30 de marzo de 2013

Al águila le cayeron moscas

N. de R.: Por segunda ocasión en la vida tuve la fortuna de que Nacho Rodríguez Reyna me invitara a escribir en su buena revista Emeeequis de México DF: Buena porque le pone atención a la escritura, buena por creativa y bien pensada, y sobre todo buena por la persistencia por la que no ha tirado la toalla en seguir avanzando con un modelo propio de negocio que respalde al periodismo independiente. La ocasión, cómo no, fue la muerte de Hugo Chávez. Pero, si bien Nacho me solicitó un texto "cronicado", me temo que lo defraudé con un escrito apresurado que además terminó siendo una reflexión de mesa sobre el legado de Chávez, antes que algo narrativo. Aún así, me interesó subirlo a este sitio, para que funcione como una suerte de ayudamemorias o cuaderno de apuntes, pues tiene dos o tres ideas que me gustaría retomar luego y volver a trabajarlas.




HUGO CHÁVEZ: PARTIDA EN FALSO

El teniente coronel se ha ido, pero algo de él, o mucho, ha quedado en el inconsciente de los venezolanos. Hugo Chávez ha marcado a una sociedad prolija en caudillos y hombres fuertes que lo vio renacer de una intentona de golpe de Estado para convertirse en un redentor o en un demonio, según quién lo diga.

¿Qué tanto, de qué modo y por cuánto tiempo se recordará a Hugo Chávez? Difícil decirlo. Pero bien haríamos los venezolanos en nunca dejar de tenerlo presente.

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Sonará como un episodio del siglo pasado, porque en efecto lo fue: era 1998, durante la primera campaña electoral en la que Hugo Chávez se alzó con la Presidencia de la República. Pero también es cierto que esos 14 años de distancia se sienten como 100, como toda una era. De modo que puedo ser impreciso en los detalles.
Según lo que recuerdo, faltaban entonces poco más de dos meses para las elecciones. Yo asistía a una reunión en las oficinas de un think tank de la Compañía de Jesús, en el centro de Caracas, donde se presentaban los resultados de un estudio de opinión según el cual el triunfo de Chávez parecía ya inevitable.
Entre los invitados se encontraba Ramón J. Velásquez, historiador, periodista, jurista, parlamentario, político ligado al partido socialdemócrata Acción Democrática y ex presidente de emergencia en 1993-94, tras la destitución de Carlos Andrés Pérez. Pero, sobre todo, memoria viviente del país. Fuente y custodio tanto de la Historia con H mayúscula, como de la anécdota nimia sobre el poder y las costumbres.
Próximo ahora a sus 97 años de edad, Velásquez sobrevivió al futuro que en 1998 vaticinaba para el ex teniente coronel, que, en efecto, ganaría la Presidencia de la República en los comicios de diciembre y se estrenaría en el cargo en febrero de 1999.
Al cabo de un análisis repleto de erudición y campechanía, recuerdo que Velásquez dijo que Chávez se le antojaba más el fin de algo que su comienzo, o que en todo caso, representaría una “partida en falso” para una era que estaba —y tal vez todavía esté— por venir.
Ignoro si Velásquez refrendaría su pronóstico en la actualidad. Pero concluido ya cuanto Chávez tenía por hacer sobre la Tierra, me resulta imposible dejar de ver su tránsito por la política como una exacerbación de los rasgos más antiguos de la relación poder-individuo que se estableció en Venezuela desde hace 200 años. Como una estrella que justo antes de morir alcanza su máximo resplandor, el bicentenario de la vida republicana de Venezuela produjo como recordatorio al megacaudillo, la suma de todas las discrecionalidades de las que el taita de una hacienda puede hacerse para repartir premios y sanciones, amplificadas de manera exponencial por la técnica de las comunicaciones y el Potosí de un boom petrolero.
Sé que aún es pronto, sometidos como estamos a la oleada de emociones que la muerte de Chávez causó, para medir con justicia y objetividad su escala histórica.
También es cierto que fue tan copiosa su presencia en los medios y fueron tantas las contradicciones en sus palabras —incluso cuando se refería a su propia vida, la que parecía reescribir en cada intervención pública— que luce posible que cada quien tome fragmentos de sus discursos para armarse un Chávez a la medida.
Con todo, hoy son muchos, quizás la mayoría, quienes dicen que “su” Chávez vino a cambiar a Venezuela para siempre; desde mi perspectiva, en cambio, el recado que portó hablaba de lo contrario. Del peso de lo telúrico, de la carga eterna de unos inmutables que más vale tener a la vista si de verdad se quiere avanzar.
Como un sembrador de cizaña, Chávez avienta a dos sectores de la sociedad venezolana hacia extremos equivalentes. Redentor para unos, demonio para otros. El antiguo teniente coronel del ejército conservó una cualidad de su discurso, la de encender las fibras más irracionales de la fe o del odio en sus audiencias, presas de una experiencia en la que casi nada de lo que se dijera importaba; no, al menos, como el propio hecho de que él se atreviera a decirlo.
Y dudo que tal fuera su intención explícita; no, al menos hasta que tomó conciencia del efecto de exacerbación de las diferencias que esas, sus palabras, generaban y que podía capitalizar para obtener rédito político.
Lo lograba de manera primordialmente intuitiva, en conexión como estaba con algunos de los contenidos básicos de nuestro inconsciente colectivo, el que compartimos sin saber los venezolanos.
Desde que Chávez irrumpió en la escena política, en 1994, recién liberado de dos años de prisión luego de su fallido golpe de Estado, siempre me llamó la atención la facilidad con que a su alrededor brotaban apodos para adjudicarle.
Ya en la academia militar fue Tribilín, Bachaco y El Furia. O consideremos otros motes que quienes eran sus
adversarios dedicaban al comandante hacia finales de su régimen: Chacumbele, El Titán, El Innombrable, El Odiador, El Locutor, Alí Babá (por la corrupción de su equipo gubernamental) o Alí Blablá (por sus interminables peroratas), El Gran Mandón, Esteban, El Repentino, Sabaneitor, Toycurao (mofa a la versión oficial de su recuperación), El Coyote, Agapito, Hugabe, Hugo de Huganda, El Barbarazo, El Comején, Mico-mandante (una alusión racista, que durante su gravedad mutó a El Coma-andante), Boves (por un sanguinario caudillo pro realista de la Guerra de Independencia), Mambrú, El Empeorador, El Presimiente, Chuky, El Pransidente (en referencia a los pranes, denominación en lunfardo de los jefes de la delincuencia local), El Golpista, El Presaliente.
Fueron sobrenombres que en su  momento buscaban subrayar algún aspecto repudiado de la personalidad percibida en el presidente, pero con mayor frecuencia terminaban funcionando como un modo casi supersticioso de evitar el nombre del individuo, propio de quien busca evitar la convocatoria involuntaria de fuerzas oscuras, o de algo muy doloroso. Yo he de admitir que, en más de una ocasión, soñé con Chávez. Nada similar me ha ocurrido no sólo con personajes de la política, sino de cualquier otra esfera de la vida pública en Venezuela. Si éstas no son pistas de que en el subsuelo psíquico algo vibra en especial consonancia con las maneras y los decires de Hugo Chávez, no sé de qué más podrían serlo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Carl Jung hacía notar que quien no fuera alemán, encontraría ridículos los ademanes histriónicos de Hitler y sus consignas vindicatorias. Algo así también se preguntaba, en 1940, un periodista norteamericano, John Günther: “Para millones de honestos alemanes él es sublime, una figura de adoración (…) que los llena de amor, de temor y de éxtasis nacionalista. Para muchos otros alemanes, él es precario y ridículo —un charlatán, un histérico con suerte, un demagogo embustero—. ¿Cuáles son las razones de esta paradoja?”.
Resulta, pues, que para ciertos alemanes, Hitler se refería a cosas profundamente alemanas y de un modo profundamente alemán. Igual que con Chávez, que hablaba de cosas profunda e inconscientemente venezolanas y de un modo venezolano.
Habrá que convenir en que la carrera política del presidente difunto careció de épica. Abundó en lances de suerte, audacias, chanzas. Pero nunca protagonizó un asalto al cuartel de invierno ni se fue al monte como un insurgente. La vez que lo intentó no pasó de allí, del mero intento.
Invirtió años en provocar a los poderes imperiales, que apenas lo tomaron por un spam de la historia, mientras se despachaban a Gaddafi y Hussein. Falleció en la cama, enfermo, una muerte propia de dictadores más otoñales. Entonces, y sin tomar en cuenta la manipulación política del momento, ¿por qué las escenas de histeria colectiva durante su velatorio? ¿Por qué nos sentimos en un instante de epifanía, como si asistiéramos a la colocación de la piedra angular de un nuevo culto?
Las fuerzas opuestas del amor y del aborrecimiento se atraen porque se requieren para constituir una misma unidad, la de la fascinación. En 1938, Thomas Mann se sorprendía al reconocer cómo, sobre ciertas figuras carismáticas, “geniales” —en apariencia buenas para nada, que se sustraen a sí mismas de la formación intelectual o de cualquier oficio concreto—, “una negativa que en el fondo es soberbia, (pues) surge de considerarse a sí mismo demasiado bueno (…) En base a la vaga intuición de que se está reservado para algo totalmente indefinible”, recaen las facultades “para establecer esa vinculación: una elocuencia de pésima calaña, pero efectista para las masas; una herramienta toscamente histérica propia de comediante, con la que hurga en la herida del pueblo, lo conmueve al anunciarle su grandeza ofendida, lo aturde con promesas y convierte la enfermedad anímica de la nación en vehículo de su grandeza”.
Nada cuesta imaginar al Tribilín que nunca habría de trabajar para vivir —como el Hitler vagabundo, pintor fracasado en Viena—, frustrado en sus pretensiones consecutivas de ser pelotero, animador o pintor, hallándose como un oficial gris en el ejército, que de pronto oye la clarinada de lo grande, del absoluto: en 1992 se arroja a un golpe de Estado que, sin lograr su cometido, dio inicio a su proyecto de redención social que quedó trunco con su muerte en 2013.
Fueron 20 años de hablarle al oído al inconsciente venezolano. Cabe concebir al chavismo como un brote de fundamentalismo criollo que reacciona para expulsar el cuerpo extraño del cosmopolitismo que medio siglo de inmigración masiva, democracia formal y opulencia petrolera parecían haber impuesto por vía de los hechos.
Ni éramos tan modernos ni tan abiertos. Vivimos sobre una falla tectónica que se activa de cuando en cuando, pero nunca se extingue. Chávez fue la carga explosiva que de nuevo la puso en movimiento. Una Venezuela que busque desarrollarse debe primero aprender a vivir con ella e integrarla a cualquier proyecto de sociedad que pretenda ser viable.
La fascinación por el hombre fuerte y redentor es una característica esencialmente venezolana. Distinguiendo entre andinos, ya a principios del siglo XIX Bolívar hizo un diagnóstico: “Quito es un convento, Bogotá es una universidad y Caracas es un cuartel”. Nuestra tradición de hombres fuertes que arrebatan y reparten a su voluntad es larga  y parece que no concluye con Hugo Chávez. Pero no por reiterativa, la expresión que el militar llanero encarnó deja de ser interesante y trascendental.
Como decía con algo de humor negro el filósofo Fernando Mires en reciente artículo, la historia se cumple como tragedia y se repite como telenovela: con la paráfrasis de Marx alude al caso de Chávez, cuya parábola de gloria y tragedia sigue la estructura y tono melodramáticos de un guión con regusto caribeño.
¿Qué tanto, de qué modo y por cuánto tiempo se recordará a Hugo Chávez? Difícil decirlo. Pero bien haríamos los venezolanos en nunca dejar de tenerlo presente y de reflexionar en torno a la experiencia que hemos tenido con él al poder y seguiremos teniendo con su legado, que no fue el del hombre nuevo sino el de nuestras viejas pasiones otra vez vigentes.
El costo de dejar de tenerlo a la vista será, de seguro, la reincidencia en una historia, la misma de nunca acabar.



Si de Chávez los deseos se cumplieran...

N. de R.: Desde diciembre de 2012 a la fecha me viene tocando escribir despachos para El País de Madrid, un diario señero del periodismo en castellano. El período coincidió con la agonía y fallecimiento del presidente Chávez, personaje que por 14 años reclamó la atención del mundo entero, con un éxito de mediano a grande. También coincidió con el malhadado incidente de la foto trucha del comandante en terapia intensiva, publicada durante media hora en su website y en algunas de las ediciones impresas del diario español, incidente en el que tuve una participación apenas tangencial, tal como quedó aclarado en un reportaje de José María Irujo y Joseba Elola (http://internacional.elpais.com/internacional/2013/01/26/actualidad/1359234203_875647.html). Entre las cosas que envié, mayormente notas de día, hice este texto desde Barinas, en los llanos occidentales de Venezuela, patria chica de los Chávez y, al día de hoy, una especie de parque temático de la familia. La comarca está infestada de grandes temas para investigar por los que atraviesan el nepotismo, la corrupción administrativa, el crimen organizado y el abuso de poder. Por lo pronto, esta crónica, que se publicó dos días antes del anuncio de la muerte de Chávez, le siguió la pista a un rumor sobre el paradaro del líder revolucionario cuyo rastro, solamente, permitió a la vez iluminar algunas zonas por lo general ocultas sobre el manejo discrecional de los recursos públicos por parte de la familia presidencial. Además, recoge un deseo de mal disimulado orgullo estadal, que parece coincidir con los deseos expresados en vida por Chávez: que lo enterraran en los llanos. Hasta ahora, ha sido un deseo postergado por los imperativos de la política.

Viaje al epicentro del chavismo

Barinas, su región natal, es un escenario clave en la evolución personal y política del caudillo y en las intrigas familiares que sostienen su poder

¿Dónde está Chávez? La pregunta que recorre Venezuela halla una respuesta casi unánime entre las personas mejor informadas de Barinas, el estado natal del presidente: la Hacienda Las Matas.
Se trata de un predio de 500 hectáreas a unos 40 kilómetros de la ciudad de Barinas, la capital homónima de la provincia. Durante muchos años su propietario fue David Coirán, empresario y expresidente de la empresa eléctrica del Estado Cadafe durante el segundo Gobierno del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez (1989-1992). Coirán hizo de la finca uno de los centros pioneros de la cría de búfalos. Pero en 2009 la vendió y terminó en poder de PDVSA, la empresa petrolera estatal.
Bajo la gestión de la empresa petrolera, Las Matas dejó de ser productiva. De hecho, se convirtió en coto de veraneo de la familia Chávez. Se hicieron mejoras en las cuatro casas que había. Se agregó un helipuerto con balizaje nocturno y un camino asfaltado. El año pasado, el propio presidente solicitó una nueva remodelación, que incluía la construcción de una sala clínica con equipos médicos. Tal vez fuera cierto que el líder revolucionario contemplara la posibilidad de retirarse a completar su convalecencia aquí. De la querencia que desarrolló por el lugar habla con elocuencia el hecho de que las dos últimas veces que visitó Barinas, en 2012, optó por hospedarse en la hacienda, en lugar de la finca familiar, La Chavera, o de la residencia del gobernador, su hermano Adán Chávez.
Sin embargo, en su más reciente paso por el terruño, el anhelo del ex teniente coronel se vio empañado por una contrariedad: las obras de reforma no fueron de su agrado. Reconvino con acritud a Pedro Jiménez Giusti, a quien se las había encargado. Jiménez Giusti es un paisano barinés, excapitán del ejército que dejó las armas tras participar en la asonada golpista comandada en 1992 por Chávez para derrocar el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Luego se reconvirtió en gerente de PDVSA.
El río Santo Domingo bordea el linde oriental del cortijo, que por otro costado comparte vallado con el contiguo Hato Corocito, que pertenece al exministro del Interior y actual gobernador del Estado de Guárico, Ramón Rodríguez Chacín.
Rodríguez Chacín es un exoficial de la Armada que formó parte de los comandos de élite que en los años ochenta se enfrentaban a las guerrillas colombianas activas en la frontera suroeste de Venezuela. Con el tiempo, los meandros del destino dieron un raro giro y pusieron al capitán de navío, ya en retiro, a congeniar con sus antiguos enemigos. Hoy se le conoce como uno de los interlocutores oficiosos del chavismo con las FARC colombianas. En 2008 le tocó representar al Gobierno venezolano en la operación para recibir en territorio colombiano la liberación de una de las rehenes más famosas de las FARC, Clara Rojas.
Fue en el Hato Corocito de Rodríguez Chacín donde Tirofijo y Mono Jojoy —el primero, fundador de las FARC, y ambos comandantes ya desaparecidos de la guerrilla colombiana— se hospedaron para reunirse con Chávez entre 2006 y 2008.
Las afueras de la Hacienda Las Matas mostraban este jueves un panorama de tranquilidad. No había ni guardias ni alcabalas. Una cuadrilla de obreros de la petrolera PDVSA hacía trabajos en la carretera colindante que conduce hasta el área de producción de San Silvestre. Los lugareños relatan que cada vez que el presidente Chávez llega, se nota mucho movimiento de helicópteros y tropas. Pero en estos días nada así se ha registrado.
Aunque es posible que el presidente Chávez haya dejado su corazón enterrado en Las Matas, no parece que pase su convalecencia aquí. El rumor, que contradice las versiones oficiales que lo tienen en una habitación del Hospital Militar de Caracas, no se corresponde con los hechos.
Quizá, en cambio, sea la expresión de un deseo local: los barineses están convencidos de que su región desempeñará un papel protagónico en el desenlace de la historia de intrigas en que se convirtió la salud de Chávez desde su operación de cáncer en La Habana, el 11 de diciembre pasado, y su posterior gravedad, reconocida a regañadientes y cuentagotas por su Gobierno.
En Barinas, a pocos se les escapan detalles del entorno que alimentan todo tipo de teorías de conspiración. Por ejemplo, ¿por qué los padres del comandante Chávez, el exgobernador Hugo de los Reyes Chávez y Elena Frías, permanecen en la capital de provincia en vez de estar al lado del enfermo en Caracas? El padre, el maestro Chávez, debió operarse por una apendicitis en el Hospital Militar de Caracas apenas unos días antes del regreso de su hijo mártir. ¿Por qué no lo esperó allá? ¿Y qué decir de Narciso Chávez, Nacho, uno de los hermanos menores del presidente? Sigue en una suerte de exilio interior en Barinitas, una población justo al piedemonte andino, luego de que durante la reciente campaña electoral figurara como una especie de ayuda de cámara del candidato-presidente.
También se espera que la enfermedad del presidente obre otro milagro: la reconciliación entre Adán y Argenis, dos de los hermanos de Chávez. Desde hace algún tiempo libran una batalla campal por el control político del Estado, batalla que por ahora gana Adán, actual gobernador de Barinas por segundo periodo consecutivo. Argenis fue el hombre fuerte durante la administración del patriarca, Hugo de los Reyes, de 80 años de edad, gobernador de 1999 a 2008. Pero cuando el mandato del padre expiró, Hugo Chávez desatendió las aspiraciones de Argenis e impuso como sucesor a Adán, su hermano mayor, exministro y exembajador en Cuba, quien adoctrinó al presidente en materia política.
Desde su despacho, Adán se ocupó de desalojar a todos los fieles de Argenis: funcionarios, contratistas, operadores, informantes. Hugo tampoco se llevaba bien con Argenis, trasladado desde 2011 a Caracas para hacerse cargo de una de las áreas de gestión más deficientes del Gobierno chavista, el suministro eléctrico. El díscolo hermano le dejó un moretón en el ojo al presidente en 2002 al final de una discusión.
“Ellos pelean en la política, pero se respetan en familia”, asegura Antonio Bastidas, exdiputado y dirigente del opositor Un Nuevo Tiempo (UNT) en Barinas. Bastidas compartió en su juventud con los Chávez, vecinos en la urbanización Rodríguez Domínguez de la capital regional. “Argenis al final va a morir con la familia”, apuesta Bastidas, “y yo estoy seguro de que los Chávez se van a convertir en una tercera corriente dentro del chavismo, distinta de las de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello; después de todo, ¿quién más puede decir que tiene la sangre del líder?”.
El vaticinio abarca también a Aníbal Chávez, otro hermano del presidente con quien mantuvo diferencias. Hoy es alcalde de Sabaneta por el gubernamental Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), a pesar de que en 1992 fue expulsado del MBR200, el movimiento cívico-militar que, con base en una logia castrense, sirvió de plataforma para el fallido golpe de ese año. ¿El motivo de la sanción? Que Aníbal aceptó ese año el cargo de director de Educación en la gobernación del democristiano Gerhard Cartay.
Sabaneta, a 25 kilómetros al noreste de Barinas, es la Jerusalén de la revolución. Allí nació Chávez y vivió su infancia. Es un baluarte familiar, y las obras públicas más importantes con que el presidente buscó engalanarlo rinden homenaje a la estirpe. En la céntrica esquina donde estuvo la casa de paredes de barro y piso de tierra donde Chávez se crió, ahora se levanta un modélico centro de educación preescolar bautizado Mamá Rosa, en recuerdo de la abuela paterna del líder. La única calle nueva que se construyó lleva el nombre de Pedro Pérez Delgado, Maisanta, un legendario caudillo de montoneras del principio del siglo XX, antepasado de Chávez.
No debería extrañar entonces que Sabaneta vuelva a ser la zona cero del culto al presidente. “Hugo Chávez entregó la vida por esto y si se levanta va a seguir en la lucha”, dice en la plaza de Bolívar de Sabaneta Alfredo Aldana, uno de los más fervientes seguidores de Chávez, exentrenador deportivo, que formó parte del séquito de seguridad del presidente cuando este se presentó por primera vez como candidato, en 1998. “Un Hugo Chávez solo nace cada 100 años”.
Telma Torres es una novia de juventud del comandante. No tiene empacho en confesar que, casado Chávez en primeras nupcias con Nancy Colmenares y ella misma también en matrimonio, el entonces oficial del ejército siguió buscándola: “Yo le marqué en el amor”.
A Telma Torres, un jovencísimo Chávez le prometió una vez “que iba a ser ministro de la Defensa”. Aldana, por su parte, una vez presenció cómo el futuro presidente, que venía a la banca luego de jugar béisbol bajo la canícula llanera, encontró que no había agua para refrescarse, tiró al piso el envase vacío y juró con ira que “algún día sería alguien importante para que no siguieran pasando cosas así”.
Un cierto sentido de la predestinación atraviesa la parábola de Hugo Chávez en Sabaneta. Aunque no quiere decir que desde siempre se venerara su memoria con anticipación. Ricardo Aro, un memorioso militante de izquierda, recuerda que en 1986 Chávez, para la fecha capitán del ejército y comandante de un batallón acantonado en la población de Elorza, en el Estado de Apure, organizó una cabalgata de 500 kilómetros desde ese pueblo hasta el campo de Carabobo, para seguir el trayecto que 165 años antes había hecho el prócer independentista José Antonio Páez con sus lanceros. Cuando pasó por su Sabaneta natal, Chávez enterró en plena plaza de Bolívar una cápsula del tiempo que, dentro de un cilindro metálico, contenía un mensaje conmemorativo de la parada. Con las obras de remodelación posteriores en la plaza, el pergamino fue a dar a un botadero de basura, de donde lo rescató Israel Chávez, otro primo del militar.