16 de diciembre de 2009

El rapto de la odalisca


N. de R.: El pasado 29 noviembre de 2009 tuve la suerte de apadrinar el lanzamiento de "El rapto de la Odalisca", la investigación hecha por la periodista Marianela Balbi sobre la desaparición, entre extraña y cómica, de un cuadro de Matisse de las bóvedas del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. El libro lo editó el sello Aguilar, del grupo Santillana. A continuación, las palabras que en la ocasión, celebrada en la Librería Kalathos de Caracas, pronuncié.

TRABAJO DE DESTILACIÓN VERDADERA

Podemos decir que hoy nos convoca una ausente. Es la Odalisca con pantalón rojo que Matisse pintó en 1925 y cuyo paradero se desconoce desde, al menos, 2002. No necesariamente era de las principales obras del artista francés, ni siquiera entre su serie de Odaliscas. Su destino marcado como pieza de segundo orden pareció confirmarse cuando en los años 80 se incorporó a la colección de un museo del tercer mundo… Aunque con ínfulas del primero.

La mala estrella de la pintura la acompañó hasta 2002, cuando se difundió la noticia de su suplantación por un trucho en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Resulta que por esos días se empezaba a librar la que debía ser la madre de todas las batallas de nuestra confrontación política, el llamado paro petrolero o sabotaje, según fuera el bando desde el que se hablaba. De modo que el pobre lienzo, que ya para entonces había sufrido, según diversos testimonios, la ignominia de ser desprendido de su marco original para que lo engraparan a un bastidor burdo, apenas consiguió ser una información de relleno, casi un caliche, para la gran prensa venezolana. Fue alimento sólo por unos días de los circuitos de chismes y trascendidos de Internet.

Supongo que quienes por sus acciones, complicidad u omisiones, fueron y son los responsables de la sustracción de la obra de la bóveda del museo, daban por descontado, con alivio, la frágil vocación de nuestro periodismo por la investigación. Si los órganos jurisdiccionales no daban con la pista para resolver el caso, calcularían, mucho menos nuestro periodismo, supuesto perro guardián del interés público, que desde hace algunos años en Venezuela evolucionó a una mascota muy domesticada.

Pero es aquí donde entra a escena nuestra heroína, para efectos de esta presentación, nuestra querida amiga y colega, para todos los demás efectos. No contaban con Marianela Balbi. Ni con su astucia ni tampoco con su olfato periodístico.

Una vez pregunté a John Dinges, el famoso reportero del Washington Post de los tiempos de Woodward y Bernstein, y hoy profesor de la Universidad de Columbia, qué caracterizaba a un periodista de investigación. Después de algunas consideraciones generales, me respondió lo siguiente: “Es un hecho que de cada cien periodistas sólo diez hacen periodismo de investigación, y otros diez o quince pudieron haberlo hecho de haber tenido la oportunidad, pero también es cierto que cincuenta de ellos no reconocerían un tema de investigación aún si los golpearas en la cara”. La diferencia de esos cincuenta con el puñado de reporteros que investigan temas periodísticos estriba en el olfato. Ese saber identificar una historia que probablemente se conecte con las andanzas ocultas del poder.

Marianela hace gala de su olfato periodístico con esta investigación que entrega. Qué duda cabe de que se encontraba en desventaja para cubrir desde su quehacer diario un tema que, en cambio, pasaba todos los días por las narices de los reporteros de la fuente cultural, quienes, sin embargo, a pesar de que se dedican a seguirle el pulso a la actividad, no hallaron ni la motivación ni el sentido del deber para continuar con esta historia. Marianela sí, por suerte para la Odalisca desaparecida y para nosotros, sus lectores y conciudadanos.

Tengo también por algo especialmente meritorio el compromiso con que Marianela supo hacerse la oportunidad de investigar. En ese sentido, El rapto de la Odalisca, el libro que hoy tenemos en nuestras manos, constituye un verdadero triunfo de la perseverancia.

Por años he oído a grandes periodistas de investigación en América Latina, hablar sobre un método que técnicamente llaman Reportería a dos velocidades. Les ahorro los detalles de la metodología. Pero, presuntamente, se trata de un sistema que permite a un reportero sacar el trabajo diario, de poca monta investigativa, que sus medios o fuentes les exigen, pero dejando el espacio necesario para que, de manera simultánea, pueda abordar los temas de largo aliento que sean de su interés y requieran de un tratamiento más minucioso.

Pues bien: nunca he visto desplegar esa reportería de dos velocidades de un modo tan efectivo e intuitivo como Marianela en el seguimiento de la pista de la Odalisca de Matisse. Con el mérito especial de que la primera velocidad de Marianela no tiene que ver con el periodismo, cosa que le hubiese facilitado su investigación, sino que la hace lidiar con su actividad productiva cotidiana, más vinculada a la comunicación corporativa. Cómo hizo Marianela para armonizar esas dedicaciones y llegar a resultados, es algo que yo quisiera aprender.

También por años oí a Marianela hablar de este proyecto. La imagino por entonces entendiéndose con una historia tan compleja y de elenco tan amplio como ésta; con las dificultades de acceso a la información que predominan en este país; con la indiferencia, cuando no la abierta renuencia, de los funcionarios culturales que habrían de ser sus fuentes y que, validos de la prepotencia compartida por autoridades tanto de la Cuarta y de la Quinta República, manejaron y siguen manejando el patrimonio tangible de la cultura como meros trofeos de su poder personal; incluso, la imagino lidiando con el escepticismo de sus pares, los periodistas.

Por suerte, repito, Marianela persistió. Su perseverancia no es sólo cosa de agradecer por nosotros, los ciudadanos, a quien ella rinde cuentas sobre un asunto de interés público que otros, en buena ley, deberían reportar. Tengo la impresión de que la persistencia de Marianela es una lección para nuestra prensa, siempre tan liviana, dada al comentario, presta a seguir, atolondrada, el carrusel de escándalos que se suceden día a día y que ponen en la misma escala, de manera engañosa, temas de gran calado con la última declaración del presidente Chávez o un chisme de palacio.

Así fue como llegó el momento en que hubo un primer borrador del libro. Una de esas versiones iniciales, muy parecida a la que hoy se presenta como libro, cayó en mis manos.

Espero que Marianela me perdone la siguiente infidencia. Pero me consta que entonces a ella le inquietaba que su trabajo de años cristalizara en un texto tan conciso, con segmentos breves, casi brutalmente al grano.

Recordé entonces una anécdota que nunca he sabido si es apócrifa, pero que se atribuye a Abraham Lincoln. Parece que el presidente que enfrentó la más grave crisis de los Estados Unidos, autor de algunas de las piezas de oratoria más importantes de la era contemporánea, una vez escribió a un amigo en una carta lo siguiente: “Si hubiera tenido más tiempo, habría escrito una carta más corta”. En el aparente contrasentido de la frase, Lincoln, si acaso fue Lincoln, rendía tributo al trabajo más exigente de la escritura y en general de toda exposición de ideas, que es el trabajo de la eficacia. El de concentrar el empeño no en más cantidad, sino en la poda y el cincelado de las palabras y las ideas que desemboca en una mayor calidad.

Con este ejemplo en mente, y luego de leer ese primer borrador y la edición ya oficial de El rapto de la Odalisca, me siento en condiciones de concluir que esa brevedad que por un momento preocupó a nuestra autora, en realidad es el producto de un verdadero proceso de destilación.

Marianela hizo un esfuerzo reconocible a lo largo del texto por llegar a la verdad desnuda, esencial y comprobable, a los hechos y nada más que los hechos. Verán acá una historia despojada de juicios de valor, que sólo ofrece certezas fundadas en documentos y testimonios cruzados. Estoy seguro de que Marianela, como todos los buenos periodistas del género, no echó aquí el resto, que sabe más de lo que en el libro aparece, pero que se ha dejado guardado aquello que, aún conociéndolo, no pudo comprobar de manera fehaciente. Además, lo que sabe y comprobó ha querido contárnoslo sin recurrir a esos adjetivos que con frecuencia no embellecen el texto y que suelen, en cambio, llevar zozobra a la redacción de meritorios esfuerzos de reportería, haciéndolos parecer en cambio obras del ensañamiento contra un funcionario o una figura pública.

No quiero extenderme más en elogios que probablemente palidezcan frente al placer o el asombro que les va a deparar la experiencia real de lectura de El rapto de la Odalisca. He querido hacer unos reconocimientos mínimos y necesarios a Marianela Balbi.

Así que para terminar, sólo me queda compartir el regocijo, acaso un tanto pérfido, lo confieso, de imaginarme a todos aquellos que, repito, por acción, complicidad deliberada u omisión, fueron responsables de la pérdida, ojalá que temporal, de nuestra Odalisca con Pantalón Rojo. La tranquilidad de esos monstruos sagrados de la gerencia cultural, de esos traders del mercado del arte, perturbada ahora por la investigación responsable y el poder de la palabra blandida por una simple reportera. Seguro que se están poniendo nerviosos.

Se trata de un regocijo apenas menor que la renovada confianza de saber que, gracias al trabajo de Marianela, la Odalisca, todavía cautiva en su misterioso retén, vuelve a recobrar su capacidad para cautivarnos, si no con su serena belleza, sí con su historia de extravíos y verdades a medias. Una historia que Marianela Balbi ha hecho más difícil de olvidar, por lo menos, hasta que llegue el día, ojalá no tan lejano, de la justicia reparadora, de la restitución del cuadro de Matisse a sus verdaderos dueños, que somos los venezolanos, y la condena para los responsables.

Muchas gracias a todos y éxitos para Marianela y su libro.

Come back imposible


N. de R. : Recientemente, en una alusión inusitada, el presidente Hugo Chávez hizo menciones amables para Eduardo Fernández, el candidato presidencial democristiano que durante los años 80 no consiguió pasar de su estado de permanente inminencia. Chávez dijo que desearía tener un adversario así. Como en un juego a dos bandas, al día siguiente, Fernández respondió en Venevisión con el despliegue de sus incuestionables credenciales antichavistas, ¡no fueran a pensar mal de él!

El episodio me ayudó, en todo caso, a recordar un cruce inesperado que tuve con Fernández en mi reportería de deportes, del que resultó una crónica que a continuación publico.

Era 1988. Fernández se enfrentaba , como candidato del partido Copei, a Carlos Andrés Pérez, de Acción Democrática, en la campaña por la disputa de la presidencia.

También ese año ocurrió otro evento sin precedentes. En la final del campeonato venezolano de béisbol profesional –el espectáculo más popular del país- se encontraron, por primera vez en esas instancias, los Leones del Caracas y los Tigres de Aragua. Un duelo de felinos. Aunque –como se lee en el texto- apenas empezaba el Año Chino del Dragón, parecía el Año del Gato de Al Stewart. Nada más auspicioso podía pasar para Fernández, conocido desde un tiempo atrás por el mote de “El Tigre”.

Por entonces yo completaba un par de meses en la fuente deportiva, a la que había ido a parar como parte de un exilio forzado. Hasta noviembre de 1987, yo había formado parte de la plantilla del magazine dominical “Feriado” de El Nacional, una especie de publicación de culto durante esa década por su estilo rompedor. Pero al apenas llegar un nuevo tren directivo al diario, que al parecer encontraba ese magazine como una fuente de dolores de cabeza, empezó una suerte de sitio contra su equipo.

Yo fui enviado a la sección de deportes. El pretendido castigo, sin embargo, resultó un alivio. A mí me gustaban los deportes. De hecho, creo que una de las motivaciones más fuertes que tuve para entrar al periodismo estuvo en la evocación de esas buenas tardes que yo pasaba, al regresar de mi colegio, leyendo las crónicas de Rodolfo José Mauriello o de Jesús Cova –quien terminó siendo mi jefe- en las páginas deportivas de El Nacional. Yo quería producir algo así.

Como casi cualquier venezolano sabe, los juegos dominicales –entonces, a horas matutinas- del béisbol venezolano son un verdadero ritual colectivo. También lo sabían Cova y los periodistas de la sección deportiva, por supuesto. Así que cada domingo enviaban a un reportero a hacer una “nota de ambiente”, que junto a la reseña del partido, recogiera esas expresiones de fervor, ingenio popular y fanatismo que sólo se dan en la atmósfera del estadio de pelota, pero que rara vez aparecen en las notas de deporte (aún siendo parte sustantiva de la experiencia del béisbol).

Ese 25 de enero de 1988, a mí me tocó ir a hacer esa crónica. No me esperaba que el juego se convertiría en un remedo de mitin político. Pero, por suerte, fue así. La verdad es que me sentía intimidado por mi propia ignorancia acerca de cómo hacer para entrar de manera oportuna al vestidor de los peloteros, formular las preguntas adecuadas, etc. Gracias a la presencia de tantas figuras de la política, y las reacciones que generaron, me bastó una historia de tribunas.

Por cierto, días después apareció un chisme en la columna “Péndulo” de la revista Zeta. Según el trascendido, a raíz de esta nota, la jefa de prensa de Fernández y ex reportera de El Nacional, Elena Block, llamó al diario a quejarse ante el editor, Miguel Henrique Otero. Interpretaron que el tono de la crónica podía ser reflejo de una supuesta postura editorial en contra del candidato.

Al rescatarla, la nota –con algunas ediciones, necesarias, creo, para que se entiendan ciertas referencias de la época y eliminar, de paso, varias oraciones de relleno propias del cierre de página de un domingo por la tarde- se me hace interesante porque su sorna más o menos deliberada refleja ese rencor pueril que para la fecha guardábamos ciudadanos y periodistas contra los partidos del establishment y que ya casi no hacíamos esfuerzo por contener.

Por último, revela algunos puntos posibles de coincidencia entre las carreras, por otro lado contrapuesta, de Chávez y Fernández: ambos querían ser peloteros, ambos encarnaron un supuesto propósito de “restar solemnidad” a la presidencia de la República, y ambos enarbolaron la consigna genérica del “cambio” como promesa de campaña.

…Y UN TIGRE SE EMBASÓ POR ERROR

Una multitud siempre será una multitud, un aforismo simple y lapidario que debería extinguir las “asombradas” reseñas de actos colectivos: la masa actuando con irracionalidad y al unísono en conciertos de rock, mítines políticos y eventos deportivos.

La prevención es más válida tratándose del béisbol profesional venezolano. Con su ritual eterno: las notas siempre gloriosas del Himno Nacional, los vendedores de cerveza con su picardía de siempre, la silbatina algo burlona para Leonardo Hernández en la tercera base del Caracas, los managers de tribuna de siempre, la invariable puesta en escena de la pelota donde todo cambia para ser siempre lo mismo.

Premisa errada. Y antinacionalista, por lo demás. Porque deja de lado y subestima la capacidad de superación del pueblo venezolano. ¡Cómo no encontrar condimentos suficientes para una crónica entre un público conformado por ciudadanos que, ante el reto de obsequiarse un gobierno más desastroso que el del Sierra Nevada y la Gran Venezuela, pudieron parir al empedernido comedor de Torontos!

Desde luego, esta digresión politiquera lucirá como un insoportable desliz que salpica la reseña deportiva. Ni modo: su pertinencia empezó a ser cierta desde el momento en que, ayer, dos automóviles Mercedes Benz y sus escoltas amarillas dejaron frente al Estadio Universitario al ministro de Relaciones Interiores, José Ángel Ciliberto, con su comitiva. O desde el instante en que -¡vaya ducha de multitudes!- el candidato socialcristiano Eduardo El Tigre Fernández, su señora, y parte de su huella genealógica en esta tierra, se ubicaron en las silletas de la sección izquierda de la tribuna central.

No es sólo del Dragón -que no del Tigre- este año, sino también de elecciones, por lo que, cómo dudarlo, el primer encuentro de la serie final entre Tigres de Aragua y Leones del Caracas fue –y así lo entendieron todos los presentes- una encuesta ómnibus de Gallup en grande y regada con Pilsen.

También pudo tomarse por una representación de la bipolaridad comicial venezolana. Pugnacidad que, sin embargo, no estaba presente de manera espontánea en los graderíos, copados por seguidores de los Leones en una final atípica como lo puede ser Aragua contra Caracas. Apenas en un trecho de la tribuna derecha se refugiaban unos pocos seguidores de los Tigres –identificables con sus gorras rojas-, reforzados en vano por grupos de tiburones, magallaneros y cardenales movilizados por los rescoldos del reconcomio anticaraquista.

A falta de movimientos de carreras sobre el diamante de juego, la atención se centraba de manera intermitente en los políticos presentes. En el ínterin, el banco de Eduardo Fernández había derivado en privado de consulta –o despacho de comisión de enlace, si se atiende a los pronósticos optimistas de su comando de campaña-, por el que desfilaban locuaces vendedores de cerveza, deportistas, periodistas.

David Concepción, El tigre mayor, se ponchaba parado cuando hablamos con su congénere.

-En mi juventud- recordó Fernández con algo de nostalgia, pero también de anécdota preparada-, yo jugaba segunda base. Y lo hacía bien. Tengo la idea de que, cuando me metí a político, el béisbol perdió una figura que bien pudiera haber actuado en otros escenarios.

- ¿Envidia a los peloteros?

- Sí, claro.

- A ellos los aclaman. En cambio, a los políticos los pitan.

- ¿Quién te dijo eso? Ayer estuve en San Cristóbal, en la Plaza de Toros, y oí muchos más aplausos que rechiflas. Incluso, uno de los diarios más importantes de la ciudad, El Pueblo, dijo que ningún torero había vencido, sino que el triunfador de la tarde era Eduardo Fernández.

Poco después, la realidad daría un pírrico respaldo a las palabras de Fernández: no lo abuchearon, pero tampoco lo aplaudieron. En cambio, tuvo que capear una tromba de gritos de “¡Gocho, gocho, gocho!”, que aclamaban al ausente ex presidente y de nuevo candidato de Acción Democrática, Carlos Andrés Pérez.

Una risa de circunstancia, y un sorbo de cerveza, sirvieron para pasar el trance.

-En esta final no voy por ningún equipo en especial, porque yo soy felino.

- En su comando deben estar muy contentos, ¿no? Jamás soñaron con una final tan propicia para su lema de campaña y su nombre de guerra.

- Por supuesto que no. Además, los Tigres comenzaron muy débiles en la temporada, pero demostraron que tigre es tigre y que al final saca sus garras. En todo caso, estoy ganando de todas, todas, porque no veo ningún equipo gocho en el estadio.

- Estadio en el que usted está sentado, como cualquier parroquiano, con su cerveza en la mano, en guayabera…

- …Y gozando una bola. El que yo sea político y candidato no me puede inhibir de venir un domingo con mi familia a disfrutar de una partida. Espero venir el próximo año como Presidente Electo, porque me propongo restar solemnidad al cargo.

Algunos rezongaban por los pasillos, molestos, por la manipulación electorera del espectáculo deportivo: “¡Esos nunca vienen al estadio!”. Parecían no comprender que pocas cosas tan cercanas al mundillo político como la peña beisbolera.

Ambas son esferas de arcanos. Tenemos esas columnas de chismes políticos, por ejemplo, donde un doctor Tal aparece diciendo un refrán que suscita miradas de complicidad entre los “entendidos”; algo estará revelando en un código exclusivo para iniciados. Bueno: en el béisbol es igual.

Un manager (en realidad, un idiota, visto desde las tribunas) se “traga” una base por bolas intencional para que después lo castiguen con un hit. Entonces saldrá un avispado a decir: “Así es el béisbol”. Y si apela a otra máxima, como alguna de Yogi Berra, los vítores no se harán esperar. En fin, cada quien se mueve en su ghetto.

El que no se movía de su butaca era el ministro Ciliberto, flanqueado por un también adusto senador Armando Sánchez Bueno. Ambos lucían paralizados, como la toletería caraquista, lo que hizo sospechar que el titular del MRI ligaba a los Leones. Pava ineludible. Hipótesis, de cualquier manera difícil de corroborar, porque al acercarme al palco presidencial aparecía un malencarado miembro de la Guardia de Honor y…

-…No se puede molestar al ministro durante el partido.

-Pero no le vamos a hablar de política. Sólo de béisbol.

-Que no se puede molestar al ministro cuando viene al estadio. Quiere disfrutar del juego.

-Está bien. Avísele que lo queremos entrevistar y, si se niega, nada que hacer…

-No se puede. Si voy y le pregunto, me toca una llamada de atención.

Evidentemente, el escolta era de los Cardenales. Por lo obstinado, digo.

El runrún político-peloteril encontró un desenlace en el octavo inning. Omar Vizquel se cayó al buscar una rolata por el campocorto y permitió que el corredor, su colega y rival David Concepción, anclara en la antesala. “Claro, tenía que ser un rockero”, señaló un fanático enardecido al torpedero capitalino.

De seguidas, un machucón permitió a Concepción anotar la única rayita del partido.

Los seguidores tigreros, exaltados, sabiéndose ganadores con una sola carrera a esa avanzada fase del juego, empezaron a corear: “¡Tigres, tigres!”. Lo hicieron con una pronunciación ambigua, poco clara, como para que la “s” final se diluyera y todo pareciera una aclamación para Fernández, el ex delfín de Caldera transmutado en felino.

Eduardo Fernández, apostado entonces en el palco de la prensa, se tomó el bullicio para sí. Perón asomado al balcón de la Casa Rosada, el chico de los socialcristianos alzó los brazos para solazarse en la equivocada glorias de unas consignas en verdad destinadas a David Concepción y al lanzador Steve Ziem , antes que a él. Pero, como pudo, su pedazo de multitud usufructó.

Ahora, siendo Carlos Andrés Pérez fan del Magallanes y Teddy Pecón de La Guaira, ¿quién más se asoma al estadio? ¿Con su natural timidez, acaso esperará Edmundo Chirinos, ex rector universitario y candidato presidencial del Partido Comunista, hasta la Serie del Caribe?

12 de diciembre de 2009

La dictadura de Tío Conejo


N. de R.: Entre 2003 y 2004, estuve a cargo, como colaborador, de la entrevista dominical del diario El Nacional de Caracas. Habré hecho como medio centenar de entregas, hasta que me cansé, creo, más del propio género de la entrevista que del espacio que se me brindaba semana a semana.

Por entonces me parecía que la entrevista atravesaba una especie de hipertrofia en los medios venezolanos. Entrecomillar una declaración ajena a veces permitía a la denominada “gran prensa” opositora difundir una versión que de otra manera nunca se animaría a suscribir por su propia cuenta periodística.

Por fortuna, se me propuso evitar a los voceros de la escena política más beligerante. En cambio, debía recoger los testimonios de venezolanos no del todo conocidos pero que, desde sus respectivas trincheras de especialización, estuvieran en capacidad y disposición para brindar luces al análisis de la crisis venezolana y su coyuntura, que por esos días terminaba de pasar por uno de sus apogeos, la huelga petrolera de diciembre de 2002 a febrero de 2003.

Con ese empeño entre ceja y ceja, recuerdo haber sostenido diálogos muy enriquecedores –quizás más para mí que para los lectores- con personalidades como Carlota Pérez, una venezolana con un trabajo internacionalmente reconocido acerca de la transformación tecnológica; con Rafael Popper, otro compatriota, casi imberbe, que sin embargo viene desarrollando desde Europa una labor importantísima de prospectiva; o con Fernando Coronil, investigador de la Universidad de Michigan.

Pero a decir verdad, ninguna de las entrevistas tuvo un impacto tan visible ni una respuesta tan entusiasta por parte de los lectores –medible en correos electrónicos y otros mensajes y comentarios- como esta que publiqué en febrero de 2003 con Axel Capriles, una de las caras más notorias –justo desde esa ocasión- de la escuela venezolana de la psicología de los arquetipos.

Supongo que fue un rapto de euforia de los lectores que siguió a la experiencia de la revelación. También, que tuvo algo de adelanto de lo que, años más tarde, sería la excelente acogida que el mercado dio a La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo, editado por Santillana. Aquí pongo, en todo caso, el motivo de esa reacción, para que se juzgue si todavía tienen sentido los conceptos que entonces Capriles emitió.

Axel Capriles aboga por una aproximación psicológica a la revolución bolivariana

“EL CHAVISMO EXPRESA UNA MENTALIDAD VINCULADA A LA POBREZA”

En 1938, cuando el periodismo todavía tenía bastante más de aventura intelectual que de folletín para la autoayuda, un reportero de la revista Cosmopolitan, H. R. Knickerbocker, preguntó a Carl Gustav Jung si las tempranas experiencias de familia habían sido las responsables de que tres tipos más o menos grises. Hitler, Stalin y Mussolini, se enseñorearan como hombres fuertes de la política europea de entonces. El sabio suizo descartó la insinuación al responder: “La ley que hay que recordar es: ‘El perseguido es el perseguidor‘. Los dictadores deben haber sufrido determinadas circunstancias para que se produzca una dictadura (…) Son creados con material humano que sufre abrumadoras necesidades”.

Las densas imbricaciones entre un hombre fuerte y el pueblo que se mostró dispuesto a dejarse cautivar por él, vuelven a interrogar, 65 años después, a un psicólogo, esta vez venezolano y, para más señas, diplomado en el Instituto C.G. Jung de Zúrich. Axel Capriles, autor de diversos libros, terapeuta y columnista de prensa, aboga por una aproximación psicológica –que juzga indispensable- al fenómeno del chavismo: “Los elementos racionales no sirven para explicar este proceso histórico. La población que lo apoya no ha gozado de satisfacciones tangibles, en términos de mejores ingresos y condiciones materiales de vida, así que estamos frente a un caso de ganancia simbólica”.

- El país se encuentra en un conflicto político que puede llevarlo a la ruina y la violencia. Aún así, el presidente Hugo Chávez afirmó esta semana, en el acto de conmemoración del fallido golpe del 4 de febrero de 1992, que personalmente estaba en “el momento más esplendoroso” de su vida.

- Cuando ciertos personajes se encuentran en estado de posesión, como lo pueden ver las personas que asisten a una sesión de médium, se sienten plenos, en éxtasis. Y yo creo que en este momento Chávez está en verdadero estado de posesión por los elementos del inconsciente colectivo. En ese acto al que haces referencia, pasó algo muy interesante. Cuando Chávez empezó a nombrar, uno a uno, a los militares caídos el 4 de febrero, “Distinguido José Tal Cosa”, “Capitán Fulano”, a cada nombre el público respondía enardecido: “¡Presente!”. Es decir, como si los muertos estuvieran allí. Si nosotros revisamos los tratados médicos de Hipócrates, encontraremos que él habla de la “posesión por los héroes muertos” como un tipo muy particular de posesión. Yo creo que, efectivamente, Chávez y una gran parte de los venezolanos están poseídos por los héroes muertos. Es la idea de que hay un vacío en nuestro presente, una incapacidad de adaptarnos a sus exigencias, que llenamos con los actos heroicos de un pasado que fuimos pero que ya no somos, y que sólo podemos recapitular.

- ¿Es esa posesión a lo que Chávez se refiere cuando dice de sí mismo que no es más que “una brizna de paja en el huracán revolucionario”?

- Hace referencia a la relación entre el líder y la masa, en la que el líder viene a ejercer la acción simbólica de una serie de necesidades que hay en las masas, las cuales las expresan a través de la individualidad de otro. Pero llega el momento en que ese líder, de tanto expresar las individualidades de todos, pierde la suya, se disuelve, y siente que pasa a convertirse en nada más que una expresión de ese colectivo. Es, de alguna manera, el portador de la individualidad de la masa. Pero como es imposible que una sola persona pueda satisfacer las infinitas y diferenciadas necesidades humanas de ese colectivo, el líder le ofrece soluciones simples y totales. En el gusto por lo simple frente a lo complejo, en la seducción de las soluciones totales, se encuentran las bases psicológicas del totalitarismo.

- ¿Qué aspecto del inconsciente venezolano ha tenido a Chávez como medio para manifestarse?

- Allí intervienen arquetipos muy importantes. Uno es la figura del justiciero. Un justiciero que no es ese ladrón típico que aparece en el folklore, que roba a los ricos para repartir entre los pobres, sino una figura como José Tomás Boves, con una carga emocional de muchísimo resentimiento.

- Esa es una imagen aterradora, de barbarie.

- Es que vuelve a aparecer el dilema de civilización versus barbarie, tan elaborado por la literatura latinoamericana. La figura de José Tomás Boves, en el siglo XIX, y la de Chávez, en la actualidad, nos dan las formas precisas como este complejo trabaja en el inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Porque no es una simple oposición entre dos visiones antípodas. Es una barbarie que desea ser refinada y culta, y una civilización que, una y otra vez, crea los instrumentos humanos para deshacerse y volver atrás.

- ¿Es “El justiciero” el único arquetipo en juego?

- No. Chávez mantiene una conexión privilegiada con otros arquetipos que los venezolanos llevamos por dentro. Por ejemplo, el que corresponde al que habla bien, al que convence menos con los hechos que con las palabras. Otro arquetipo es el del “alzao”, que se expresa en nuestro individualismo anárquico, en ese tipo que se rebela, que se lanza ante todo, que es retrechero, que no acepta nada ni a nadie por encima de él, que no se atiene a las normas colectivas. Ese “alzao” le da una cierta frescura al vivir venezolano, pero también tiene aspectos negativos. Chávez es efectivamente un “alzao”: Continuó con el mismo tono del discurso una vez que llegó al poder; no asumió el papel del gobernante, sino que siguió siempre alzándose contra alguien, contra el oligarca, contra los partidos.

- También el Presidente parece hacer gala de un don especial para dividir.

- El justiciero siempre necesita construir un enemigo, hacia quien canaliza ese resentimiento al que sirve de vehículo. Por eso, tiene siempre que escindir continuamente cada totalidad, de tal manera que pueda tomar posesión de una porción, mientras que la otra porción necesariamente pasa a ser el lado negativo, rechazado, perjudicial. Hay una vieja película de Luchino Visconti que muestra cómo funciona ese proceso. Llega un psicópata a una casa, a alquilar una habitación. En realidad, los dueños de la casa no se la quieren alquilar pero él, con su labia, los convence. Finalmente, cuando entra a esa casa, divide a la familia, pone a todo el mundo a pelear entre sí, y toma posesión completa de la residencia.

- ¿Tiene esto que ver con el hecho de que el entorno íntimo del presidente se venga deshaciendo con el paso del tiempo?

- En muchos líderes hay una gran soledad, precisamente, porque se relacionan con una colectividad de la cual son expresión, y no con otro individuo. No son capaces de mantener una relación humana verdadera. Ese componente psicopático está presente tanto en Chávez como en toda esta desmesura, esta falta de realidad, de la revolución bolivariana. Pero también pasa que el psicópata adaptado se caracteriza por su mimetismo. Es como si el vacío anímico, producto de su deformación de carácter, fuera llenado con imitaciones de los demás. De ahí por qué muchos confunden el mimetismo psicopático con el carisma. El psicópata adaptado finge empatía y emula las reacciones e ideas de los demás, logrando que el interlocutor siempre se sienta comprendido. Si va a China, actúa como los chinos, y dice que las cosas que los chinos quieren escuchar. Ese gran mimetismo ha sido una de las armas emocionales de Chávez.

- En su libro de 1996, El complejo del dinero, usted pasa revista a la compleja relación del venezolano con la riqueza. ¿Cuánto de ello se expresa a través de la permanente sacralización de la pobreza en el discurso de Chávez?

- Primero, eso es parte de un discurso que gana adeptos en casi todas partes del mundo. Además, aquí hay un elemento de culpa muy profundo, vinculado con el éxito económico. Y, por otra parte, en Venezuela tenemos una larga historia de injusticia social, que ha construido un doloroso complejo histórico, con una carga de resentimiento obvia y natural. El discurso de la pobreza retoma ese resentimiento, por el cual Chávez llega a convertirse en el justiciero vengador.

- En el conflicto petrolero que acaba de concluir, el discurso oficial suena como quien celebra la captura de un botín: “Por fin le quitamos Pdvsa a ese grupito de gerentes que la tenían agarrada para ellos”.

- Allí se manifiesta cierto tipo de carácter social que está asociado a la pobreza, que incluye lo que los psicólogos llaman “locus de control externo”, en el cual siempre el causante de tu condición es otro, que se supone que tiene mayor poder de decisión que tú, y también la idea de que la riqueza existe como algo que está allí y se puede tomar, en vez de construirla. En ese sentido, el chavismo expresa una mentalidad vinculada a la pobreza, que sintetiza todos esos valores culturales.

- Si la oposición consigue tomar el poder, se va a conseguir con esas mayorías y los complejos que llevan o llevamos encima. ¿Qué terapia se puede prescribir para cambiar ese estado de cosas?

- Hay que atacar ciertas cosas claves en las ideas colectivas. Por ejemplo, el problema de la desconfianza es bastante grave en Venezuela. Y fíjate que eso está vinculado con el arquetipo del pícaro: Si yo lo tengo activado en mí, pienso o sospecho que en el otro también. Pero luego hay otra multitud de cosas que tratar. La noción de propiedad es una de ellas, que está muy dividida entre lo que es ocupación, lo que es usufructo, lo que es propiedad. Aquí hay que empezar un análisis de por qué toda una sociedad prefiere entregar la propiedad de sus recursos más valiosos, como por ejemplo el petróleo, a un ente difuso que es el Estado, en lugar de que cada ciudadano los tenga, como ocurre en otras naciones.

24 de octubre de 2009

El Perú que no pudo ser



N. de R.: Este fue mi primer viaje al Perú, un país que con el tiempo se me haría familiar y entrañable. Como la rica comida de esa nación, la experiencia me resultó tan novedosa como difícil de digerir de entrada.

No era cualquier Perú al que llegaba. En marzo de 1990, fecha de la visita de una semana que hicimos junto al fotógrafo Juan Carlos Kako Oropeza, parecía deshacerse en el caos de los últimos días del primer gobierno de Alan García.

Los cambistas pululaban con sus paquetes de intis (y papeles sin valor para hacer la estafa del paquete chileno) en las calles. La inflación añadía un dígito diario al costo de los bienes. Hacía tiempo que la ofensiva de Sendero Luminoso apuntaba al corazón de la República, Lima, después de bajar de su Ayacucho originario.

Para colmo, iba a cubrir un episodio también inédito, casi incomprensible. Mario Vargas Llosa, el escritor que había “traicionado” a la izquierda castrista, ahora se ofrecía para salvar a su país del abismo. Su candidatura presidencial aparecía como favorita para ganar las elecciones de mayo de 1990, en una sola vuelta.

Fue una de las afortunadas locuras de Ben Ami Fihman, el editor de la revista “Exceso” de Caracas, para la que yo trabajaba. No sé si se le ocurrió o compró la idea insensata, para una revista pequeña y que recién empezaba, de enviar un reportero y un fotógrafo a cubrir la candidatura de Vargas Llosa. Creo recordar que instó al escritor Juan Liscano, amigo de Vargas, a conseguirnos un cupo en la que sería la última gira del escritor-candidato por el interior del Perú. Tuvo éxito. Entre tanto, Ben arregló un intercambio con la antigua Aeroperú, de una página de publicidad por nuestros dos boletos.

Así no sólo Ben se ganó uno de sus primeros dolores de cabeza administrativos en la revista –que, por otro lado, habría de acumular un gran prestigio como marca editorial en el limitado mercado venezolano de revistas, lamentablemente dilapidado por sus actuales propietarios-, sino que terminamos Kako y yo a bordo del convoy periodístico que siguió por una semana a Vargas Llosa por el denominado Norte chico, una zona de oasis agrícolas sobre la franja desértica de la costa peruana.

No había espacio para relatarlo y por entonces yo le tenía un terror a narrar en primera persona que con la edad ha perdido algo de su filo. Pero, de haber sido de otro modo, quizás el making of del reportaje hubiese resultado una historia más atractiva que la que finalmente se publicó. De hecho, la inusual estructura de la nota –con una crónica cuyo texto discurría, gracias a los desvelos creativos de la diseñadora Kataliñ Alava, en paralelo al de la entrevista que Vargas llosa nos concedería, ya de vuelta en Lima, después de la gira- trata de responder a las diversas dimensiones simultáneas de la experiencia.

En cierto modo, la gira pudo servir de materia prima para una road movie y su clásico guión iniciático: la transformación que va ocurriendo en el camino. En este caso, la transformación fue interior, no tuvo que ver mucho con aventuras. Mi disposición hacia Vargas Llosa, todavía bajo el influjo del hogar de izquierdas donde crecí y por lo tanto, muy prejuiciada con respecto a la posición política del escritor, fue cambiando según iba oyendo a bordo de las van donde viajábamos los comentarios, suspicaces o despectivos, de los reporteros internacionales (austríacos, italianos, estadounidenses, de distintas nacionalidades pero todos muy progres), sobre el candidato y sus intenciones. Fui experimentando una inesperada apertura, quizás como reacción, hacia lo que Vargas Llosa tendría que decir. Creo que gracias a ello llegué a entrevistarlo en el momento justo, cuando mi ánimo no daba ni para hacer de la conversación un juicio acusatorio ni para dar pie a un intercambio complaciente. Cuando el periodismo se usa para la revancha o la adulación, es una tragicomedia.

Bien: ya es sabido que la historia le negó el triunfo a Vargas. La victoria la conseguiría un “chinito” que, por esos días que pasé en Lima, aparecía de cuando en cuando por televisión en un video de mala factura, al volante de un tractor agrícola. Se rumoraba que su candidatura era un artificio creado por Alan García para erosionar votos a Vargas Llosa. Pero Alberto Fujimori terminaría por llevar al Perú a una larga noche de diez años de autocracia.

Desde ese momento muchas cosas se trastornarían. Vargas Llosa adquiriría una segunda nacionalidad. Según me enteré por sus memorias de El pez en el agua, una planta de envasado de espárragos para la exportación que visitamos durante la gira, sería volada unos días más tarde por un ataque dinamitero de Sendero. Su quinta familiar en Barranco fue demolida y en su lugar se alza un edificio de apartamentos donde el escritor tiene un piso.

Pero al leer el trabajo me parece que algunas de las circunstancias del esfuerzo que entonces desplegó, y las reflexiones que hacía, siguen vigentes, sobre todo para alumbrar la tragedia actual de Venezuela.

Mario Vargas Llosa

LA CAMPAÑA DEL FIN DEL MUNDO

De nuevo la realidad parafrasea a la ficción. Con los demonios de la hiperinflación y la pobreza desatados, las acechanzas de la guerra civil y del colapso del Estado, el Perú que este mes va a elecciones se parece demasiado a Canudos, mientras el hombre que ofrece salvarlo predica la espinosa senda hacia el cielo neoliberal.

LIMA es una ciudad de contrastes, y esa verdad a medias o, menos aún, a tres octavos, tan tópico universal de boletín turístico, casi en ningún lugar parecerá tan real como aquí, en el Hotel El Pueblo, sobre las colinas a 30 minutos del casco central. El contrapunto de circunstancias en este caso subraya la vecindad de una naturaleza tacaña -las desérticas laderas de los cerros que rubrican el paisaje de la costa peruana- con un oasis de probeta, los cipreses y el césped japonés irrigados con obstinación, cobijando un complejo de cabañas cuyo estilo preserva con dificultad cierto equilibrio entre las casas de fachadas entramadas de Baviera y la arquitectura colonial limeña.

El paisaje tampoco se reserva paradojas. Más allá del portal del hotel, dejando atrás el reducto cinco estrellas para sortear los baches de una avenida que desafía cualquier noción de vialidad, se extiende el barrio de Vitarte, un loop de la marginalidad urbana: cada playa de almacenaje se parece a cada zaguán que se parece a cada casita, todas levantadas con adoquines de arcilla y columnas de bambú, y todas del mismo color arenoso de las colinas circundantes, Se trata de un pueblo joven, el apelativo que aquí dedican a las chabolas de todas las latitudes latinoamericanas. En Vitarte, a la sombra de las cercanas ruinas precolombinas de Pachuruco, perviven miles de obreros y personeros de la floreciente economía informal. Vitarte es también, tal vez no por eso sino por alguna otra razón, teatro de operaciones de los terrucos, los anónimos comandos de Sendero Luminoso que, de cuando en cuando, disparan contra algún agente de policía o echan abajo una torre eléctrica.

Aquí, enjugarse las lágrimas de sensibilidad social es lo mismo que espabilarse ante la tanqueta que resguarda la entrada al hotel. Un piquete de agentes de la Policía Nacional, vestidos con bragas azules y fusiles de asalto AK47 colgados al hombro, refuerza la posta. Para seguir adelante se deben franquear otros dos controles. Especialistas del Servicio Secreto otean de lado y lado. Al traspasar el lobby, un cateo corporal y una prospección con detector de metales permiten asegurar que el recién llegado no porta ni armas ni ninguna otra sorpresa letal. Por supuesto, no es una precaución normal, de todos los días.

Pasa que del lado de acá del mismo umbral, hoy se clausura el congreso La Revolución de la Libertad. La convención es una suerte de caldo primordial de lo que se espera evolucione como una Internacional Neoliberal. Quienes participan debieron pagar una inscripción de 560 dólares, o de 650 dólares si deseaban pernoctar en el hotel, con refrigerios y desayunos continentales incluidos. El grueso está constituido por párvulos de esa especie en extinción, la de los jóvenes empresarios peruanos, que cifra toda perspectiva de recuperación en la vacuna del libre mercado. De entre las muchas luminarias intelectuales de la reacción antimarxista cuya presencia se anunciaba, Octavio Paz, Lech Walesa y Hugh Thomas, optaron en definitiva por hacer mutis y enviar como reposición, o bien representantes subalternos, o videocassettes para dictar una menos riesgosa teleconferencia.

AÚN ASÍ no hay lugar para la frustración y sí para las porras y exaltación libertarias: Jean François Revel, Carlos Franqui y Carlos Alberto Montaner son de la partida. No se trata sólo de esparcir la buena nueva del neoliberalismo. También de brindar, en esta recta final de la campaña electoral peruana, un espaldarazo a la depuración modernizadora que propone el Frente Democrático (Fredemo), una coalición de centroderecha que agrupa a los tradicionales partidos Acción Popular (AP) y Popular Cristiano (PPC), en incómodo triángulo con el flamante Movimiento Libertad. A eso vino una corta delegación venezolana que, conformada por Oswaldo Álvarez Paz, Ítalo del Valle Alliegro, Emeterio Gómez, y los muchachos de Nueva Generación Democrática de paisano –es decir, sin liquiliqui-, podría además suplir con una nota de color folklórico las deserciones de los académicos.

El número fuerte del evento, como lo sugiere el sentido común y, por tanto, dicta el protocolo, se retiene hasta el final: Mario Vargas Llosa, el candidato presidencial del Fredemo, va a pronunciar un discurso de clausura que más que recordar los méritos literarios del orador, deberá compendiar el espíritu de El Gran Cambio, el lema de su campaña. Al menos eso es lo que se espera, y el título de su intervención, El País que Vendrá, de entrada no defrauda a nadie.

Los banqueros y empresarios, los godos de Lima y otras ciudades del Perú que canjearon el confort de sus oficinas climatizadas (sólo vulnerables ante los apagones que siguen a los atentados de Sendero) o sus casonas rurales, por el sofoco de la gran carpa que en los jardines de El Pueblo hace las veces de Centro de Convenciones, sienten recompensados sus desvelos cuando oyen al candidato asegurar en su discurso que “la palabra más temida por el político latinoamericano de cualquier pelaje de este siglo, el capitalismo, comienza a aparecer, con mucha prudencia y remilgos, es verdad, en nuestro vocabulario político”. Fugaz intercambio de miradas de entendimiento y cierta excitación que acompaña a los codazos propinados para significar un “te lo dije”. Desconcierto inmediato, sin embargo: “La cultura del éxito, fuente de la extraordinaria prosperidad que han alcanzado las sociedades democráticas más avanzadas, incluye también, para las empresas y los empresarios, la posibilidad de quebrar y arruinarse sin que el Estado venga a echarles una mano y tener, por lo tanto, luego de un fracaso, que empezar de nuevo desde cero”. Preocupante. ¿Será de los nuestros? ¿O acaso le sobrarán residuos de su pasado rojo? “Un Estado liberal no es concebible sin una política de apoyo al desvalido y al inerme, al que por culpa de la edad, la naturaleza o el azar no está en condiciones de valerse por sí mismo y sería aplastado y borrado si se lo dejara expuesto a las estrictas leyes del mercado”. Palmas a regañadientes.

Pero el oficio, si no la misión, de Vargas es trabajar con las palabras. Así que en cierto pasaje consigue esquivar las sospechas y las desilusiones desde el burladero de un sentimentalismo nada inocente, concebido con chanfle: “Hoy, en el extraño trance en que me encuentro, participando en una campaña electoral como aspirante a la presidencia de mi país, me digo con cierta melancolía que en los destinos individuales influyen también las circunstancias y el azar acaso tanto como la voluntad de quien los encarna. Igual que la historia de las sociedades, la de los individuos tampoco está escrita con anticipación. Hay que escribirla a diario, sin abdicar de nuestro derecho a elegir, pero sabiendo que, a menudo, nuestra elección no puede hacer otra cosa que convalidar, si es posible con lucidez y ética, lo que ya eligieron para uno las circunstancias y los otros. No lo lamento ni lo celebro: la vida es así y hay que vivirla, acatándola en todo lo que tiene de aventura terrible y exaltante”.

SON FRASES de un reiterado candidato al Nóbel de Literatura, que siguen la seductora cadencia de lo mejor de su prosa, pero también son las palabras calibradas y enfáticas, fronterizas con las consignas, de un líder en campaña: sin duda, han pasado muchas cosas desde que, en 1987, Vargas Llosa ingresara casi a su pesar al activismo político.

Habría que despejar las lagañas del mito y la ensoñación para reconstruir con veracidad la cadena de furores y sorpresas que ese año llevó al escritor a ganarse un puesto de cabecera en la política peruana y, eventualmente, este venidero mes de abril, la Presidencia de la República; la natividad de un mesías siempre guarda un misterio. Hasta entonces, su currículo institucional permanecía casi virgen. Tuvo, claro está, un pasado de escritor comprometido. Luego, el presidente Belaúnde Terry le suplicó que aceptara la Embajada del Perú en Londres. Y un accidentado encargo como presidente de la comisión que investigó la matanza de Uchuraccay, perpetrada por una ronda de campesinos contra un grupo de periodistas, agregó escaso lustre a su vida pública.

La oportunidad para que Vargas Llosa se colara hasta los tuétanos de la beligerancia política, y esa es la versión propalada por sus allegados, la concedería su antitético Alan García, entonces asido a la cresta de la popularidad. Era agosto de 1987 y Vargas pasaba una velada familiar en la playa cuando quiso el capricho de los transistores que en la radio se escuchara el discurso en que el presidente García, favorecido por la fortuna en cada uno de sus más arrojados lances, anunciaba la próxima nacionalización de todo el ramo de banca y seguros en Perú. Vargas Llosa reaccionó airado ante la medida: “Este es el preámbulo de la destrucción de la democracia en Perú”, dicen que vaticinó. Pero enseguida se propuso desmentir su propio presagio. Volvió a Lima para reunir a un grupo de amigos (banqueros, periodistas, empresarios, profesores) y redactar un comunicado de prensa opuesto a las intenciones del gobierno aprista. Quince días más tarde, desde un balcón del Gran Hotel Bolívar, Vargas Llosa veía la explanada de la céntrica Plaza San Martín con un íntimo temor: para esa noche se había convocado un mitin, que debía ser multitudinario, para repudiar la nacionalización compulsiva del sector financiero. Apenas unas semanas antes, las encuestas perfilaban un tope de popularidad para el presidente García próximo al 85 por ciento, y ese no era el mejor entorno para una manifestación a la que sólo acudiría, según aseguraba la propaganda oficialista, un puñado de banqueros y comerciantes. Cuando 50.000 personas plenaron la plaza, Vargas, gorgoreando en medio de ese chapuzón de multitudes, exclamó con una sorpresa fingida, llena de sorna:

- Caramba, ¡cuántos banqueros hay en el Perú!

A tres años de aquello, las masas ya no parecen aturdirlo. Sabe persuadirlas, conmoverlas. Y si algún cabo escapara a su adiestramiento intensivo de candidato reformista, las incertidumbres subsecuentes se extinguen ante la sincronía de un comando de campaña profesional, ejecutivo, sin miramientos perceptibles para la ineficacia. Azafatas impecablemente uniformadas reparten las carpetas oficiales del evento. Entre el material, impresos sobre cartulina, los más notables discursos del candidato y su programa de gobierno. Pero si a usted se le antoja la versión en video de alguna de las ponencias, pues, no tiene más que pedirla, porque no por nada han estado allí, encaramadas sobre andamios, las cámaras de televisión durante todo el evento.

Eficiencia, rapidez, competitividad. Es la política hecha con vigor corporativo, y un equipo de jóvenes estrategas se encarga de que la cruzada fructifique. Pero no hay que pellizcarse todavía para despertar, no, al menos, antes de de ver cómo se desborda la cornucopia electoral en los medios. En la televisión un estrépito publicitario casi sin contrapesos ensalza hasta el agobio la imagen de Vargas Llosa, el jingle del Fredemo (un compás de flauta andina, levemente evocatorio de aquél célebre pitico de la campaña, fracasada, de Luis Piñerúa Ordaz en Venezuela), y su emblema, el contorno estilizado de una escalera incaica. De cada cinco spots en la pantalla chica, cuatro son de proselitismo político, y de estos, tres los patrocina Fredemo.

Aunque desde la otra banda del espectro político no pasan por alto la oportunidad para recordar a toda voz que en la boleta electoral del Fredemo figuran como candidatos al Congreso 15 ex ministros y más de dos docenas de antiguos parlamentarios, la nueva derecha peruana subraya lo de nueva y se enviste con los fastos telegénicos de la esperanza. En la cuña central de la campaña por televisión, un par de celosías se abren para dar paso a la luz que, luego de encandilar, deja ver un paisaje de la cordillera andina, y más tarde es un coro de peruanos que cantan unidos, hasta que por fin se funden en un primer plano de Vargas Llosa. El Gran Cambio. No hay aplomo que soporte la emotividad de la secuencia, como en un país destartalado por la crisis no debería haber raciocinio impermeable a la oferta del candidato: empleo, productividad, abastecimiento, reglas claras de juego, renovación.

SÓLO el plomizo espejo del océano Pacífico continúa igual en el Malecón Paul Harris de Barranco, el distrito costero donde la clase media y la bohemia limeñas consiguieron albergue. Antes era un paseo para joggers y enamorados. Ahora persiste otro tipo de paz, tensa y por cuotas, vigilada por guardaespaldas y centinelas que resguardan la Quinta #194 de Mario Vargas Llosa.

Quien se mofe de los rasgos entre incestuosos y nepóticos que exhibe la biografía de Vargas llosa (su primera esposa era su tía; la segunda y actual, su prima), soltará una carcajada cuando se entere de que el principal vocero de la campaña es Álvaro, hijo del candidato, y de que el primo de Vargas Llosa, Freddy Cooper, coordina las giras.

En un contexto tan doméstico, que el candidato Vargas Llosa despache no ya desde su oficina sino desde su propia casa, pasa a ser una mancha en el follaje. A muchos periodistas ha recibido en el sofá blanco del estar, y mejor así, porque ninguna regalía tan estimable a la hora de redactar una entrevista y superar, de paso, los resquemores del lead-cuerpo-cola, como contar con esas viñetas de la decoración interior: la piscina pequeña, los libros de arte dispuestos aquí y allá, el lienzo de Matta que domina la sala, el retrato del escritor firmado por Guayasamín. Un escenario nada opulento, tan pulcro y atildado como Vargas Llosa mismo.

Verlo bajar de su estudio hasta la sala, fresco y sonriente, es recordar que no hará una media hora desde que despidió a los invitados de la cumbre neoliberal y que, poco antes, hasta bailó un set de huainos serranos en un acto de campaña; por tanto, es recordar que su afición por el tenis y el trote diario han hecho de él un genuino intelectual aeróbico. Encara la entrevista con cordialidad profesional. Gajes de su protagonismo. Pero aún así no deja de imponer sus condiciones. Quizás se trate de una retaliación sutil contra quienes le restan tiempo con preguntas formuladas una y otra vez, quizás sea mera cautela política, mas lo cierto es que pocos señuelos periodísticos lo asoman afuera de su discurso político, para exponerlo en medio de una entrevista a interrogantes de tipo personal.

Sin embargo, tratándose de los últimos días de campaña, Vargas Llosa ha decidido eximirse, pasados los turnos del enviado de la revista Exceso de Caracas y de un periodista italiano, de fijar más citas con corresponsales extranjeros y consagrase de lleno a la lucha en la calle por la presidencia. La resonancia internacional de su apellido (que muchos peruanos confían servirá para reabrir las bóvedas de la banca prestamista mundial) es a la vez una carnada apetitosa para el cardumen periodístico del Primer Mundo. Pero lo que todavía necesita Vargas Llosa es explicarse ante el Perú, no ante el mundo.

Explicarse es su condena. Sobre todo ahora cuando todas las encuestas le atribuyen una sólida delantera y la campaña, antaño un leal round robin, se transformó en un todos contra Vargas Llosa.

Explica una y otra vez que su política económica de shock redundará en beneficio de toda la población y no sólo de los ricos; que tras su altruismo, puesto de manifiesto al abandonar su tranquila vida de escritor, no se esconde ningún interés avieso; que su propuesta cortará las bocanadas de aire que avivan las insurgencias de Sendero Luminoso y el Movimiento Túpac Amaru.

Por supuesto, su tribuna electrónica es privilegiada (la gran prensa y los canales de televisión le apoyan casi de manera unánime), pero aún así le cuesta esquivar los embates del oficialista candidato del Apra, Luis Lucho Alva Castro, quien se refiere escuetamente a Vargas como “el candidato conservador”, o del comercial de Izquierda Socialista que muestra una imagen ligeramente distorsionada del escritor con una voz en off que enfatiza: “Este es el hombre que los ricos quieren que gobierne”.

CACASENOS, tal el vituperio que Vargas Llosa ha puesto de moda para calificar a sus adversarios, y en Huaral, un asentamiento agrícola a una hora al norte de Lima donde ahora pronuncia su discurso, tiene una nueva oportunidad para repetirlo. Como si ya no fuera atemorizante el espectro del shock macroeconómico, la campaña del oficialismo ha repartido volantes que difunden la certeza de que si el Fredemo accede al Palacio de Gobierno, todas las tierras afectadas hasta la fecha por la reforma agraria y repartidas, desde el gobierno del general Velasco Alvarado, entre parceleros, serán revertidas a sus antiguos propietarios.

El artero runrún obra prodigios en las encuestas. Desde que empezó a difundirse en el interior rural del país, la ventaja del Fredemo, que lucía blindada, se hundió desde 51 por ciento de la intención del voto a 44 por ciento. En otras palabras, de seis puntos porcentuales es el margen que restaría a Vargas Llosa remontar para evitarse los sinsabores de una segunda vuelta (prevista en el sistema electoral de ese país), donde las componendas y los inevitables zigzags del voto oculto podrían dar al traste con sus pretensiones presidenciales.

Así, para mondar punto a punto ese margen, su comando de campaña organizó esta gira por la región llamada el Norte Chico, pero conocida por el Apra como el Sólido Norte, pues lo tienen por uno de sus bastiones electorales.

La caravana incluye tres camperos de seguridad, una ranchera 4 x 4 que lleva al candidato, dos furgonetas con periodistas, y una mini pick up Toyota acondicionada para –remedando al Papamóvil- pasear a Vargas al descubierto al final de cada mitin.

Cada pueblo es una escala. En cada escala, un discurso o una caminata. El guión retórico discurre siempre por el mismo carril: la necesidad de un programa de estabilización que controle la inflación, el fin de los diezmos estatales, el propósito de hacer de cada peruano un propietario. Pero, también siempre, se introduce un matiz local.

En Huacho, otrora importante centro comercial, Vargas Llosa arranca aplausos al ofrecer la vuelta “de una institución, la de la venta a plazos”. En la costeña Barranca, se promete a sí mismo restaurar la antigua prosperidad de las nacionalizadas plantas procesadoras de harina de pescado. En el propio Huaral, donde la comunidad Nisei (inmigrantes japoneses establecidos en Perú desde comienzos del siglo XX) conforma una minoría de peso, convoca el tesón de sus electores para dar un argumento que convenza a las grandes empresas de Japón a invertir en la zona. Allí también hace las delicias del público denunciando las mentiras de los cacasenos:

- ¿Ustedes les creen a ellos?- pregunta a la gente concentrada en la Plaza de Armas de Huaral.

- Noooooo- le responden.

- ¿Acaso se le puede creer todavía a la gente del Apra?

- Noooooo- de nuevo el coro.

- ¿Creen ustedes que yo iba a dejar mis libros, mi escritorio, mi vocación, para venir a quitarles las tierras a ustedes?

- Noooooo- vuelven a responder, esta vez conmovidos por las evidencias del sacrificio. La mesa emocional queda servida para que prenda con facilidad la consigna voceada por el animador del Fredemo, y asumida con automatismo cortical por la multitud:

-Mario presidente a la primera vuelta… Mario presidente a la primera vuelta…

Por último un halo profesoral, más que de santidad a pesar de su elocuente renuncia a toda comodidad, envuelve a Vargas Llosa, que habla desde el podio con modos didácticos a la muchedumbre. Inclinado un poco hacia adelante, el micrófono en la mano izquierda, la derecha alternándose entre el filo del estrado y un gesto que corta el aire para reafirmar algún aserto crucial. Para muchos de los oyentes, votantes apristas algunos, se trata de un pituco (un sifrino) de la capital. Pero para la mayoría de las mujeres (la mayor fracción de sus votantes), es un ídolo, casi tanto como José Luis Rodríguez, El Puma, cantante venezolano que también ha venido por estos días al Perú para entrevistarse con Vargas.

Para ellas, el paradigma no es Mario solo; es Mario y Patricia. Los esposos Vargas Llosa constituyen un emblema político, propicia reivindicación de la familia como célula principal de la sociedad, sin contar el par de ocasiones en las que han estado a punto de separarse por ciertos deslices del autor, ocasiones que su campaña no insiste en recordar.

A la entrada de Puerto Supe, la alcaldesa, ficha del Fredemo, por los altavoces pide un gran aplauso para Patricia, más que por su lealtad al marido en campaña, porque ella “sí es peruana”. No es un cotejo con la boliviana Julia Urquidi, la anterior esposa de Vargas Llosa. Se trata de contrastarla con la esposa del presidente en ejercicio, Alan García, que es argentina.

Pero esto ya empieza a ser material más propicio para Pedro Camacho, el escribidor, que para la crónica periodística.

(RECUADRO) ENTREVISTA

ASÍ HABLA EL CANDIDATO

- En muchas de las entrevistas y semblanzas que le han hecho en medios de Europa y Estados Unidos, uno percibe cierto tonito perdonavidas, como de tribunal, de cacería de erratas frente al candidato conservador que pretende ser presidente del Perú. ¿Usted lo siente así?

- Generalmente los periodistas de esas grandes publicaciones occidentales, cuando vienen a América Latina, vienen a buscar pájaros tropicales. Vienen a buscar figuras exóticas que les digan cosas extravagantes que encajen dentro de esas visiones estereotipadas y caricaturales que tienen de América Latina. A esos periodistas que vienen de la libertad, que alguien les hable de la libertad los aburre. Eso está bien para ellos, pero para América Latina lo que debería funcionar son las bombas, los guerrilleros, las montañas, las barbas. Por supuesto, no todos esos periodistas son tan explícitamente imbéciles, pero hay en el fondo de muchos de ellos una visión en cierta forma muy discriminatoria. Cuando vienen aquí y no encuentran eso, entonces se sienten muy frustrados y se vengan. Pero afortunadamente para ellos todavía hay muchos intelectuales que les dan todas esas extravagancias que ellos buscan. Los alimentan muy bien, jajajá…

- Entre las muchas etiquetas que podrían variar con su incursión en la política partidista electoral, se encuentra aquella del intelectual comprometido. Antes, decir “intelectual comprometido” era sinónimo de “izquierda”.

- Era la idea de que el compromiso era apostar por la revolución, por el modelo socialista. Yo creo que todavía en América Latina hay muchos escritores que se niegan a ver lo que está ocurriendo en el mundo y se siguen jugando por las utopías colectivistas, por el totalitarismo. Es un caso extraño de perseverancia en el error en quienes se supone han hecho del reflexionar, del razonar, su profesión. Sin embargo, los pueblos latinoamericanos han demostrado que tienen una gran capacidad para aprender del error, mucho mayor que los intelectuales. Si usted mira lo que es la orientación política de América Latina en los países donde hay elecciones libres, hay una tendencia muy lúcida hacia lo que se pueden llamar soluciones pragmáticas, moderadas, en contra de los extremismos, a favor de las opciones democráticas.

- En América Latina somos muy propensos a apostar por fórmulas, recetas mágicas. Ahora está en boga la idea de la economía de mercado y de privatizar el aparato productivo, que usted propugna en su programa de gobierno. ¿En algún momento no le ha entrado la duda de que esto que usted preconiza sea igualmente una receta que, al cabo de unos años, se revele también como un fracaso? ¿Que así como se decepcionó del socialismo, se decepcione de sus convicciones actuales?

- No, porque en el caso del sistema de mercado, de economía liberal, hay muchas pruebas que muestran que ese sistema sí funciona, y en países de culturas muy distintas. Es un sistema que ha dado muy buenos resultados en Europa, pero que también los ha dado en Asia, y en América Latina también ha comenzado a dar buenos resultados donde se ha aplicado. Lo cual no quiere decir que haya recetas mágicas. Un sistema de mercado, de economía liberal, de sociedad abierta, puede funcionar a condición de que se haga todo lo necesario, que no depende exclusivamente de un esquema conceptual, abstracto. Tiene que haber detrás toda una cultura para que el modelo funcione, y esa es la parte más difícil de conseguir. No creo que sea fácil, creo que es posible. Fácil no va a ser porque, en primer lugar, enfrentamos crisis muy profundas y, por otra parte, tenemos unas malas costumbres muy arraigadas en el campo económico y en el campo social. Esas costumbres hay que cambiarlas, necesitamos una gran renovación cultural.

- Se suele decir que su incorporación a esta campaña electoral y su afán de ganar la presidencia del Perú reproduce un clásico dilema latinoamericano, el de barbarie versus civilización.

- Bueno, sí, algo de eso hay, sin utilizar esas grandes palabras que creo que no son muy convenientes. Pero si un país como el Perú, como muchos otros de América Latina, se sigue empobreciendo a este ritmo, el resultado será la barbarie. Si no atajamos esa decadencia, lo que queda es la barbarie, porque eso es lo que la barbarie significa, el hambre, la desocupación, más violencia social, más violencia política, y además el colapso de la institucionalidad del Estado. Cuando un país llega a una situación de esta gravedad, ¡hay que actuar! Si uno cree en la civilización, y cree que la civilización pasa por la democracia, hay que defender ese sistema.

- Dentro de esa polaridad entre civilización y barbarie, el símil parece agudizarse en su caso. Frente a la violencia social, frente a la crisis, la guerrilla, usted insiste en apelar al sentido común.

- Es una cosa que yo aprendí en Inglaterra, donde viví unos años, y creo que fue una experiencia muy aleccionadora: descubrir el pragmatismo, al que nosotros hemos sido muy alérgicos en América Latina. El sentido común es la gran virtud de los ingleses, saber que las ideas tienen que pasar la prueba de la realidad. Si no pasan la prueba de la realidad, no sirven.

- En medio de la campaña, ¿sigue con su trabajo literario?

- Muy poco, desgraciadamente ahora no tengo tiempo. La vida política es muy absorbente, aunque procuro siempre tener al día un par de horas por lo menos para un trabajo intelectual. Creo importante tener un trabajo intelectual y no disolverse en la actividad política que, en contrario de lo que yo quisiera, no es una actividad en la que uno tenga que ejercitar mucho la imaginación, la invención; es una actividad mucho más de maniobra, de intriga, de especulaciones inmediatistas, que de ejercicio intelectual. Entonces trato siquiera de tener un momento de cierta distancia al día, aunque por supuesto no tendría tiempo para hacer un trabajo, digamos, de aliento.

- Sin embargo, acaba de renovar por cinco años su convenio con la editorial Seix Barral de España.

- Para que reediten mis obras. Ha salido ahora un tercer volumen de ensayos, pero no se trata de obras nuevas, porque para eso no podría yo comprometerme por los momentos. Tengo también hecha una obra de teatro, pero es una obra que estoy todavía con las intenciones por lo menos de revisarla y perfeccionarla.

- ¿En qué forma cree que esta experiencia política modificará su escritura?

- Eso es difícil decirlo. Todo escritor escribe a partir de las experiencias que tiene, experiencias desde luego profundas, muy trastornadoras. Sin ninguna duda esto va a tener algún efecto en lo que escribo. Pero espero que no me estropee el estilo, jajajá.

- Forzado por esa actividad electoral, ¿qué ademanes, qué tics del político profesional se ha visto obligado a adoptar?

- Yo nunca estuve muy convencido con las teorías de Roland Barthes, que me parecían muy brillantes pero unas construcciones muy abstractas. Pero haciendo política encuentro muy convincente una de las tesis de Barthes: es la de que uno no utiliza tanto el lenguaje, sino que es utilizado por él. De cierta forma uno no puede elegir el lenguaje cotidianamente. Haciendo política se siente eso. Hay inevitablemente una fuerza de gravitación, diríamos, del lenguaje político que lo empuja a uno hacia el uso de ciertos estribillos, de ciertos estereotipos, de ciertas simplificaciones, porque supongo es la manera de llegar al mayor número. Pero es un terrible problema, porque si uno incurre mucho en esa mecanización del lenguaje, al final no hay pensamiento vivo que se exprese, se expresan simplemente lugares comunes. Esa es una de las cosas que más me ha impresionado, uno de mis más grandes descubrimientos en la política: que por más esfuerzos que uno haga, invenciblemente naufraga con mucha frecuencia en lo convencional.

- ¿Pero de pronto no se ha descubierto a sí mismo mientras besaba niños o abrazaba viejitas, y se ha preguntado: “Por qué estoy haciendo esto”?

- Eso es inevitable, pero es otra cosa. Hay unos rituales que uno debe estar dispuesto a respetar, como en todo. Si uno va a una fiesta debe vestirse de manera determinada, y si hace política creo que está obligado a pasar por ciertos gestos y a tener una exposición muchísimo mayor con la gente. Uno debe estar dispuesto a hacerlo, porque la gente tiene derecho a reclamar una cercanía de aquella persona que le está pidiendo un mandato. Cierto, no siempre es muy agradable, a veces hay que tener unas ciertas aptitudes histriónicas. Pero, en fin, eso lo tomo con espíritu deportivo. Así como otro aspecto, aquel de ejercicio de una pura técnica de maniobra, que tiene que ver poco con la creación de ideas, pero forma parte esencial de la actividad política.

- Usted solía quejarse de que la fama le había despojado de su intimidad. Sin embargo, hoy vive un aislamiento más pronunciado, con custodia las 24 horas del día, constituyendo un posible blanco para cualquier atentado terrorista. ¿No le resulta un sacrificio excesivo?

- No es que me arrepienta, porque ya sabía más o menos lo que significaba entrar a hacer política en el Perú de hoy. Pero sí añoro la privacidad. Eso de casi no tener vida familiar desde luego es algo a lo que cuesta acostumbrarse y a lo que, además, tampoco quiero acostumbrarme.

- ¿Qué evoca Venezuela para usted?

- Venezuela, durante la década de los sesenta, y todavía en los setenta, era una especie de país de la opulencia, donde los escritores eran invitados, premiados, atendidos magníficamente, publicados a todo lujo. Uno tenía la sensación de que ese era el país de las letras. Tengo muchos y muy buenos recuerdos de Venezuela. No solamente por el premio Rómulo Gallegos, sino porque allá tengo muchos amigos. Además, está muy vinculada mi memoria de Venezuela a lo que fueron los años del boom, de la novela latinoamericana, de la solidaridad y amistad entre los escritores latinoamericanos, al descubrimiento de América Latina por parte de los escritores latinoamericanos que hasta entonces vivíamos aislados en nuestros propios países. Venezuela cumplió un papel muy importante con los premios que creó, sus editoriales, sus publicaciones, revistas, congresos. Entiendo que después se ha reprochado mucho a los gobiernos venezolanos por los gastos enormes que aquello significó, pero creo que por lo menos eso sí tuvo muchos frutos, pues contribuyó mucho a crear un clima muy estimulante para los escritores.

- En Venezuela se dice que en 1967, cuando usted viajó allá a recibir el premio Rómulo Gallegos, alojado en la casa de su amigo Adriano González León, se le presentó una muchacha de Maracaibo con la intención expresa de que Mario Vargas Llosa la desflorara.

- Jajajá… Mire, aún si eso fuera cierto, yo jamás respondería a una pregunta de ese tipo. Sería muy poco caballeroso. Ni siquiera como político podría responderle. Sería imprudente, improcedente.