cien por ciento más cautelosos. Si siempre confirmábamos una información con dos fuentes, ahora serán tres fuentes”. Ellos respondieron con más periodismo, con más rigor, para proteger la democracia. Y ese esfuerzo, por cierto, tuvo un costo porque luego, durante la presidencia de Ronald Reagan o las de los Bush, el Washington Post dejó de ser crítico con el gobierno, como compensando Watergate, porque no querían aparecer como una oposición automática frente a otra administración republicana. Por eso, muchos dicen que Watergate fue el triunfo que debilitó al periodismo norteamericano por los 30 años siguientes.

- Si hoy te confiaran la jefatura de un medio venezolano, ¿qué temas pautarías como potenciales investigaciones?

- El sistema judicial, por ejemplo: cómo funciona, quiénes son los jueces, qué decisiones toman, es decir, todos los detalles para conocer qué hay detrás de su falta de transparencia. Estoy seguro de que esta investigación llegaría a revelaciones importantes. Pero creo que más que diseñar los temas, lo que yo haría con un diario local, y sé que no se está haciendo, es insistir en que los reporteros trabajen temas humanos, donde aparezca como cosa rutinaria la gente común, en vez de los políticos y las autoridades. Temas que muestren cómo la política, la economía, las leyes, en fin, las decisiones de poder, afectan al ciudadano de la calle. Para que la gente que lee el periódico se vea reflejada en él. Historias con un fuerte elemento literario, con una línea narrativa claramente identificable, es decir, con historias que sean historias. También me parecería importante conseguir que en los medios locales los editores editen, y que los reporteros produzcan notas claras. Que todas las notas sean claras y que, si no lo son, no aparezcan en el diario. ¿Cuál es el criterio para saber si una nota es clara? Que el hombre de una educación normal la pueda entender. Cierto, es inevitable que las notas especializadas tengan unas características más complejas, pero en la manera de escribirlas deben parecer claras y simples. Mejorar los textos es una tarea primordial en Venezuela.

- Con tu investigación que puso al descubierto los entretelones de la Operación Cóndor pareces haberle puesto punto final a ese tema. Si tuvieras sólo diez segundos para resumir qué revela a investigación, ¿qué aspecto específico destacarías?

- Sería difícil en ese tiempo. Creo que me referiría, por ejemplo, a la comprobación de que un asesinato en Washington, el del ex canciller chileno Orlando Letelier, pudo ser prevenido. O que Uruguay intentó asesinar a un congresista norteamericano, a pesar de que el gobierno de Montevideo era amigo de Washington en ese momento.

- Cuando uno lee a los teóricos del tema se encuentra con una fórmula: una investigación parte de una hipótesis, y la respuesta a esa hipótesis debería bastar como resultado de la investigación. Si seguimos esta línea de pensamiento, ¿la respuesta a tu hipótesis inicial no pudiera servir como ese resumen de diez segundos acerca de lo que descubrió tu libro?

- Es que yo no tenía una hipótesis única para el libro. Lo que yo busco es lo que llamo “la historia clandestina”. Se trata de esos casos en los que se conoce la historia global, pero no se sabe quién lo hizo, por qué lo hizo, mediante cuáles métodos. Es la historia subterránea. Por ejemplo, yo ya conocía a grandes rasgos la historia que dio origen a Operación Cóndor a raíz de mi libro anterior, sobre la muerte de Letelier. Tenía mucha información y sabía exactamente dónde quería profundizar la historia para reconstruirla, incluyendo cosas ya conocidas pero otras, entonces, desconocidas.

- ¿En Operación Cóndor hubo algún aspecto de la investigación que te parece que quedó sin concluir?

- Sí, varios.

- Y, a pesar de esos cabos sueltos, ¿qué te llevó a decidir: “Hasta aquí, ya terminé la investigación”?

- Primero, que había pasado mucho tiempo y mi contrato tenía un año de vencimiento, ja, ja, ja... Pero, sobre todo, porque tú sientes que llegas a un punto en el que la investigación no produce más avances. En un momento dado estás avanzando muy rápido, todo lo que consigues es material, pero de repente empiezas a darte cuenta de que estás dando vueltas, pisando terreno conocido. Encuentras uno que otro detalle adicional, pero de manera muy poco eficiente. Esa es la señal de que ya debes sentarte a escribir y no insistir con la investigación. Parece obvio, pero hay algunas personas que no saben distinguir y siguen años y años investigando.

- Lo que hace pensar que, así como hay que tener perspectiva para identificar y abordar un tema, también hace falta perspectiva para ponerle límites.

- Es algo difícil. Si vieras el esquema inicial que hice de mi libro, te darías cuenta de que cinco capítulos quedaron finalmente afuera.

- También es posible que los periodistas, tan acostumbrados a la presión del deadline en sus medios, pierdan las referencias cuando se meten en un proyecto donde no existe esa presión externa.

- Puede ser, pero en mi caso, yo estaba consciente de mi deadline. Así que adopté un ritmo de trabajo en el que, para escribir un capítulo, primero durante una semana estaba juntando y organizando datos, es decir, metiendo en mi cabeza todo lo que iba a estar en el capítulo; y después, escribía en dos o tres semanas un capítulo de 25.000 palabras. Yo sabía que si no había terminado un capítulo por mes, estaba en problemas. Y eso se fue agilizando. Al final del proceso estaba escribiendo dos capítulos por mes. Porque es más difícil escribir los capítulos iniciales, que los finales. De hecho, hoy veo Operación Cóndor y pienso que en los primeros capítulos quedaron cosas que debí sacar, el libro arranca demasiado lento. Los primeros capítulos del libro me costaron mucho, porque para ese momento el lector no tiene todavía nada del contexto de la historia. Lo que se traduce en que uno tenga la tendencia de explicarlo todo al comienzo. Llegó un momento en que mi editor, que es un tipo muy irónico, me tuvo que decir: “Ya, John, ¿cuántas veces me tienes que explicar qué sucedió con Letelier?”.

- ¿Reescribes mucho?

- Los primeros capítulos, sí. Son una tortura. Porque a esa altura del texto todavía no tengo voz. Nunca quedo satisfecho con mis primeros capítulos, pero en Operación Cóndor tampoco quería quedarme atascado en la tarea de arreglarlos. Así que seguí de largo. Y sólo volví a esos primeros capítulos cuando terminé el libro y estaba claro que cosas que nombraba en esos primeros capítulos ya estaban muy detalladas en el resto del libro, así que podía sacarlas del comienzo.

- ¿Siempre citas la documentación que obtienes, o hay casos en que te la reservas como respaldo de tu narración? A veces el esfuerzo del investigador periodístico por hacer patente que cuenta con una documentación, pareciera entorpecer la narración de la historia.

- Yo siempre hago evidente de dónde saco las cosas, aunque nunca relato mi proceso de reportear. Sólo en algunos casos de fuentes primarias que aportan una información crucial, llamo la atención sobre el proceso de reportear, de cómo llegué a ellas, por qué son importantes. Si no es necesario para el lector saber de dónde saqué los datos, pongo la fuente al final, en las notas, de modo que no te interrumpa la lectura.

- ¿Cómo lograr que el celo investigativo de un reportero no termine convirtiéndose en ensañamiento personal contra una figura o una institución? Al final de cuentas, el periodista podría haber trabajado cualquier otro tema, pero se dedica a uno en especial, ¿no podrían estar influyendo en la elección del tema y su seguimiento los prejuicios del periodista o la agenda de su medio?

- Yo no he tenido ese problema porque mis blancos han sido villanos, dictadores, ese tipo de personajes. Mis obsesiones van en esa dirección. Admito que puede haber personas que digan que John Dinges está demasiado obsesionado con Pinochet. Mi mujer, entre ellas. Pero es verdad que uno tiene que escribir sobre el tema que uno conoce.

- En libros de texto muy importantes sobre técnicas de investigación periodística, como el de Daniel Santoro, se suele hacer mención acerca del papel que juegan las infidencias de las llamadas “viudas del poder” en la orientación y consolidación de un trabajo investigativo. Llama, en cambio, la atención que tú prácticamente no hagas referencias a este tipo de fuentes.

-Yo trato de evitar la tentación de basar mis investigaciones en los cuentos de las víctimas, de los adoloridos, de los resentidos, porque no quiero que el enfoque de ellos se convierta en mi enfoque. Claro, no los rechazo, y a veces son necesarios. Por ejemplo, yo entrevisté aquí en Caracas al coronel Roberto Díaz Herrera, porque era una fuente indispensable, directa, sobre el general Manuel Antonio Noriega, había sido su segundo… Pero trato de evitar las fuentes fáciles, la gente que quiere hablar conmigo, pero más que por su calidad de resentidos, porque suelen ser fuentes secundarias o terciarias.

- Por cierto, ¿por qué no has abordado la escritura de un libro sobre técnicas de investigación?

-Porque lo que enseño no son ideas originales mías, todas son copiadas de amigos míos, ja, ja, ja… En serio. Por ejemplo, yo defino diez pasos de una investigación en un modelo que tengo desde hace unos 20 años. Y ahora resulta que acabo de ver en el manual de IRE (Investigative Reporters and Editors) un método de organizar las etapas de la investigación con una lógica igual a la de mi modelo. La manera de describir las etapas es un poco distinta, y no recuerdo ahora si son ocho o trece fases, pero se trata de exactamente el mismo proceso. Creo que es por todas las conversaciones que los periodistas de investigación mantenemos entre nosotros, como nos ayudamos, llegamos a un método más o menos establecido.

-¿Nunca has sentido la tentación de hacer ficción a partir de cosas que has vivido como periodista?

-Sí, pero no creo que tenga el método para escribir ficción. Es más difícil, yo creo… No sé, tal vez. Mi señora siempre me dice que ya es tiempo de que escriba una novela.

- ¿Algún proyecto de libro se te ha quedado en el tintero?

-Sí, yo quería escribir un libro sobre la guerra de guerrillas en América Central. Particularmente me interesé en los guerrilleros de El Salvador. En 1980, ellos lanzaron una “ofensiva final” a la manera de la que había llevado al poder a los sandinistas un año antes. Pero mientras en Nicaragua tuvieron éxito, en El Salvador pelearon 15 días y aparentemente fueron derrotados. Nueve meses después había señales de actividad guerrillera, pero la Embajada de Estados Unidos y el gobierno salvadoreño insistían en que no, que la guerrilla había desaparecido y que sólo se estaban haciendo operaciones de limpieza. Entonces yo fui de nuevo a El Salvador, hice contactos con los guerrilleros a través de algunas personas, y me llevaron al campo. Ahí me encontré con unos guerrilleros muy bien entrenados, con buen armamento, fuertes, con buena comida, buenos uniformes, quienes me explicaron su táctica, cómo habían sobrevivido y cómo habían replanificado su ofensiva. Entonces escribo una nota acerca de que la guerra no estaba terminada y que el FMLN preparaba una ofensiva. No era que yo estaba anunciando que iban a volver a pelear, ya entonces había batallas menores, pero mi nota era como decir: “Esta cosa va en serio, hay muchos recursos aquí”. Bueno, la guerra en El Salvador duró diez años más. En un país tan chico nunca pudieron liquidar a la guerrilla, a pesar del apoyo de Estados Unidos. Me quedé fascinado con los guerrilleros. Y quería también cubrir la guerra en Guatemala, empecé a juntar documentos internos de los guerrilleros y muchas cosas de ese tipo, pero no terminé, llegué a cierto punto y sentí que sería muy peligroso hacerlo, y no tenía tiempo,,,

- ¿Por qué peligroso? ¿Qué consecuencias temías?

-Meterse en Guatemala era muy peligroso, había peligro por parte del gobierno y peligro por parte de los guerrilleros, que no eran tan civilizados como los salvadoreños. En fin, creo que la historia estaba ahí pero no pude seguir la investigación.

- Pero en el curso de tus investigaciones no habrás dejado de correr riesgos.

- Ah, claro, en Chile me tomaron preso y quisieron deportarme. Había un sector que me quería echar, asociado con la extrema derecha del gobierno de Pinochet, pero como el otro sector más blando me dejó quedar, entonces el sector ultraderechista, fascista, terrorista, se puso en contacto conmigo, y me hizo esta amenaza: “Estás expuesto, ya no podemos garantizar tu seguridad, cuidado con caminar en la calle que hay terroristas sueltos, te puede pasar cualquier cosa”. Me asusté un poco.

- Esa faceta heroica y aventurera del periodismo durante la cobertura de situaciones de conflicto, de guerra, de crisis política, siempre sale a relucir. Pero ahora también hay un debate en algunos países en torno a lo que algunos llaman “periodismo de conflicto”, y otros “periodismo por la paz”, que enfatiza la responsabilidad que cabe a los reporteros en, si no el mantenimiento de la paz, al menos sí en evitar la escalada del conflicto, tratando de no atizar la polarización y los prejuicios.

- Sí, conozco un poco la idea. Debo decir que me despierta alguna sospecha cuando se empieza a hablar del periodismo como algo que debe darle forma a la historia enfatizando algunos puntos en lugar de otros. Eso siempre da la idea de un periodismo controlado, o politizado, pero no en el sentido partidista, sino en términos de lo políticamente correcto. Hay que dejar que el periodismo siga su rumbo.

- Quienes lo propugnan también tratan de darle una visión humana a las historias, para que la cobertura del conflicto no sea sólo el conteo de bajas y consiga sensibilizar al público.

- Eso está bien, siempre que no quiera decir que hay temas que no se deben tocar porque presuntamente irían contra la paz. En todo caso, la cobertura de guerra requiere de una preparación muy fuerte por parte del periodista. Por supuesto, en cuanto a su propia seguridad. Pero también en cosas como el conocimiento de las leyes sobre derechos humanos, porque cuando tú estás en una situación de guerra debes estar en capacidad de reconocer lo que es una violación de la Convención de Ginebra y lo que no es. Normalmente, la gente no lo sabe. Ni siquiera los periodistas. Y tienes que aprenderlo, pues vas a estar en medio de una situación en la que no vas a conseguir a nadie que te diga: “Tal cosa es un problema o una violación a los derechos humanos”.

- Mientras cada vez hay más textos y talleres de periodismo de investigación, menos evidentes se hacen las nuevas generaciones de periodistas de investigación. Siguen sonando los mismos nombres.

- ¡Entonces fuimos la edad de oro del periodismo! Ja, ja, ja… Recuerden que el periodismo de investigación realmente nació como género en los años 70 y se desparramó por todo el mundo como una meta periodística que no existía antes y, tal vez, los que practicamos el periodismo de investigación en esos primeros tiempos tuvimos éxito y copamos el mercado, ¿no? Fíjense que en el Washington Post el periodista de investigación más importante todavía es Bob Woodward.

- Das clases de radio en Columbia. ¿Has hecho investigación en radio? ¿Qué especificidad de los medios radioeléctricos aflora cuando se hace periodismo de investigación en ellos?

-Sí. El equivalente en radio a los reportajes de investigación de la prensa escrita, son los documentales. Si tienes una historia muy complicada y quieres hacerla para la radio, necesita una línea narrativa muy fuerte, incluso, más fuerte que en prensa, porque realmente si no tienes una cosa muy bien hecha, el oyente se va.

- Pero, ¿consideras que los medios radioeléctricos están en desventaja con respecto a los impresos para la investigación?

- No. Yo no creo que la televisión te impida o dificulte hacer investigación. Lo que sí creo que lo impide son los formatos-tipos de espacio informativo que en los medios han decidido que son los únicos aceptables. Si tienes una estación de televisión en la que ningún reportaje pasa de un minuto y medio, no vas a hacer investigación, simplemente. Pero sería perfectamente posible que el director dijera: tenemos un tema muy importante, vamos a poner al aire cinco minutos hoy, cinco minutos mañana, cinco minutos el día siguiente, vamos a hacer entrevistas que complementen los reportajes. Parece increíble, pero en Estados Unidos las mejores investigaciones se hacen en televisoras locales.

- ¿Tienes un ejemplo en mente?

-El caso de las camionetas Ford Explorer, por ejemplo, que lo destapó una televisora en Texas. O una estación en Utah que descubrió que un alcalde viajaba a Nueva York para reuniones oficiales y se quedaba cinco días yendo al teatro, divirtiéndose. Ellos obtuvieron todos los itinerarios, incluso comprobaron que él se había traído una amiga de otra parte y ese tipo de cosas. A partir de entonces el alcalde dio ruedas de prensa en las que respondía que no, que podía ser que él hubiera hecho un reembolso tardío de gastos pero que nunca tuvo la intención de usar los fondos públicos en su beneficio. Pero entonces los de la televisora consiguieron las facturas de gastos en las oficinas del alcalde, donde aparecía la compra de unos muebles y entonces llamaron la atención del alcalde: ¿Dónde están esos muebles?, le preguntaron. Y el alcalde les prometió que en una semana los invitaría a darse una vuelta por la sede de la alcaldía para que vieran dónde estaban los muebles. Total que, en efecto, a la semana fueron a las oficinas del alcalde y allí estaban el sofá de cuero, la lámpara de 1.500 dólares… Pero de alguna manera que no recuerdo, los periodistas convencieron a un juez para que incautara las filmaciones de seguridad de las oficinas del alcalde, ¿y con qué se encontraron? En las cintas aparecía gente que durante el fin de semana había traído esos muebles costosos desde sus casas a las oficinas del alcalde, para que estuvieran allí cuando los periodistas vinieran.

- Esa necesidad de imágenes contundentes en la TV ha dado pie al uso de la cámara oculta, ¿tienes alguna posición sobre ese recurso?

- Me parece que se abusa mucho con ese recurso. Hay un riesgo evidente de manipulación. Porque preparas una situación con todos los elementos de un crimen y pones allí una cámara para registrarlo, pero con toda probabilidad el crimen no se habría cometido sin tu injerencia.

-¿Nunca te has hecho pasar por alguien para hacer un reportaje?

-A veces he llegado a un lugar sin identificarme como periodista, sólo como una persona normal, para hacer preguntas o ver algo. Pero nunca miento, nunca digo que soy algo que no soy. En la mayoría de las situaciones es una ventaja ser periodista y ser reconocido como periodista. Yo tengo que conseguir acceso y normalmente ser periodista me ayuda.

-En el taller nombraste con frecuencia la ventaja que sentiste tener como corresponsal extranjero en el Cono Sur al contar con la perspectiva que te había dado una Maestría sobre América Latina. ¿Sugieres que es necesaria una educación de cuarto nivel para hacer mejor periodismo?

-Entre los corresponsales extranjeros la tendencia es la del periodismo de paracaídas: van al lugar, son periodistas muy capaces, con mucho apoyo, consiguen una o dos historias y se van. No les parece necesario conocer ni el contexto ni la historia, ni hacerse de un entendimiento del proceso ni de nada, simplemente llegan, ven lo que está pasando y se van. Yo siempre traté de evitar ese tipo de cosas. Por eso trato primero de entender bien la situación que me voy a encontrar, trato de leer mucho, libros y documentos, no sólo diarios. Se trata de una actitud. Tiene que ver con la preparación académica pero es más que eso, es como un método de estudiar, es como ser estudiante siempre y saber a la vez cómo ser estudiante.

-Ibas a ser sacerdote…

-Sí. Los requisitos para ser cura eran filosofía y latín, que los estudié en la universidad. Después de eso estudié inglés, también historia, e hice un postgrado en Teología.

-… Y resultaste un periodista muy destacado. Pero con una trayectoria así en Venezuela no habrías podido ejercer el periodismo. No sé si sabes que aquí sigue vigente una Ley de Colegiación que reserva el ejercicio del periodismo a quienes obtengan un título universitario de Comunicador Social o su equivalente. Con disposiciones así, ¿qué crees que ganan o pierden los medios de comunicación venezolanos?

-Creo que no ganan nada. Los únicos que ganan con ese sistema son los profesores de periodismo que tienen empleos asegurados.

11 de enero de 2010

Leyenda, a como diera lugar



N. de R.: Creo que la pieza periodística por excelencia de la revista Exceso de Caracas fue, y quizás lo siga siendo, la semblanza. No sé si hay una definición estándar del género, si acaso es un género. Pero desde la fundación de la revista en 1989, quisimos entender la semblanza como una historia de vida de un personaje rutilante, en la que, normalmente, el principal testimonio provenía del propio protagonista, contrastado o completado, eso sí, con versiones de terceras fuentes. No muchas, a decir verdad. Porque también nos lo tomamos más como un esfuerzo narrativo que de reportería. Craso error. Que no impidió, sin embargo, que se convirtiera en un rasgo diferencial de la publicación, pues tampoco podía decirse que hubiese algo distinto a la noticia y la entrevista de a diario en otros medios informativos.

De esas semblanzas subo esta de Charles Brewer-Carías, quien para la fecha, 1990, parecía desdecir 50 años de naturalismo con una nueva cruzada a favor de la actividad minera en el estado Bolívar.

No hay duda de que se trata de un personaje colorido. Ya es un atractivo. Pero además Brewer dice un par de ¿imprudencias u honestidades?, que Patrick Tirney citó en su laureado reportaje El Saqueo de El Dorado: Cómo Científicos y Periodistas han devastado el Amazonas (Grijalbo, 2002), .

CHARLES BREWER-CARÍAS: INVENTARIO DE SUPERVIVENCIA

No siempre la selva lo quiere como inquilino, pero él vuelve sólo para redimirse en medio de los resquemores que suscita. "Sajoco", Tucán en lengua makiritare, fue comno le apodaron los indios en honor a su habilidad para meter las narices en todas partes. El presidente Herrera le dijo "Eche pa´lante" y se fue a invadir la Guayana Esequiba en una excursión que le costó el puesto de ministro y un matrimonio. Arruinado en el kilómetro 88, vuelve a sobrevivir a los malos tiempos bajo la inesperada identidad de un minero.

Un prolongado ejercicio de disciplina: tal vez así se comprenda que, adolescente, Charles Brewer-Carías tramara la aventura sin cuartel de rodear sus pies con alambre de púas al caminar. O quizás una cólera innata, pues, ¿a qué otra cosa achacar un sosiego tan frágil que, asegura, no soporta ni un sorbo de café o de alcohol sin explotar de ira? Hasta el arrebato místico podría funcionar como hipótesis; los amigos que bien le conocen saben que la soledad del explorador –ferviente seguidor de Gurdjeff en una época- no pocas veces traspone el ensimismamiento para alcanzar el éxtasis.

Es difícil explicar qué confluencia de circunstancias permitió incubar en Venezuela al último de los enciclopedistas, o al primero de los generalistas. Según cómo y dónde se le vea, es naturalista, fotógrafo, dibujante, poeta, geólogo, músico, artesano, lingüista, atleta de alta competencia, geógrafo, explorador, montañista, paracaidista, odontólogo; esta última especialidad es la única que refrenda un diploma universitario. Indiana Jones en versión venezolana. O un Alejandro de Humboldt de nuestros días, como lo llamó el reportero Uwe Georg, de la revista alemana Geo. El símil no es excesivo. Hasta ministro de la República llegó a ser Brewer-Carías, y si en su gestión hubiera corrido con mejor suerte, bien se podría admitir que recogió incluso la vocación de estadista del mayor de los Humboldt, Guillermo. Como los Humboldt, de Brewer-Carías se diría que es de buena familia.

Pero, por eso mismo, la vuelta de herradura de esta historia equivale nada menos a que Alejandro de Humboldt en persona hubiera aprobado, en los albores de la primera revolución industrial, la instalación de una hiladora manchesteriana a orillas del brazo Casiquiare. Sí: fue desde que, en 1982, Brewer-Carías debió separarse de su primera esposa, María Mercedes Capriles, y fue a dar con sus huesos y algunos billetes prestados hasta un rancho de zinc en la zona selvática del kilómetro 88, al sureste del estado Bolívar.

Los efectos de la mudanza sólo mostrarían una pública y premeditada manifestación algunos años después, en 1990, cuando en un artículo de opinión para el diario El Nacional de Caracas, Brewer-Carías sorprendiera al país entero al defender la actividad minera independiente en la Amazonía venezolana. Es que en el ínterin de su personal hégira, el descubridor de las simas de Sarisariñama y conquistador del cerro Autana había agregado a su currículo de 75 páginas un oficio nuevo, penoso, pero más productivo: minero.

A despecho de su imagen más esparcida, la de un boy scout recrecido, Brewer-Carías genera tantas percepciones como visiones se refractan en un caleidoscopio. En determinados círculos científicos del exterior, su palabra sirve de referencia inequívoca. Su emblemático bigote, en cambio, representa la bestia negra de los medios académicos venezolanos. Envidia, dirán algunos; rigor, replicarán otros. Por años, un director del Jardín Botánico de la UCV prohibió que se le permitiera la entrada al herbario; se cuenta que su sucesora al frente de esa institución, más sutil y urticante, al recibir las muestras vegetales recopiladas por una expedición, borró de las tarjetas de identificación los datos que acreditaban a Brewer-Carías como director de la misma, lo que en definitiva impidió que nuevas especies se agregaran al grupo de 24 que ya llevan el patronímico breweri en su denominación científica, de acuerdo a la nomenclatura latina ideada por Linneo.

De vieja data son esas rencillas. Su noción de la espectacularidad, rara contraparte de su aislamiento, le granjea enconos. Aún veinteañero, en 1962, se entera de una extraña historia: cual fantasmas, un belga y un conde serbio han bajado las aguas del río Caura para reportar que Jean Liedloff, escritora norteamericana que integraba su expedición, fue secuestrado por las huestes del cacique Kamarakuni. Inmediatamente, Brewer-Carías organiza una operación de rescate por las cuencas del propio Caura y de La Paragua, aledaño. Aunque por fin encontraría a la estadounidense –quien se había quedado en la selva con los yekuanas por decisión voluntaria y no víctima de un rapto- mientras surcaba en un bongo las aguas del río Mari, sin necesidad de rescates o mayores heroísmos, el episodio le hizo merecer unos cuantos titulares de prensa que, a su vez, levantarían ronchas entre otros expedicionarios con mayor experiencia e inclinación por el bajo perfil.

Más tarde, en 1969, la ocasión pareció reproducirse pero en mayor escala y con una puesta en escena más vistosa: el antropólogo francés Claude Bourquelot, se llegó a saber, habría perdido el juicio en la aldea de Adulima-wateri de la Sierra Parima, donde permanecía confinado junto a su colega Jacques Lizot como parte de un trabajo de campo. Acusaba a Lizot de pederasta y amenazaba con hacer daño a los demás, como a sí mismo.

Al rescate del desquiciado y sus acompañantes acudiría Brewer-Carías. Acompañado por un grupo de amigos aventureros y un médico, se lanzó en paracaídas desde una aeronave de la Fuerza Aéra sobre el shabono en crisis. Redujo a Bourquelot y lo amarró con fuerza para llevarlo de vuelta a la civilización. Tanto el salto como la captura del científico, suscitaron críticas por su improvisación, audacia y ostentación. Pero para sí, Brewer desechaba las objeciones: “¿Qué querían? ¿Que llegara navegando? Por aire, en menos de 24 horas llegamos al pueblo”.

El mineralizado círculo de amigos que lo rodeara en sus campañas de rescate y aún lo circunda, era fundamentalmente el mismo que integró su curso de paracaidismo civil en 1964. Luego ese grupo cambió de overol para fundar el Grupo de Rescate de Montaña, y en 1968 secundó a Brewer en una prueba que todavía asombra: sobre el curso del río Erebato, en lo más inaccesible de la selva guayanesa, se arrojaron en paracaídas sin cargar más nada que un machete y una caja de cerillos. Era el primer curso de supervivencia en selva que se dictaba en Venezuela. Con tan exiguo equipaje, los once camaradas vagaron por nueve días en la jungla orinoquense. No fue tan sólo una prueba sino la experiencia embrionaria para el monumental bagaje de técnicas de sobrevivencia que Brewer viene compilando desde hace más de dos décadas en un volumen que “seguramente editaré en el extranjero, y que va a ser el primero en adaptar su contenido a las circunstancias de la selva tropical, pues todos los manuales existentes, incluidos los que utiliza el ejército venezolano para su adiestramiento en la materia, corresponden a la experiencia acumulada en la tundra boreal y las junglas del Pacífico Sur durante la II Guerra Mundial”. Por ahora no son los ejércitos, sino varias empresas, las que apuran a Brewer-Carías para reanudar sus cursos de supervivencia, pero destinados ejecutivos corporativos, al parecer, sustitutos contemporáneos de los comandos y exploradores de antaño.

El primero, siempre el primero. Ese espíritu de pionero aderezado con una pizca de edulcorada fraternidad sintetizó un embriagante coctel que de pronto podría resultar explosivo. A veces parece cargado de un exceso de amiguismo y autocomplacencia: no pocos se muestran atónitos al comprobar que la toponimia establecida por las expediciones en las que Brewer participa o dirige, siempre se parece mucho a los apellidos del propio expedicionario o de su staff. Por ejemplo, sin reparar en las versiones que aseguraban que George Burns –un montañista inglés que por muchos años viviera en Venezuela, luego de acompañar en distintas empresas a Sir Edmund Hillary- había recorrido antes la ruta, Brewer, cuando subió al nevado pico Humboldt del estado Mérida por su cara Este, no dudó en bautizar el desfiladero adyacente a la cumbre como la Garganta Brewer-Carías. Siete años después, cuando exploró por primera vez el sistema de cuevas y galerías del cerro Autana, en el estado Amazonas, nadie pareció reparar en la nómina de denominaciones ilustres que endosó a los planos que había trazado –Boca Alejo Carpentier, Galería J. M. Cruxent-, como sí lo hicieron con unánime recelo en dos pequeñas bocas llamadas, respectivamente, Charles Brewer-Carías y David Nott. Nott, un escritor y periodista inglés que trabajaba para la agencia United Press International, supo remachar una fructífera yunta con Brewer. Se unió a sus expediciones más conspicuas, como la del cerro Autana o las de las mesetas de Jaua y Sarisariñama. Pero sobre todo mostró a Brewer la senda de la promoción editorial: durante esos años refulgentes alcanzó a publicar dos relatos, The Eye of God y Exploration in the lost World, este último, una vaga extrapolación del clásico de Conan Doyle.

Desde entonces, Brewer-Carías ha debido coronar cada una de sus empresas contra de -a veces, a favor de- los engorrosos vaivenes de la polémica. No lo puede evitar. Cuando descendió a las fosas de Sarisariñama, que había descubierto y voceado como las más profundas del mundo, las escaramuzas adquirieron un cierto tinte semántico, pues el descubrimiento casi simultáneo de la sima Aonda, lo obligó a referirse a sus simas como “las más voluminosas del mundo”.

Brewer ha confiado a sus amigos una definición: “No soy más que un asceta”. Tal vez por eso ni se inmuta al admitir que, aparte de una velada entre amigos makiritares ennoblecida con tripas de tapir a las brasas, no es animal gastronómico; todos los días, domingos incluidos, se levanta a las cuatro y media de la mañana. Pero hasta aquí quizás se trate sólo de costumbres. Las verdaderas tendencias de Brewer-Carías para la ascesis son otras que se manifestaron desde muy temprano, y que en su oportunidad preocuparon a la familia.

Y mire que no era un hogar que se mostrara especialmente vulnerable ante las sorpresas. Un antepasado por parte de padre, cónsul del Reino Unido en el puerto de La Guaira en el siglo XIX, proveyó al torrente sanguíneo de la parentela la flema impermeable a los excesos del trópico. Por el costado materno, la suerte del general Rafael Capó, oficial del ejército realista durante la guerra de Independencia pero que siguió su vida en Venezuela hasta perderla durante la Guerra Federal, ofrecía un claro precedente de empecinamiento.

Aún así, resaltaba la fruición con que el pequeño Charlie improvisaba silicios, infligía heridas a sí mismo, y enfrentaba toda clase de incertidumbres en excursiones por las intricadas vegas de las quebradas que cruzaban las, por ese entonces, haciendas de El Rosal, Las Mercedes, Valle Arriba o Prados del Este, siempre con la mente puesta en la prueba de “a ver hasta dónde puedo soportar”. Ya adolescente, como interno en un colegio en la ciudad andina de Mérida, preparó motu proprio un lecho con un simple tablón, para no sentir –explicó luego- inconvenientes nostalgias cuando debiese, durante sus soñadas expediciones, dormir sobre el suelo.

Los primeros indicios públicos acerca de los resultados de estos preparativos surgieron, como menciones de prensa, a propósito de sus éxitos deportivos, antes que en el excursionismo. El caso es que mientras conocía a la familia Capriles, y dentro de ella, a su mentor, Teo, y a la que sería su primera esposa, María Mercedes, se dedicó a la natación: horas y horas de entrenamiento con la meta de superarse a sí mismo. Sin embargo, las jornadas más exigentes a la par que gratificantes para Charles, eran las vísperas de competencia, cuando, junto con sus compañeros, permanecían encerrados en un cuarto oscuro de modo de sustraerse a cualquier estímulo que distrajera su enfoque sobre la justa venidera. Llegó a ser recordman nacional y campeón bolivariano y centroamericano. Pero dejó la natación cuando esa disciplina dejó de funcionar como acicate de superación. Pronto la sustituyó por la gimnasia con aparatos.

Si bastaría un régimen así para agobiar a cualquiera, entre tanto Brewer se las arregló para estudiar al mismo tiempo las carreras de Odontología, Biología, Letras y Psicología. De ellas sólo completó Odontología, pero de las que desertó no debería interpretarse necesariamente un fracaso académico. Aún en la Facultad de Ciencias de la UCV se habla del examen de la materia Ecología en el que, inopinadamente, Brewer-Carías se levantó de su pupitre y entregó el cuestionario, en blanco, al profesor de la cátedra. Este era nada menos que Volkmar Vareschi, el legendario científico surtirolés. Vareschi, que tenía a Brewer por uno de sus alumnos predilectos, no pudo más que preguntarle, con sorpresa, a qué debía el desafuero. Brewer respondió, siempre según la leyenda: “Es que ya revisé el cuestionario y me doy cuenta de que puedo sacar un 18. No me pude preparar para un 20, que es lo único suficiente para mí”.

¿Entrega mística? ¿Soberbia? Cualquiera de las dos, quizás. Por la razón que fuese, aún cuando concluyó los estudios de Odontología, decidió que no estaba preparado para la práctica profesional. Siempre contraviniendo la prudencia predicada por sus padres, se marcha a Europa por una semana, que terminaría siendo medio año de peripecias y trabajos a destajo en París y Milán. Al regresar a Venezuela, peregrina con un amigo misionero hasta las comarcas todavía vírgenes del Alto Caura. Allí permanecería un año más con los makiritares. Aprendió su idioma y una ética vital extrema: “Germán, el makiritare que sería mi tutor, fue quien me rompió los esquemas”, relata. “Yo había llegado con esas ínfulas del recién graduado, pensando que les iba a enseñar de todo. Pero un día viene él y me empieza a preguntar cómo puede hacer para sembrar caraotas y para fabricar una lata de aluminio donde envasar sardinas. Por supuesto, me enfrasqué en una explicación técnica, pero enseguida me di cuenta de que no concretaba nada, y de que Germán me había hecho esas preguntas sólo para cuestionarme y decirme de alguna manera que yo, para ellos, no era más que un recién nacido. Así aprendí que entre los makiritares el tener no equivale a adquirir y atesorar cosas, sino a saber hacerlas. Para ellos, pertenecer a una cultura es la capacidad que tiene cada individuo de volver a generar los objetos de esa cultura”. Para Brewer el desquite vendría dos años después, en una visita de Germán a Caracas. En su apartamento, el rubio asimilado como aborigen, pudo tocar para el capitán makiritare una de las melodías pentatónicas de la etnia en una flauta de madera construida por el propio Brewer. Germán no tuvo más que oficiar la unción con estas palabras: “Sajoco, ya eres un hombre”.

Sajoco, Tucán en makiritare, es el apodo que sus otros compatriotas endilgaron a Brewer, porque metía las narizotas en todo.

Pero esa curiosidad, indispensable para la sobrevivencia en la selva tropical, no le reportó a Brewer más que impasses cuando en 1979 el presidente de la República, Luis Herrera Campins, le pidió encargarse del, entonces por estrenar, ministerio de la Juventud. Quizás sea exagerado evocar la imagen del elefante en la cristalería. Pero no hay duda de que Brewer sucumbió ante el síndrome Cocodrilo Dundee. Ante la zamarrería citadina de los políticos, poco pudo su obstinado voluntarismo.

Mientras propiciaba el cierre de algunas de las principales avenidas caraqueñas los días domingo para habilitarlas como circuitos de jogging, su otra cruzada sanitaria, la prohibición de comerciales de cigarrillos en medios audiovisuales, le ganó la ojeriza de la poderosa industria publicitaria. Sus campamentos juveniles de frontera generaron unas escenas de filiación paramilitar que desagradaron a la izquierda. Su lema, “Ni un centímetro para Colombia”, lo enfrentó en un tour de force con Bogotá, mientras en la Casa Amarilla se afanaban en remensar los desgarros abiertos en la histórica relación colombo-venezolana por el ministro novato. Por fin, el caldero de la tolerancia desbordó: Brewer ideó unas incursiones secretas en la Guayana Esequiba que, según el aventurero, contaron con el beneplácito, informal y vernáculo, como lo era el propio presidente, pero explícito, de Herrera Campins: “Eche pa´lante”. Cuando el escándalo internacional estalló, alguna oficialidad del ejército cuya presunta ineptitud había quedado en evidencia por el dinamismo de Brewer y sus habilidades para ganarse el favor presidencial, aprovechó para pasar factura y exigir la salida de Brewer del gabinete. Lo que no fue obstáculo para que el video de dos horas de duración que Brewer grabó en territorio guyanés y que mostraba instalaciones militares del vecino del este, fuera estudiado por el muy secreto Grupo de Planeamiento de Operaciones de las Fuerzas Armadas, y que derivara al Pentágono, entonces inquieto por la posible configuración de un eje La Habana-Georgetown.

Cuando arreciaba la cacería contra el ministro, y en la Guyana de Forbes Burnham se desplegaban afiches ofensivos con el rostro de Brewer como ilustración, este pretendió jugarse la carta presidencial. “Presidente”, le dijo por teléfono en busca de un espaldarazo, “cuando quiera podemos reunirnos para poner a su disposición mi cargo, si por exigencias políticas así lo requiere”. La respuesta de Herrera Campins lo congeló: “Cómo no, pase por mi oficina esta tarde a las cuatro”. Desde esa tarde de la destitución, Brewer no habló con Herrera. “Creo que ha sido el golpe más fuerte de mi vida”. Pero aún le esperaba más.

La de su capital político no fue la única mengua que sufrió tras la aventura militar. Según relata, al dejar su despacho en la avenida Urdaneta de Caracas, tuvo que pedir 300 bolívares prestados. Parte de su patrimonio se había escurrido en el financiamiento de los raids al interior de Guyana y operativos de captación de la juventud exploradora. La inopia en miras fue el caldo de cultivo ideal para las desavenencias matrimoniales; se separó de María Mercedes Capriles tras veinte años de unión y tres hijos. Vuelta al ascetismo: Brewer renunció a su porción de bienes en el reparto del divorcio.

Guiado a la sazón por unos amigos, llegó al mítico kilómetro 88 de la rita a la Gran Sabana, un lugar todavía relativamente inexplorado. Le acompañaban la que sería su nueva esposa, Fanny Mendoza, y su bagaje de aventurero. En busca de diamantes, allí hizo de obrero y de buzo. Uno de sus contratantes, Livio Calligaro, supo del exministro y pronto le tomó confianza. Con un préstamo del italiano, Brewer empezó sus andanzas como empresario del oro. Pero no sin tropezar con los resabios de su pasado, Repetidas denuncias –presentadas, entre otros, por parlamentarios como Vladimir Gessen y Carlos Tablante- sobre concesiones logradas mediante favoritismos, prospecciones clandestinas de minerales estratégicos y otras presuntas malandanzas, lo vienen afectando. Hasta mantiene un pleito de linderos con otro minero italiano que, a una semana de iniciado el diferendo, apareció muerto en Ciudad Guayana; algunos se arrojaron a los tribunales para denunciarlo como autor del homicidio. Pero el propio señalado y la verdad documentada –esta con más éxito que aquel- desecharon esas versiones. Según Brewer, todo obedecería a una “campaña orquestada” por sectores camuflageados entre las instituciones, interesados en echarle el guante a la producción minera, por una parte, y grupos radicales inspirados en el Libro Verde de Muammar Al Gaddafi, que habrían olisqueado las favorables condiciones objetivas para la subversión armada en ese territorio.

De idéntica manera, ante los reparos ecologistas, el otrora naturalista ha ensamblado una argumentación cáustica, osada,sí, pero efectiva: “En toda la historia de la exploración aurífera en Venezuela no han sido deforestadas más de 500 hectáreas de superficie selvática. Ahora, ¿por qué no preguntan cuántas fueron deforestadas para Los Pijiguaos? ¿O para la carretera Upata.Santa Elena de Uairén? ¿Por qué no hablan del desastre ecológico de los cerros Bolívar y El Pao? ¿De las represas que se planean en el alto Caroní? Además, apuesto a que en 50 años más, las actuales minas de oro estarán cubiertas por árboles. Creo, entonces, que de lo que se trata es que se pueda explotar el oro el oro en la máxima porción con el menor impacto ecológico. Para eso, hay que reglamentar. Pero no se pueden desdeñar los 7.000 millones de dólares que al año produce la explotación del oro”.

8 de enero de 2010

Béisbol menor


N. de R.: La verdad es que poco o nada tiene que ver con periodismo. Pero no aguanté las ganas de subir este texto, recientemente publicado en la edición aniversaria de la revista "Olímpicas". En ocasión del inicio de la temporada de béisbol profesional en Venezuela, al amigo Ramón Navarro se le ocurrió pedir a algunos colegas y firmas de prestigio, relatos donde el béisbol fuera protagonista o escenario. Esta es la narración, medio autobiográfica, medio ficcionada, que envié.

El juego no termina hasta que se acaba


Yo tendría entonces, ¿cuántos? ¿Nueve, diez años de edad? No recuerdo bien. De lo que sí estoy seguro es que había traspasado los siete años, el umbral de lo que, según mi mamá previno en los almuerzos de familia (todavía o no había llegado el televisor a casa o no almorzábamos frente a él, así que se podía conversar), sería la “edad de la razón”. A partir del séptimo año de vida, alegaba mi mamá, el niño estaba en conciencia de que el mundo iba más allá de su yo. El niño, ese niño indeterminado al que mi mamá hacía referencia con tono de laboratorio conductista, en casa no podía ser otro sino yo, el menor de tres hermanos, dos de los cuales sufrían ya para aquel momento las consternaciones de la pubertad.

En liceos públicos, mi mamá enseñaba física y esas matemáticas que por una época dieron en llamar “modernas” así que, teniéndose por integrante de la vanguardia magisterial en Venezuela, gustaba de atender con pedagógica equidad tanto las observaciones de Jean Piaget como las máximas de la sabiduría convencional. Ambas fuentes coincidían, al parecer, en la trascendente inscripción que debía advertir sobre el capitel de entrada a los siete años: “Desde aquí serás una persona, abandona cualquier esperanza”.

Lo cierto es que tendría entonces nueve o diez años de edad, repito. Es decir, de dos a tres años de lidia con las revelaciones del mundo externo. Tiempo suficiente quizás para probarme a mí mismo que tenía, o no tenía, con qué afrontar las desilusiones que desde temprano nos depara la vida. Aunque hoy sigo creyendo que demasiado temprano para darme por enterado de que la vida es una mierda.

Fue en esos días que me tocó enterarme de ello por boca del señor Fermín.

Por circunstancias que nunca conocí y que por lo tanto no tengo por qué recordar a efectos de este relato, el señor Fermín se había convertido a la vez en Gerente General y patrocinante de Los Potrillos BBC, el equipo de béisbol de liga menor al que no me propuse pertenecer pero en el que me había ganado un puesto, o eso creía, más que por perseverancia o talento, por el mérito exclusivo de estar ahí.

Tampoco recuerdo si Fermín era nombre de pila o apellido. Pero el señor Fermín se había vuelto importante. Al comienzo sólo éramos un grupo de muchachos que jugábamos caimaneras en una pequeña planicie que había sobrado luego de que se levantaran las quintas de la nueva urbanización. El terreno tenía una geometría más caprichosa que la del Fenway Park, con dos cerritos que lo circundaban en forma de herradura, del left al right pasando por home, concediéndole así un cierto aspecto de anfiteatro. En lugar de un vallado, al fondo se alzaba una barrera de bambúes. Podía decirse que los espigados tallos, además de muralla, también hacían de pista de seguridad, pues estaban justo al borde de una barranca que caía en picado sobre una quebrada.

Un día, sin mayor aviso, llegaron unos obreros a aterrazar las laderas de los cerritos. Hasta un Caterpillar vino para ayudar a definir las gradas de tierra. Pusieron un backstop de rejas y clavaron tres almohadillas y el homeplate. Después conocimos la noticia de que alguien, el mismo que había ordenado las obras, había inscrito el campo y el equipo en una liga de béisbol infantil.

Así apareció el señor Fermín. Supongo que quien trajo la noticia de la inscripción lo conocía. Yo no, hasta entonces. Como les dije, ni menor ni mayor aviso había llegado sobre su existencia al rincón que yo ocupaba. Ese rincón estaba cada vez más escorado hacia la raya del right field, por mera estrategia de sobrevivencia. Yo, que me ponchaba a cada rato, tenía alguna, no sé si destreza , pero sí disposición, para atrapar los batazos elevados. Como, aún así, no sentía mucha confianza por mí mismo, preferí confiar en las leyes de la física, esa física que mi mamá enseñaba. Intuí que no salían muchos batazos hacia el rightfield. Me adueñé de esa posición que, la verdad sea dicha, nadie codiciaba. De forma deliberada me colocaba casi encima de la raya de foul, para no hacerme notar mucho, sobre todo por parte del centerfield, con quien ni por equivocación quería disputarme un globo que transitara por la zona intermedia de los dos jardines. La estrategia funcionó. Apenas me alcanzaron unos cinco flies, de los que cuatro se me cayeron del guante, y sólo uno de esos errores costó un par de carreras. Los demás resultaron inofensivos. Con todo y mis ponches no me hacía notar pero seguía allí, cubriendo el rightfield de Los Potrillos BBC, en las caimaneras y, luego, cuando empezamos a jugar partidos de práctica contra equipos organizados de distintas ligas, por varios meses, en espera del gran día, cuando jugaríamos por fin uniformados nuestro primer encuentro regular.

Aunque antes de eso llegaría el día que supe que la vida es una mierda.

Ese día fue sábado. Todos, jugadores y no jugadores, aspirantes al recién formado equipo, muchos a quienes yo nunca antes había visto, estábamos reunidos en casa del señor Fermín. Le habían llegado los uniformes y esperábamos que los repartiera. Lo que se escuchaba desde el porche de la quinta de estilo colonial, entre columnas abombadas como baobabs y mesas de pantry, era el jaleo de plásticos y cartones rasgados. El señor Fermín, se suponía por los sonidos que venían del maletero de su casa, abría los empaques contenedores donde venían las distintas piezas del uniforme –gorra, camisa, pantalón, una sudadera manga larga, medias tobilleras y de estribo; los spikes los ponía cada quien- para armar el kit de cada jugador. Todos esperábamos el llamado personal: “Fulano, toma; aquí tienes tus vainas”. Los hombres se hablaban con malas palabras.

Mi expectativa personal estaba también un poco teñida de bochorno. Como mi nombre le resultara muy extraño, el señor Fermín había resuelto llamarme “Everest”. No es que me avergonzara del nombre de guerra que me endosó, pero habrá que admitir que un sustantivo personal tan encumbrado no ayudaba mucho a mi propósito primordial de pasar agachado.

Pero nunca más oí el vozarrón del señor Fermín pronunciar ese Everest. Lo que siguió lo recuerdo con esa viscosa sensación de cámara lenta que acompaña a algunas pesadillas.

Desde el otro lado de la pared, todavía invisible, lo que dejó oír el señor Fermín arrojó sobre todos nosotros una sentencia bíblica:

- Ya vamos a empezar con el reparto. Pero les digo: a cada uno, antes de entregarle su paquete, les vamos a revisar la ropa interior. El que tenga los interiores manchados ni tiene uniforme ni juega.

En una fracción de segundo, que en la cámara lenta onírica equivalió a toda una jornada de reflexión, vi con claridad que mi carrera de beisbolista llegaba a su fin.

Para que se entienda mi certeza y no se vaya a atribuir a unas repentinas dotes de clarividente, a estas alturas debo introducir un dato: a los siete años no sólo tuve que aceptar el abandono de mi dulce inconsciencia de párvulo. También renuncié a una prebenda mantuana que extrañamente se reservó para mí en ese hogar de clase media, profesional, liberal, donde me crié: que me limpiaran el culo. Terminaba de defecar y un perentorio “¡ya!” desde la poceta conseguía que nuestra señora de servicio doméstico, una solícita andina, acudiera a realizar la labor. Hasta que algo hizo pensar a mi mamá que en su cronograma del desarrollo infantil, a los siete años de edad, ya no había lugar para semejante práctica.

Así que a mis nueve, diez años de edad, las chapuzas de inexperto que cometía tanto al encargarme de mi razón como al usar el guante de béisbol, también tenían lugar en tan íntima rutina de mantenimiento. A decir verdad, los resultados no siempre eran todo lo prolijos que debían ser, y aunque no podría asegurar que ese día preciso tuviera algo de qué avergonzarme, opté por no arriesgarme en la supuesta revisión.

Me marché. No tuve oportunidad de saber a qué se debía la inesperada condición del chequeo de ropa interior. Hasta entonces nunca tuve evidencias de que el mecenazgo del señor Fermín entrañase un propósito más elevado de formación ciudadana o de promoción de las buenas costumbres. Tampoco, como llegaría a sospechar mucho tiempo después, que sirviese de retorcido pretexto para desvestir muchachitos. A lo mejor sólo fue una fanfarronada, una broma pesada hecha para asustar a los que podía asustar, como yo. Ni tan sólo me quedé para saber si me tocaba un uniforme. Supongo que no. Mi palmarés deportivo no daba para mucho.

Por supuesto, mi amor propio quedó herido. Aunque tampoco voy a exagerar. Sí, me divertía jugar béisbol, sin compromisos campeoniles. Sí, fantaseaba con hacer de Enzo Hernández o Ángel Bravo o José Herrera o, dadas mis limitaciones, de “Pipo” Correa, el eterno suplente de los Tiburones de La Guaira. Pero en ningún momento ambicioné ser un pelotero.

De modo que no fue por esa leve desilusión, vinculada con la mierda de una manera tan explícita, que supe que la vida era una mierda. Lo vine a saber al momento que también supe, unos días después, que el mismo señor Fermín en persona le había dado el uniforme -que era como el matador dándole la alternativa torera al novillero- a Douglas.

Douglas lo merecía por muchas razones. Era el único muchacho del barrio vecino que se había integrado al equipo. Era el único aparentemente pobre y a todas luces negro. Esos logros morales tenían que ver con sus aptitudes deportivas: también era el mejor del equipo. Según las necesidades, jugaba como short, pitcher o centerfield. Cualquiera fuera la posición, eso sí, al batear equivalía a una garantía casi absoluta de jonrón. Su sola presencia en el lineup atemorizaba a los rivales. De hecho, sólo su presencia permitía vislumbrar un equipo de béisbol de entre un grupo de pánfilos de clase media.

El detalle es que Douglas siempre olía a orines. Siempre. Los demás pensamos primero que se trataba de un asunto de mala higiene. Pero el propio Douglas abordó sin tapujos el tema. Dijo que padecía de una condición del organismo que le impedía controlar la micción. Por supuesto, no lo dijo así. Por ese tiempo manejábamos otra clase de vocabulario, fuéramos pobres, menos pobres o no tan ricos.

Una vez, en plenas prácticas, se orinó encima del mismo bluyín desteñido que usaba todos los días. Salió corriendo al baño de la casa adyacente que provisionalmente nos servía como vestuario y cantina. Cuando regresó –húmedos los pantalones por un intento apresurado por lavarlos con jabón de tocador-, explicó con lujo de detalle cómo su condición corría con la culpa del embarazoso –para cualquier otro, pero no, al parecer, para él- episodio. Como colofón definitivo para sancionar, fuera del alcance de cualquier duda, su padecimiento, reveló que en ese mismo instante aún tenía “el pipí inflamado”. Hizo un ademán para mostrarlo. Nadie se ofreció para constatarlo. Todos nos conformamos con creer sin ver. Esa tarde, yo volví a casa con el cuento. Me hice eco de la versión de Douglas. Pero a pesar del color de la anécdota, como que me pareció poca cosa expresar los síntomas con las mismas palabras. Así que hice gala de lo que aprendía en mi colegio privado y narré toda la peripecia, sembrando cierta estupefacción sobre la mesa de cena familiar, al incluir el diagnóstico: Douglas tenía “el pene” –acerté en refinar el léxico- “inflado” –entonces sí que me equivoqué-.

Total que la injusticia escandalizaba: si el control de esfínteres y el cumplimiento de normas de higiene figuraban entre los requisitos para hacer filas en Los Potrillos BBC, Douglas, con todas las de la ley, no podía tomar parte. Aunque, qué va: siguió haciendo de las suyas en varios campeonatos, usando el uniforme del equipo y, supongo, esparciendo sus fragancias de enfermo por los diamantes de la liga infantil.

No podía creer que una regla que se anunciaba tan severa para mí, fuese pasada así por alto para otro. Confieso que tramé distintas venganzas, que nunca llevé a cabo. Pensé también en desprestigiar a Douglas pero, ¿cómo? Era la clase de tipo que se orinaba en medio de un campo de béisbol sin conmoverse. Contra eso no se puede.

Seguí dándole vueltas al asunto por un tiempo, hasta que le perdí la vista a Douglas o al béisbol, no sé, o vino otro rencor a instaurarse en mi ánimo.

Muchos años después tropecé en el diario con una nota de la sección de sucesos. Era sucinta e impersonal como el resto de los partes policiales, más o menos similares, que competían por la página y la atención de los lectores. Reparé en esa nota en particular porque reportaba una muerte por disparos en el barrio vecino al edificio de apartamentos donde viví durante mi infancia. Aparecía la foto de la víctima: sin duda se trataba de Douglas, con dos décadas encima. Como hasta ese día no había tenido noticias de él por los medios –quería decir que no había alcanzado la fama en ligas profesionales-, yo lo hacía bateando pelotas con el fongo a novatos , como coach en alguna de esas granjas de talentos bisoños que hay en provincias. Pero no. Estaba en el tráfico de drogas, me refutaba el expediente de la policía científica. Su muerte se produjo durante “un ajuste de cuentas entre bandas rivales que tratan de controlar los negocios clandestinos” en la zona. En declaraciones quizás no escuetas en su origen pero necesariamente podadas en la redacción para aprovechar el espacio disponible, sus familiares, reunidos frente a la morgue de Bello Monte, pedían justicia para su deudo que, insistían, no se metía en nada raro, era sano; incluso, era deportista.

Sí que era deportista, pensé. Sano, quién sabe; estaba el asunto de la micción.

No sentí que el tiempo me hubiese traído la satisfacción de una revancha tan tardía como desproporcionada, no. Como tampoco sentí pesar. Ya nada de eso tenía que ver conmigo. Pasé la página.