21 de diciembre de 2007

Mientras llega a Cooperstown


N. de R.: Gracias a los buenos amigos y apasionados editores de la revista "Podium", de vez en cuando tengo la oportunidad de escribir sobre deportes, tema que me entusiasta aunque sólo sea en la butaca, jamás sobre la cancha. Aquí publico un perfil que me pidieron de Omar Vizquel a propósito de su despedida del béisbol profesional venezolano. Admito que lo que me complace de este texto fue el ejercicio de desprendimiento de mis prejuicios guairistas para tratar con justicia a un emblema del Caracas.

La despedida de Omar Vizquel
PRIMERO Y ULTIMO

Entre dos aguas se desarrolla la carrera del mejor campocorto defensivo en la historia del béisbol. Pero no se trata de su encrucijada sobre si conseguirá o no empleo para el próximo spring training. Es buena la oportunidad de su despedida de los diamantes locales para repasar la transicion que le ocupó entre ser el último ejemplar de la dinastía de grandes fildeadores venezolanos en la posición y ser el primer hijo de la clase media urbana que llegó a jugar pelota en grande.


Quizá haya que hacerse a la idea de que el regreso de Omar Vizquel a los diamantes venezolanos, esta vez en son de despedida, evidenciará junto al final de una carrera deportiva llena de glorias, la probable extinción de una especie endémica, de una cepa puramente criolla: del campocorto orgánico, ese menudo, ligero de pies y con una suavidad en las manos que compensaba la anemia del bate, en contraposición al cada vez más dominante campocorto trasgénico, al que la biotecnología deportiva y el mercado han acordado exigirle no sólo un desempeño óptimo con el guante sino además un rendimiento ofensivo de cuarto bate, y del que Alex Rodríguez y Troy Tulowitsky despuntan como ejemplares representativos.
Por supuesto que no hay nada de festivo en ser el último de los mohicanos. Pero si precisamos la tesis anterior, tampoco es que Vizquel vaya a hacer las veces del pájaro dodó en Grandes Ligas; más que un ejemplar en extinción, viene a ser como la remesa que queda por liquidar de un producto que alguna vez resultaba muy cotizado pero que un cambio radical del mercado arrojó a los precios de oferta, si no a la mismísima inutilidad.
Algo así debió pasar, por ejemplo, cuando el caucho y el balatá de la Orinoquía fueron sustituidos por los hallazgos de la química. O cuando ya la farmacéutica europea no necesitó más de aceite de palo para tratar con éxito las enfermedades venéreas. En Venezuela seguirán brotando de manera silvestre talentos y fisonomías como los de Vizquel, así como antes los de un Luis Aparicio o un Enzo Hernández, pero habrá que temer que de ahora en adelante ya nadie los sopesará en su justo valor.
Sí: su justo valor. Porque será una lástima, en términos estéticos, pero también una miopía en términos del espectáculo, concederle la primacía a los todoterreno. Un Alex Rodríguez o un Tulowitsky, por meterse con alguien, podrán rendir mediante números de excepción y hasta completar sobre el campo, como ya lo han hecho, jugadas espectaculares que ilustran los inimaginables alcances del cuerpo humano. Lo que no se les da muy bien, en cambio, son movimientos, gestos, sutilezas, imágenes sobre el campo que, expresándose en lo corporal y retando también a la imaginación, parezcan sin embargo originarse del alma más que del cuerpo. Eso, pues, que solemos llamar arte.
Vizquel ofreció, y sigue ofreciendo, arte. El arte del béisbol o, mejor: el arte del sior, para ubicarlo en su precisa especialización de raigambre criolla. Como Aparicio, en cierta manera, y a diferencia de Enzo Hernández, porque éste no tuvo tiempo de ajustarse; y sin duda, al igual que Concepción y Guillén; la veteranía concedió a Vizquel las herramientas necesarias para ir mejorando, temporada a temporada, su bateo en lo que respecta al promedio y, prodigiosamente, por encima de fatalismos antropométricos, al poder. Más sabe el diablo por viejo, se puede alegar. Sin dejar de lado, además, la buena forma física a la que Vizquel parece rendir culto y su ventajosa habilidad de ambidiestro. Pero eso es oficio, tecnología, adiestramiento. Donde el duende de Vizquel aflora es en la custodia de las paradas cortas.

EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS
Los números, esos que casi sin chistar habrán de franquearle la entrada al Salón de la Fama de Cooperstown, describen muchos de los logros de su carrera: tres veces All-Star, 11 Guantes de Oro –nueve de ellos consecutivos, al menos uno con el uniforme de cada equipo en que militó, y en ambas ligas-, el mayor fabricante de doubleplays de la historia, el campocorto con la cadena más larga de juegos sin error en la Liga Americana, próximo a convertirse –gracias a su longevidad: si consigue contrato, el próximo abril estará completando 41 años de vida a la vez de arrancar su vigésima temporada en las mayores- en el de más apariciones en esa posición en toda la historia del béisbol organizado, el de mejor porcentaje de fildeo con más de 1.000 encuentros oficiales, entre otras estadísticas. Pero si los laureles pueden contabilizarse, la plasticidad no. El genio de Omar Vizquel se manifiesta en una dimensión que, de ser humana, ni proviene ni se aprecia en lo conciente: es asunto de los sentidos. No en balde, la vistosidad suele ser la categoría con que muchos testimonios asocian a algunas de los emblemas de Vizquel, como su característica jugada de tomar los roletazos o los botes de pelota con la mano limpia, o su histórica e irreproducible asociación creativa con Roberto Alomar alrededor de la segunda almohadilla de los Indios de Cleveland, a fines de los noventa. ¿Cómo se mide lo asombroso?
A estas alturas de la nota, su autor precisa tomar durante un párrafo la voz de la primera persona para hacer una advertencia al lector, a manera de una declaración éticamente necesaria: ojo, soy hincha de los Tiburones de La Guaira, equivale a decir, un resentido crónico desde hace tiempo y, claro, añorante de lustres antiguos de los que no queda casi nada tangible como no sean la samba del estadio y la moderna rivalidad con los Leones de Caracas. De modo que siempre –un lapso que abarca hasta este preciso momento en el que pulso las teclas de mi computadora– he percibido a Vizquel con la distancia escéptica, y por momentos hostil, que un fanático guaireño puede reservar para un icono caraquista. Pero también creo que es en este marco que adquiere relieve la apreciación desapasionada, si el adjetivo cabe para hablar del arte, de la obra de Vizquel. Recuerdo que el primer presentimiento de que Vizquel podría estar para cosas mayores de verdad lo tuve en un juego La Guaira-Caracas. Desde que obtuve cierto uso de razón, dicen que a la edad de siete años, 99 por ciento de mis comparecencias al estadio Universitario han sido a propósito de choques entre Tiburones y Leones. Al que quiero referirme debe haber sido en noviembre o diciembre de 1987. Iba con un buen amigo, magallanero, que, supongo, convino a acompañarme a un juego de dos equipos extraños más por la primera seña que por la segunda. En uno de esos baches en los que caen los partidos de pelota, la combinación de segunda base del Caracas completó una doble matanza de rutina, en la que correspondió a Vizquel hacer de pivote y lanzar a primera. Un relámpago que por unos segundos distrajo la atención, mía y de buena parte de los asistentes a la tribuna derecha del estadio, de las chanzas de aficionados y el llamado permanente a los vencedores de cerveza. Pero apenas instantes después, mi amigo me preguntó: “¿Te diste cuenta de la elegancia con que se volteó Vizquel?”, luego de soltar la pelota. Pues no, no la había visto. Aunque no me quedaran dudas que, de haberla visto, me habría sorprendido menos que el comentario de mi amigo, un magallanero –repito-, visceral pero escasamente erudito en el béisbol, que reparaba en un aspecto tan nimio y en todo caso ajeno a la propia acción del juego. O mi amigo se había equivocado de evento y se creía en una función de ballet del Teresa Carreño, o simplemente los lances de Vizquel daban fe de un don perceptible hasta para los adversarios con más encono.
De vuelta al ámbito de la tercera persona: de pronto la oportunidad de degustar la experiencia estética de Vizquel en juego se la debemos a la circunstancia, más bien histórica, de que la afición venezolana haya sido conquistada por deportes norteamericanos. Algún puntilloso lector anotará, con razón, lo siguiente: el baloncesto y el voleibol también son inventos norteamericanos. Muy bien. Pero las dos disciplinas que resumen el orden social, los valores éticos y las proyecciones colectivas de Estados Unidos, el béisbol y el fútbol americano, tienen varios rasgos en común: son deportes de equipo con una compleja reglamentación; el elenco que se despliega en campo difiere según el equipo esté a la defensiva o la ofensiva; se juegan con pantalones largos y, en general, con una indumentaria sobrecargada y hasta ridícula; pero, sobre todo –y lo que más interesa notar aquí-, son deportes en los que todos, gordos, altos, flaquitos, bajos, cerebrales, alucinados, lentos, rápidos, tienen cabida, una tarea que cumplir o una posición por ocupar. ¿Habría algún lugar para alguien con la complexión de Vizquel en el fútbol o el rugby o el básquet? Claro que no. Como tampoco para un Aparicio o, pongamos, para un Argenis Salazar o un Williams Ereú. Pero por algo será que en estas latitudes del Caribe nos acomodamos a este juego de larga duración, bastante estático, casi una analogía del abandono, pero con intermitentes explosiones de acción, apto para cerveceros o para gente pequeña, correosa y resistente, como un chasqui o como el propio Vizquel.

OH!MAR
El caso es que, con lo dicho hasta aquí, el retiro local de Vizquel –su despedida de campos venezolanos cuando, por fortuna, está entero y goza de salud y reflejos- y su retiro definitivo, menos inminente que cronológicamente inevitable, del béisbol, resultarán oportunidades para el reconocimiento, la conmemoración y, en definitiva, ese gran sentimiento asociado a la pelota que es la nostalgia. Como el cumpleaños de un familiar, pues.
Sin embargo, también se hace necesario caracterizar a Vizquel como un precursor en, al menos, un sentido: desde el debut del Patón Carrasquel con los Senadores de Washington en 1939, hasta la irrupción de Vizquel en el firmamento de Grandes Ligas 50 años después, los peloteros venezolanos –incluso aquellos fraguados a la sombra de esos enclaves de cultura gringa que fueron los campamentos petroleros- reproducían, desde su origen rural, la imagen del nativo un poco sorprendido y asimilado por la modernidad industrial para la cual, sin percatarse hasta entonces de ello, guardaba un bien de valor: un poco como pasó con el petróleo que yacía hasta principios del siglo XX en el subsuelo patrio sin que nadie reparara en su valor.
En cambio, Vizquel fue el primer ejemplar de la clase media urbana que arribó al béisbol mayor desde Venezuela. Más que sus mocedades en la urbanización El Cafetal del sureste caraqueño, el prestigio logrado por la profesión peloteril como vehículo de acceso a la riqueza, o, incluso, la universalización de los niveles educativos, ese origen pone de relieve algunos valores que el campocorto porta y manifiesta, tales como una cierta vocación empresarial, la aceptación y estímulo de la iniciativa individual como origen de todo emprendimiento, y su disposición en ser el primero de los peloteros criollos culturalmente dispuesto a plegarse a los mecanismos del mercadeo para promoción de su propia marca. ¿Lo dudan? Pues entonces resulta útil revisar algunos hitos de su biografía:
- La edición a cuatro manos con el periodista Bob Dyer del libro Omar!: My Life on and off the Fields, ya de por sí una aventura editorial sin precedentes en los anales de la transparencia beisbolística venezolana, vino además aderezada con típicos señuelos de promoción como las polémicas infidencias sobre José Meza –el relevista dominicano al que señaló como escaso de agallas para soportar las presiones de una Serie Mundial- y el toletero Albert Belle –nombrado como un truhán del bate encorchado-. Se ganó los enconos de los dos peloteros, algún señalamiento de deslealtad de parte de sus ex compañeros pero, en particular, muchas páginas de publicity durante la primavera de 2003.
- Su rol como entrepeneur que ha invertido en negocios como una industria de salsas y aderezos, una marca de bates -¡de bates! No de guantes- y todo un ramo del merchandising.
- La connivencia que siempre mostró ante una tendencia que hoy es norma pero de la que fue pionero: alimentar a los medios con notas acerca de los distintos flancos de su personalidad, desde su vocación para la pintura artística hasta su tumbao salsero, dando cuenta de una voluntad de integración entre cuerpo y alma casi renacentista.
La paráfrasis de la sentencia de Gramsci a la que tanto echa mano el presidente Chávez puede valer para Vizquel: mientras por un lado su estilo de juego y complexión es reliquia de algo que está por pasar a la historia, a su vez fue heraldo de un futuro que se le venía encima al béisbol venezolano, como en efecto se le vino la era del mercadeo y de los hijos de la clase profesional. Se puede decir que encarna una transición: de ser el último ejemplar de la dinastía de grandes fildeadores venezolanos en la posición, por un lado, y ser el primer hijo de la clase media urbana que llegó a jugar pelota en grande, por el otro. Custodio de una tradición deportiva concreta o fundador simbólico de una tendencia socioeconómica: ¿por cuál de esos méritos usted da más?

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