12 de diciembre de 2010

El hombre del perfil


N. de R.: Esta semana –con más precisión, el pasado lunes 5 de diciembre- Caracas presenció una apoteosis de Jon Lee Anderson, quien vino a dar un par de conferencias en menos de 24 horas. La primera vez que llegó a la ciudad, en 2001, no era todavía la celebridad periodística que es hoy y, aunque ya contaba con varios títulos editoriales de gran calado en su bibliografía y era el designado oficial de The New Yorker para crónicas y perfiles de personajes internacionales, le faltaba cartel aún para pasar por gurú. Mejor para él: había venido al país para trazar el perfil de Hugo Chávez y necesitaba para sí mismo, justamente, un bajo perfil que no lo iluminara o apenas lo hiciera. Estaba por irse de Venezuela cuando supe de su presencia por un pitazo de Sergio Dahbar, quien me pidió entrevistarlo para la revista Primicia. Anderson accedió a conversar siempre que no habláramos sobre su trabajo sobre Chávez, que apenas terminaba de reportear y que a la larga aparecería no sólo en The New Yorker sino en su antología “El dictador, los demonios y otras crónicas” (publicada en castellano por Anagrama). La restricción se cumplió a medias, por pura generosidad de Anderson en el diálogo (duró cerca de tres horas) que tuvo lugar en el Bar del Hotel Tamanaco, donde se alojaba. Para la fecha no habían ocurrido ni el golpe de opereta de abril en Venezuela, ni los ataques del 11-9 en Estados Unidos, así que habría que reconocer en el periodista norteamericano una cierta capacidad premonitoria con sus menciones a la caja de Pandora del putsch, o al Talibán.

“ESCRIBO PORQUE NO SÉ HACER OTRA COSA”

El escritor norteamericano Jon Lee Anderson ha cumplido un amplio ciclo de conversaciones con el mandatario y ha recorrido buena parte del país para el trabajo que prepara a solicitud de The New Yorker. Justifica el interés de la revista porque Venezuela cuenta en el esquema de las cosas a nivel global y su entrevistado "es el protagonista de estos cambios". De sus andanzas venezolanas concluye en que "el aire está tan cargado que no me sorprende que no haya ocurrido nada" y advierte sobre un golpe como solución: "cuando uno abre esa caja de pandora nadie sabe lo que puede pasar"

Si usted, lector, fue uno entre los escasos millares de resistentes -o sediciosos, según sea la perspectiva- que el 31 de marzo pasado se reunieron en la Plaza Brión de Chacaíto para aborrecer, en ceremonia colectiva de la individualista clase media, la supuesta cubanización del sistema educativo venezolano, quizás llegó a sentirse bajo el escrutinio de un espigado hombre que también se ha ocupado de examinar a gentes como Augusto Pinochet, Saddam Hussein o Charles Taylor, el lúgubre Señor de la Guerra liberiano. El hombre, para más señas, porta una mirada penetrante, sí, pero diáfana, tanto como el castellano que adquirió a lo largo de decenas de correrías periodísticas en América Latina y España -donde reside-.

Cualquiera, incluso usted, juzgaría como un honor haber merecido la atención de ese hombre, firma emblemática del mensual The New Yorker y biógrafo del Che Guevara. Pero, sépalo de una vez, usted no le causó buena impresión.

"Es que esa protesta me resultó demasiado pueril", larga Jon Lee Anderson con una sonrisa que hace juego con la relajada atmósfera del bar del Hotel Tamanaco donde se realiza la entrevista. "Me hizo recordar la época de la Cruzada Cívica contra Noriega en Panamá, ¿sabes? Era como un festín de gente bien que salía para gritar contra Noriega en la hora del almuerzo. ¡Imagínate que en Chacaíto se agruparon frente a un McDonald's en donde aparecían los arcos dorados o una hamburguesa gigante, no recuerdo bien, dando vueltas! Yo salí con la convicción de que ellos ni siquiera se dieron cuenta de cómo lucieron. Nosotros, en la clase media -y yo me incluyo en ella- siempre pensamos que somos los que decidimos, que somos los que tenemos que ser incluidos en la ecuación política y que, aún más, la suerte de los condenados de la tierra, de los miserables, depende de nuestra conciencia social. Pero aquí, en este país, la clase media es una ínfima minoría. La mayoría es, en una democracia, la que lleva la batuta y, en el caso de Venezuela, la gente de la clase media quizás ni se ha dado cuenta de que la mayoría es la gente pobre, la gente de los cerros. Esa manifestación fue un ejemplo más de la gente que se opone a un proceso predicándose a sí misma".

Que no se vaya a creer, en cualquier caso, que Anderson paseó su perspicacia solamente por Chacaíto. Estuvo en Barinas, en la frontera tachirense con Colombia, en los cerros de la parroquia caraqueña de La Vega y hasta en los fastos oficiales con que fue recibido el presidente chino Jiang Zemin, todo como parte del intenso reporteo de seis semanas en Venezuela que necesitó para preparar un perfil del presidente Hugo Chávez Frías. La nota debe ser publicada en The New Yorker a fines de junio, pero la aparente holgura del cronograma le dice poco al ya legendario periodista, a quien aguardaban hasta tres semanas de escritura, y otras dos de corrección, antes de entregar el texto a la revista. "Todo el proceso me habrá ocupado tres meses", acaba de sumar, quizás un lapso nada excesivo para tratarse de un periodista con reputación de meticulosidad y puntillismo.

Con cierta reserva accede a hablar para Primicia. Primero, aclara, no quiere adelantar impresiones sobre Chávez; y es que, a pesar de haber sostenido hasta tres conversaciones con el Presidente, no creía conocerlo lo suficiente como para afirmar algo contundente. Además, todavía estaba recopilando información que solamente a la vera de su escritorio, en Málaga, podría organizar para fundar conclusiones. Su comedimiento, al final, obedece también a la lealtad con su medio. "Yo soy staff de The New Yorker. Por contrato hago cinco piezas al año para ellos, que suelen ser perfiles políticos o crónicas largas que, a su vez, son perfiles de un proceso político en algún país. Mi contrato dice que no puedo hablar sobre los trabajos que estoy haciendo", advierte, para enseguida conceder que "aquí, al hablar contigo, me estoy tomando cierta libertad y queda a mi juicio hacerlo. Pero debo respetar mi contrato".

Amén de lealtad, en su trabajo Anderson hace gala de un arrojo revestido de perseverancia que, junto a un acendrado sentido de la objetividad, le han reportado memorables scoops e inquinas nada escasas. En Cuba -donde vivió tres años mientras reconstruía, mediante testimonios de primera mano y documentos inéditos, la transfiguración de Ernesto Guevara en el Che- y en medio del frenesí propagandístico por la repatriación del niño Elián González, supo arrancarle a un siquiatra local un diagnóstico de Fidel Castro: "Síndrome psicopático caracterizado por un fuerte narcisismo y tendencias paranoides". Aún antes, en Londres, se topó con el general Augusto Pinochet para completar un reportaje sobre el tirano en retiro: apenas tres días después de que circulara la edición de The New Yorker con la nota de Anderson, el juez español Baltasar Garzón libraba la orden para apresar al dictador chileno. "Claro, los militares chilenos pensaron inmediatamente que yo era el causante. Garzón dice que supo de la presencia de Pinochet un día después de que salió el reportaje... No sé. Yo creo que él ya sabía que estaba allí. En todo caso, lo que sí creo es que la publicación de su foto en Londres hizo más pesado, más shocking, el hecho de que él estuviera así, libre. Pero fue una coincidencia, de esas extraordinarias".

Ahora le ha correspondido revelar en un mínimo de 10.000 palabras los arcanos de la Revolución Bolivariana y de su máximo líder, Hugo Chávez. "Yo estuve muy feliz de que los editores convinieran conmigo en que era la ocasión para hacer un perfil del presidente Chávez", celebra la encomienda. "Ya ha estado dos años en el poder y el proceso político en Venezuela ha tenido una etapa de maduración; ya no es como ponerlo bajo la lupa en los primeros tres meses". Encuentra Anderson que la elección del tema enseña "que la gente afuera ha tomado conciencia de que Venezuela cuenta en el esquema de las cosas a nivel global y que el presidente Chávez es el protagonista de estos cambios".


- ¿No será, en todo caso, muestra de que los medios de Estados Unidos y del Primer Mundo se siguen interesando en América Latina sólo por sus personajes exóticos, pintorescos?

- En mi caso no estoy buscando lo pintoresco. Además, yo vivo en España y viajo mucho por el mundo, por lo que vengo a ser un periodista norteamericano muy sui generis. Yo no me siento contaminado por lo que pudieran ser las ataduras culturales de percepción para un norteamericano. Pero, sin duda, cualquiera que haya seguido al presidente Chávez se da cuenta de que es un hombre colorido, que rompe moldes, simpaticón, muy mediático.

- Pero, cuando le vendes a The New Yorker el tema del presidente Chávez, la revista habrá sido más sensible ante ciertos argumentos que ante otros. ¿No revelaría eso cuáles son los preconceptos dominantes?

- Diría que hay dos figuras del Hemisferio Occidental que son de interés en la actualidad: uno que siempre ha sido de relevancia para la prensa mundial, que es Fidel Castro, ya veterano; y el nuevo personaje que ha surgido es Hugo Chávez. Por supuesto, frente a él hay un arcoiris de reacciones. Pero eso lo hace más interesante, desde el punto de vista periodístico. Desde el punto de vista editorial, creo que el hecho de que se haya encargado un perfil del presidente Chávez es una demostración de su importancia. El perfil es un género que se publica, quizás, sólo una decena de veces al año entre los cincuenta números de The New Yorker. Y en cada número que aparecen, los perfiles tienden a ser el artículo de cabecera y a tener mucha resonancia.

Las cosas pueden ponerse mucho más agrias

Las viñetas de protesta light en Chacaíto, que sin duda habrán de adornar su próximo reportaje, al parecer desmerecen tamaña expectativa. A su paso por Venezuela, dice Anderson, encontró una banalidad que abisma y que parece no guardar proporción con el acertijo que representa Chávez. ¿Un fenómeno telúrico que sobrepasa su propio marco de origen? Quizás, solamente quizás. Pero entre tanto, y hasta que la historia o su sucedáneo inmediato, la sociedad mediática, emita un veredicto al respecto, la mera sospecha sirve de excusa para arrear unas cuantas verdades de observador -que no de editorialista, pues Anderson no lo pretende ser- contra el establishment venezolano... Si tal cosa existe. "Me ha sorprendido la pobreza de ideas en la atmósfera política venezolana. Me he llevado una imagen bastante mala. Si se trata de la oposición, me parece que está con ideas fijas de cómo es el presidente Chávez, y no va a salir de ahí. En muchos casos, pareciera que esas percepciones son de origen casi clasista y, en algunos casos, diría que hasta racista. Uno no encuentra mucho fondo; hay muchos chismes y hasta los mismos periódicos, supuestamente de calidad, los publican".

- Siendo experto en la cobertura de conflictos violentos, ¿no te sorprende descubrir una revolución tan relajada como ésta, la Bolivariana?

- No lo creo. Me parece que he encontrado una sociedad muy polarizada. Es más: creo que es hasta preocupante la falta de diálogo entre diferentes sectores de la sociedad. Encuentro que hay una clase media y una clase empresarial muy antagónicas con el gobierno, y eso, por lo que se siente, por lo que uno huele, y por mi experiencia anterior en otros sitios, me hace pensar que, si no hay una mejora en este sentido, las cosas pueden ponerse mucho más agrias. Aquí he conversado con ex militares que hablan de golpe en forma abierta. Esto es algo que en cualquier otro sitio te parecería muy irresponsable o, al menos, temerario. He tenido un sinfín de conversaciones con gente que realmente detesta al presidente Chávez, así como he tenido muchas conversaciones con gente que lo venera. Y es preocupante cuando no hay un campo intermedio; eso no augura nada bueno para la sociedad venezolana. Diría que el aire está tan cargado que me sorprende que no haya ocurrido nada. Y quizás esto sea un reflejo de lo positivo de Venezuela. Los venezolanos parecen tener un resorte en su idiosincrasia que hace que al final nadie llegue al muro de contención aunque, claro, leyendo la historia contemporánea de Venezuela sé que por alguna parte de todo esto hay un muro de contención, porque ha ocurrido antes: hubo un caracazo, varios intentos de golpe de Estado...

-De esta situación que has visto durante las últimas semanas en Venezuela y de su posible evolución, ¿qué parangón crees que se ajuste más al proceso político de Chávez: el Panamá de Torrijos, el Perú de Velasco Alvarado, la Argentina de Perón o la Indonesia de Sukarno?

- Bueno, si la analogía es con Indonesia, sería terrorífico. Allí los militares desencadenaron un baño de sangre en el país. Sé lo que digo porque mi familia llegó a vivir a Indonesia justo después del golpe. Se dice que mataron a 300.000 personas, sobre todo chinos étnicos y militantes del Partido Comunista que, supuestamente, estaban coaligados con Sukarno. Por eso es un poco preocupante cuando uno oye a gente hablando en Venezuela sobre un golpe como solución, porque cuando uno abre esa caja de pandora nadie sabe lo que puede pasar. También hay semejanzas con procesos anteriores, como en Panamá y en Perú, donde un sector de las Fuerzas Armadas tomó la iniciativa ante un clima de asqueo con procesos ya caducos o faltos de credibilidad. En buena parte de América Latina la democracia se ha ganado una connotación de corrupción y de agudización de la pobreza. Ante eso, lógicamente, la gente intenta conseguir una solución drástica. Por eso se entiende lo que ha pasado en Venezuela. Hay otro ejemplo que tú no me mencionaste, pero que me ha venido a la cabeza desde que llegué a Venezuela, y es el Chile de Allende. Allí un presidente socialista, elegido por una minoría, cierto, pero elegido popularmente, comienza a hacer una serie de reformas que para la clase media y los militares fueron muy radicales. Y todo sabemos lo que vino después.

Poder puro


Justo sería precisar que las abyecciones del poder no constituyen el único tópico en la mira periodística de Jon Lee Anderson. Gabriel García Márquez y el re
y Juan Carlos de Borbón, por ejemplo, también figuraron entre sus más relevantes retratos en prosa. Pero la repetida aparición de rebeldes, caudillos y jerarcas del Tercer Mundo en su particular galería sugiere un acusado interés por esta clase de líderes, cuando no simple fascinación. "Yo estoy interesado en el ejercicio del poder, en general", acomoda una definición. "Las figuras que me interesan y que he investigado tienden a ser hombres que han llegado al poder por las armas. De todos, posiblemente Saddam Hussein sea el que tiene un poder más cercano al absoluto; pero no iría tan lejos como decir que tienen el poder absoluto. Ninguno de los sistemas que yo he visto es monolítico. Yo creo que, aparte de llegar al poder por las armas, y por cierto que el presidente Chávez sale de ese cuadro porque finalmente llegó al poder por el voto popular, son hombres que han instaurado regímenes políticos que ellos perciben como revolucionarios. Como procesos dinámicos que buscan transformar radicalmente sus sociedades. Y eso también es interesante para mí. Yo no he llegado a una conclusión global acerca de ellos, y no los pondría a todos en una misma canasta, pero confieso que me interesan más estos hombres que los De La Rúa o los Fox o los Tony Blair".

Si bien nunca le hizo ascos a la vivisección de los regímenes de hombres fuertes, habrá que admitir que, al ocuparse de ellos, Anderson le da una continuidad algo más refinada a una vocación que se expresó por primera vez a comienzos de los años 80 cuando, siendo corresponsal de guerra en Centroamérica, su hermano Scott, también periodista y escritor, le propuso escribir al alimón un libro sobre la ultraderecha: Inside the League: The shocking expose of how terrorists, nazis, and latin american death squads have infiltrated the World Anti-Communist League. Un título por demás descriptivo, que nada ahorra a sus potenciales lectores. "Es que en Centroamérica me hice especialista en dos géneros humanos: los Contras y los Escuadrones de la Muerte", refiere.

Urgidos por la síntesis periodística, podría afirmarse a grandes trancos que la vida y desarrollo profesional de Jon Lee Anderson se organizan en torno a otros tres libros de su autoría: el primero, War Zones, escrito también con su hermano, es la crónica de cinco puntos calientes del globo: El Salvador, Irlanda del Norte, Palestina, Uganda y Sri Lanka; luego debió convivir con rebeldes de Afganistán, la Franja de Gaza, el Sahara Occidental, Birmania y, otra vez, El Salvador, para redactar Guerrillas: The inside stories of the world's revolutionaries; y, finalmente, con Che: a revolutionary life (publicado por Emecé Editores en castellano, ver recuadro) obtuvo, tras cinco años de trabajo, el reconocimiento internacional que su consagración a un mismo tema, el de la insurgencia armada, le debía. "Fue un poco para mí la búsqueda del por qué de esos individuos que toman esa acción en su vida y cambian la historia. Yo me fasciné con esas personas que cruzan ese umbral, porque al hacerse guerrillero hay que tomar una decisión fundamental, seas afgano, birmano, salvadoreño o colombiano; hay un momento en que tú dices: 'Voy a matar y estoy dispuesto a morir por este ideal'. Mi fin fue entenderlos, comprenderlos, para poder explicar un fenómeno que ya se hizo global. Entonces hice un libro sobre guerrillas. De eso, fui llevado a buscar la síntesis del ser guerrillero, a través de mi investigación en la vida del Che Guevara. Y eso como que cerró una etapa en mi vida. Desde entonces, hace cuatro años, me encuentro haciendo para The New Yorker perfiles de figuras que me interesan. Porque llegó un momento en el que me di cuenta de que la necesidad de seguir viendo una guerra, y otra, y otra, en realidad era una búsqueda de sentir que había experimentado todo lo que se puede experimentar. Y la última vez fue en Bosnia, justo antes de comenzar el libro del Che. Allí estuve dos meses, y me di cuenta de que no estaba aprendiendo de esa experiencia. Yo salí de Bosnia perplejo, con la única certeza de que el plomo es el plomo, no importa si es pequeño o grande, o cómo te lo tiran, es la misma cosa, y tú puedes sentir miedo así o asá, o verlo reflejado en cualquier rostro, y es el mismo terror, la misma turbación del espíritu. Y se me fue la pasión. El Che fue, digámoslo así, la primera ocasión en la que pude ganarme la vida sin que me tiraran balas. Fue la primera vez que pude llevar a mi familia a un sitio de trabajo".

La aparición del tema familiar en la charla no es gratuita. De hecho, es un issue fundamental para entender, desde cierta perspectiva, los impulsos de su carrera y buena parte de su cosmopolitismo. "Somos cinco hermanos, incluyendo dos hermanas, una china y otra costarricense", intenta con gracejo una explicación, "tengo una madrastra coreana, mi mujer es inglesa y mis hijos son como cubano-andaluces". Hijo de un diplomático de la administración Kennedy y de una escritora de libros infantiles, comenzó la trashumancia a temprana edad: a los 18 años ya había tenido ocho países, distintos a los Estados Unidos, como residencia. Finalmente encontraría arraigo en el gusto por la aventura y la pasión por el Tercer Mundo.

- ¿Nunca te has sentido intimidado frente a entrevistados como Charles Taylor o Augusto Pinochet, hombres que han decidido la vida o muerte de personas o de pueblos enteros?

- Desde el momento en que llegué a Liberia hasta el momento en que salí, fue como cuando uno entra en una prisión y camina por todos los pabellones sin guardias: tú tienes que sentir miedo. Pero lo controlas. Ese era un reino de terror. Lo más asqueroso que yo he visto jamás. Y Taylor es uno de los hombres más repugnantes, moralmente, que yo haya conocido jamás. Pero yo tenía que reservar ese sentimiento para poder escucharlo y poder sentir lo que es su realidad, su verdad. Aunque en el caso de Taylor, su verdad es de un horror total. Pinochet, en cambio, me provocó otras reacciones.

- ¿Quizás llegaste a sentir compasión por el 'Otoño del Patriarca'?

-Recuerdo que antes de ir a Chile yo leí la historia de Serge Kleinsfeld, el cazador de nazis, que buscó a Klaus Barbie pensando matarlo, en los años 70. Y cuando al final lo tuvo enfrente, con un revólver en la mano, no hizo nada. Como que se le fue el odio. Claro, yo no me sentía marcado por el odio contra Pinochet, pero me hacía la pregunta de cómo iba a reaccionar frente a él: yo, por supuesto, como muchos que han vivido en América Latina, tengo amigos chilenos cuyos padres o amigos fueron asesinados durante la dictadura. Pero estaba principalmente fascinado por lo que era el aspecto teatral de su empecinamiento en hacerse Senador Vitalicio y mirarse todos los días, frente a frente, con sus enemigos. Mi primera reacción cuando él entra al cuarto donde yo estoy y se sienta para hablar es: "Vaya, la vejez sí que ayuda". Si has sido un carnicero en el pasado, la verdad es que las canas y las arrugas te ayudan, porque todos hemos sido programados para sentir benevolencia hacia un anciano. Yo, al menos, no podía estar sentado allí y sentir odio hacia él, aunque sabía que era Pinochet y aunque su terrible verdad salió de nuestras conversaciones, en el sentido de que él se había hecho Senador Vitalicio para protegerse del castigo, y que era un hombre que vivía con temor. Que sabía lo que había hecho y que, al final, resultó un cobarde, porque él aceptaba que hubo abusos, pero sin aceptar su responsabilidad. Él quería verse como el Padre de la Patria Nueva, y sus héroes eran los Césares romanos, Napoleón, y hasta Mao, o sea, hombres del poder absoluto, del poder amoral de las grandes hazañas. Pero, a la misma vez, para él, y ésta es su gran tragedia, lo lamentable era no haber podido aplastar ciudades y conquistar tierras, a pesar de que sí derramó sangre.

-Y quizás un drama semejante lo experimente Chávez, ¿no? En el sentido de que no conquistó el poder tras una campaña armada o, bajando del monte, como quizás lo soñó, sino que llegó a hacer su revolución a través del voto.

- Bueno, a lo mejor no es justa esa comparación con Pinochet... No sé. Pinochet, sólo casi como de tercera mano aceptaba que sí, hubo sacrificios lamentables, pero necesarios para lograr lo que él creía que era la primera conquista en la lucha contra el expansionismo soviético en el Hemisferio Occidental. Es un hombre muy militar y muy de su época, de los años 30, cuando él se formó, y en eso es muy fascinante. Durante el reportaje yo estaba muy consciente de que estaba frente a frente con el último dictador verdaderamente fascista del siglo XX, descendiente directo de una línea que comenzó con Hitler, Mussolini y Franco. Tenía los mismos esquemas mentales de esa época y de esos actores, pero con un escenario muy reducido... Yo no diría que conozco lo suficiente a Chávez como para decir que sé lo que siente en el fondo, si él hubiese querido o no llegar al poder a través de las armas. Pero remontémonos a hace nueve años, cuando él era un militar, y la rebelión armada era su única opción. Luego, según tengo entendido, fuera de prisión, él comenzó a actuar en el escenario civil, y vio otras posibilidades. Creo que es un hombre que, sí, tenía el poder por delante y lo ha buscado por todos los medios posibles.

- Entrevistaste a Pinochet durante su estadía en Londres. ¿Llegaste a sospechar que estaban por apresarlo?

- Sabía que Garzón estaba detrás de él. Su entorno me hizo saber que iba a Inglaterra, no fue muy publicitado ese viaje, y es hasta banal la historia de mi encuentro con Pinochet en Londres. Al principio, los militares de su entorno no me veían muy bien, y como que cerraron filas a su alrededor para imposibilitar que hubiera sesiones de foto en Chile. Así que yo volví a España, estaba escribiendo, y seguía manteniendo contacto con el entorno familiar del general, sabiendo que iba a Londres. Entonces hice otro esfuerzo para que se realizara una sesión de foto ahí. Arreglé con un fotógrafo inglés y le pedí que encontrara un sitio cerca del Hyde Park Hotel, donde se alojaba Pinochet. Y escogió una suite presidencial en un hotel donde Montgomery tuvo su cuartel general durante la II Guerra Mundial. Lo cual, por cierto, fascinó a Pinochet. Pero cuando entramos al salón que había contratado el fotógrafo, era un lugar cursilísimo: terciopelos victorianos, cupidos por todos lados; hasta a Pinochet le pareció cursi. Pero, claro, parece que el fotógrafo lo había buscado así para tener un fondo casi inverosímil. Fue un poco cómico... Pero, bueno, vinieron el Agregado Militar, varios guardaespaldas, la hija, el nieto... Y aproveché el momento para entrevistarlo de nuevo. Al día siguiente me fui a España, terminé de escribir el artículo, se publicó en la revista un lunes 12, creo recordar, y el viernes 16 lo arrestaron.

- Con un Hussein, con un Pinochet, que te han dado su confianza, que te han abierto las puertas, ¿no has llegado a sentir que traicionas esa confianza cuando te sientas frente a la computadora y escribes algo desagradable sobre ellos?

- Yo soy quien soy, y lo sigo siendo tanto en el reporteo como en la redacción. Si eso fuera un riesgo o un síndrome o una patología mía, yo creo que eso sería algo que se reflejaría en mis trabajos. Pero creo que mis trabajos hablan por sí solos. Con eso no quiero decir que no pueda haber crítica legítima a mis trabajos. Pero, en general, la mayoría de las personas ven mis artículos como balanceados. Y a algunos no les gusta eso. Con frecuencia el equilibrio es polémico, sobre todo cuando escribo sobre personajes polémicos como estos. Hay gente de la izquierda que no puede tragar que yo me haya sentado en una misma habitación con Pinochet, o que en ningún momento de mi reportaje le haya llamado criminal. Así hay gente de la derecha que me odia por haber escrito sobre el Che y me acusan de haber resucitado el mito. Mi propósito no es condenar a nadie ni alabarlo, es llegar a su verdad. Y yo hago mi trabajo.

- ¿Eso explica que te hayas acercado a los "villanos" de la historia?

- En un momento, sí, cuando era necesario hacerlo. Yo creo que ya aprendemos cuando logras que esa gente te hable. Te digo que hace diez años en Afganistán, donde se fundó el Talibán, yo estuve cuando abolieron la música, mucho antes que se supiera de ese movimiento. Estaban todavía los rusos bombardeando. En ese contexto yo podía entender por qué esa gente se dirigió a ese tipo de acciones. Pero, ¿qué pasó después? El mundo los ignoró. Hace tres años los Talibanes dijeron que iban a volar los Budas del desierto. Pero nadie les escuchó. ¿Por qué no los entendemos? ¿Por qué no los oímos? Nadie se interesa en entender cómo una gente puede volver varios siglos atrás, y llevar a todo un pueblo con ellos.

- ¿Crees que este acercarte a personajes tan envueltos en prejuicios, ha conseguido cambiar las percepciones sobre alguno de ellos?

- Eso lo dirá el tiempo, creo. Si algo se cuela allí, muy bien. Yo personalmente siento la necesidad de seguir desentramando aspectos de la realidad más problemática. Es algo propio, personal y, simplemente, escribo porque no sé hacer otra cosa.

--------------------------------------------------------------------------------------HASTA LA VICTORIA, ¿SIEMPRE?

El renombre internacional de Jon Lee Anderson se cimentó con la aparición, en marzo de 1997, de su libro Che: a revolutionary life. Para su hechura, tuvo la meritoria paciencia, y no poca fortuna, de labrarse el acceso hasta la viuda del Che, Aleida March, y los diarios inéditos del revolucionario argentino. Ese acceso, y los tres años que vivió en La Habana para conseguirlo, le asignaron al libro fuertes sospechas de versión oficial del régimen generadas, sobre todo, desde los entornos de la ultraderecha estadounidense y del fundamentalismo anticastrista en Miami. Pero no serían las únicas presiones para el autor: al final, la redacción del original se convirtió en una suerte de carrera contra los otros escritores -el mexicano Paco Ignacio Taibo II, el francés Pierre Kalfon y, sobre todo, el hoy canciller mexicano, Jorge Castañeda- que simultáneamente preparaban textos biográficos para ese año jubilar, trigésimo aniversario de la muerte del Che en Bolivia. "Cuando comencé la investigación yo me sentía solo en el mundo, pero al cabo de un año supe de Castañeda, así como de Taibo, quien por cierto me mandó un mensaje a través de alguien que no recuerdo, algo así como: 'Oye, Anderson, yo estoy en esto ya y te voy a ganar'".

- Y hoy, ¿te animarías a hacer una comparación de esos libros y decir que saliste bien librado?

- Sí, siendo objetivo, ja, ja, ja... Kalfon es un hombre de 64 años que ha sido periodista, ha trabajado para el gobierno francés, y un hombre muy identificado con la izquierda de los años 60 y 70, un hombre que en su libro trata de reflejar su tesis, que es básicamente que Fidel traicionó al Che, es decir, un escenario Stalin-Trotsky. Yo no creo que su tesis esté muy bien sustentada, en términos periodísticos. El de Taibo no es una biografía, porque él es un escritor ameno que no esconde su simpatía por el Che. Es un libro valioso, pero no es una biografía como tal; en el mundo anglosajón es visto como una hagiografía. El de Castañeda también tiene valiosos aportes periodísticos, investigativos, pero es menos una biografía, creo yo, que una continuación de su propia tesis de que las armas no funcionaron y que la izquierda tiene que encontrar nuevas fórmulas, tesis que Castañeda estrenó en La utopía desarmada y que busca sintetizar un poco en el personaje del Che, con quien identificó las culpas o los errores de la izquierda. Creo que todos los libros son complementarios.

- Sin embargo, hay quien habla con sospecha de tu libro sobre el Che, justamente por el acceso que tuviste a fuentes cubanas. ¿Cómo es visto hoy el libro en Cuba?

- En Cuba mi libro no circula libremente. La Revolución nunca ha opinado sobre mi libro. Pero todo el mundo lo tiene. La nomenklatura lo tiene. Incluso ha habido gente de alto nivel que, privadamente, me ha dicho: "Oye, Anderson, muy bien", pero estoy seguro que esa misma gente a otros compañeros les dice que "ese Anderson traicionó la confianza, qué puedes esperar de los yanquis, etcétera". Con el libro me interesaba llenar lagunas históricas, saber lo que pasó en determinados momentos, pero lo que personalmente quería lograr y me siento cien por ciento satisfecho en haberlo hecho, era entender cómo Ernesto Guevara De La Serna se convirtió en el Che, y por qué. Eso lo logré. Conozco a ese hombre, y creo haberlo reflejado. Yo quería encontrar cómo es que cuajó la figura del Che. Y eso sí que fue sudor y lágrimas. No fue que yo estuviera sentado ahí mientras los cubanos me traían cajas llenas de documentos a mi casa. No fue fácil. La viuda del Che y yo nos simpatizamos; y tuve la suerte de que ella me abriera por primera vez el acceso.

22 de febrero de 2010

Cabeza a cabeza hasta el (verdadero) final


N. de R.: Aunque hoy luzca inverosímil o ridículo, fue cierto que, por una época, una de las cosas más importantes que ocurría en Venezuela era el juego del 5 y 6.

Uno podía ver, cada domingo hípico, largas colas de gentes de todas las edades en una espera, más o menos festiva, y a la vez más o menos incómoda, para sellar su “cuadrito”. Los programas de carreras, conducidos por un Mr. Chips o un Alí Khan, conformaban su propio prime time en las tardes de domingo. Los periódicos tenían la obligación editorial de señalar sus favoritos en las primeras planas de sus ediciones de domingo. Jockeys, entrenadores y animales eran reconocidos como ídolos.

Yo mismo tengo por un hecho histórico que esa esperanza que cada semana se renovaba, en el sentido de que el reverso de nuestra situación económica familiar estaba en los cascos de los caballos, fue uno de los rituales que más me vinculaba con mi madre y mi padre. Por un tiempo me dio por agarrar los datos de la Gaceta Hípica y similares, prorratear los tiempos de los ejemplares, hacer curvas; con el esposo de una prima, metíamos esos datos para procesarlos en una de las pioneras computadoras de Radio Shack y obtener una predicción sobre los ganadores. Que no eran muy confiables esos cálculos, lo dice la precariedad de mi vida –y mi economía- posterior. Pero en cualquier caso mis padres aceptaban las sugerencias, acaso menos por validar la metodología con que se confeccionaron, que por una fe filial en que el hijo menor pudiera estar iluminado con un don de adivinación.

La importancia del 5 y 6, y del espectáculo de las carreras de caballo, en general, seguía vigente para 1985, cuando escribí esta nota.

En ese momento yo trabajaba para el dominical “Feriado” del diario El Nacional de Caracas. Si bien trataba de recoger el habla y los temas de la calle, el magazine no se restringía a la cobertura de las tendencias que la realidad o el lugar común asignara de interés para el público juvenil. De hecho, no sólo no renunciaba a cubrir temas “duros” y “tradicionales” de la política y la cultura, sino que en cierto modo –nunca sistemático, nunca sostenido, nunca admitido- se ocupaba de traducir a la jerga juvenil esos temas, a veces, incurriendo con ese buen propósito en cierta frivolidad o tremendismo.

Esa inclinación no necesariamente comprendía un tema tan guarachero y “adeco” como el hipismo.

Sin embargo, ese año dos jinetes pugnaban, triunfo por triunfo, con una pasión propia de telenovela, por el liderato en las estadísticas de victorias. ¿El plot? Manido pero aún insuperable: el viejo maestro, Juan Vicente Tovar, luchaba para mantenerse ante las arremetidas de un joven contendor, Douglas Valiente. Fue así que la intriga por el desenlace rebasó el ámbito (ya bastante amplio entonces) de los aficionados al hipismo.

Además, por fortuna, junto a su proverbial galofilia, el director del suplemento, Luis Alberto Crespo, cargaba siempre consigo su amor por los caballos. Así que se pautó este trabajo, un perfil simultáneo de ambos gladiadores. Su título y sumario, con los que salió publicado, se deben al ingenio de Crespo.

Como se verá, no fue un reportaje exigente ni en la reportería ni la escritura. Su mayor novedad estuvo en el diseño de Karmele Leizaola para hacer ver a los rivales, frente a frente, con sus textos respectivos discurriendo en la página con un paralelismo que la vida y la muerte se encargarían de confirmar. Pero yo quedé contento. Ningún otro medio, ni siquiera los deportivos, adoptaron ese enfoque, por lo demás bastante obvio. Entiéndase: yo tenía 24 años y me contentaba con poco.

Pasarían años antes de que esa mínima satisfacción de publicar un trabajo, al menos, correcto, trocase por una expectativa mayor. Como muchos saben, en 2000, con apenas unos meses de separación, ambos jinetes cometieron suicidio. Triunfadores y famosos como eran; y no es que tenga la concepción –bastante más pueril de lo que sigo siéndolo- de que el éxito público vacuna contra la desesperanza. Sin embargo, es algo que en 1985 parecía improbable. Ahora tengo la impresión de que, en su implacable paralelismo, los destinos cruzados de Tovar y Valiente quizás constituyan el germen de una historia que pudiera arrojar alguna luz sobre la moraleja del suicidio, si es que hay alguna, o sobre el sinsentido de la vida.

DOS CABALLOS LLAMADOS TOVAR Y VALIENTE

Los hípicos sólo los han visto encaramados en los caballos, batiéndose en los clásicos en los lomos de ‘Iraquí’ y de ‘Mantle’, chiquiticos allá arriba con esos pájaros de cuatro patas, llenos de real y de fama, pero pocos se los imaginan cuando andaban en el ladre ni la vida que tienen que llevar para pesar menos que una pluma y estar mosca para pasar por la última curva con caballo y todo a la leyenda. ¿Qué hacen Juan Vicente Tovar y Douglas Valiente después de que le quitan el sillín a sus ‘cracks’ y se enfrentan a los chismes que los acusan de odiarse?

Juan Vicente Tovar: “Me dirán villano por siempre”

Sube el telón: aparece un ayudante general de una fábrica de Catia o Boleíta. Baja y vuelve a subir el telón: sale al escenario un buen padre de familia acomodada en la urbanización Los Naranjos de El Cafetal.

Lo anterior no fue ni un chiste ni una obra de ficción. Es la representación de una biografía de Juan Vicente Tovar.

“Tus ideas tienen que cambiar con el status de vida que lleves. Pienso, sin embargo, que mi único cambio ha sido el del dinero y la fama. Mi mentalidad, mi honestidad, son las mismas de cuando yo vivía en San José del Ávila. Sin embargo, cuando vuelvo al barrio noto que ya no soy bien visto. Los amigos te hacen preguntas medio imprudentes, que no encajan en ese aprecio que supuestamente le profesan a uno”.

El ascenso social no es algo que se cometa de manera impune. Lo comprueba con amargura el campeonísimo del hipismo local, el único con una Triple Corona a cuestas. A finales de los años 60, Juan Tovar era trabajador de una textilera donde se confeccionaba ropa para damas. Su aplicación lo hacía candidato firme a uno de esos botones de reconocimiento a los cinco años –o diez, o quince- de labores. En tan sólo un año, los propietarios de la empresa le habían premiado con nueve aumentos de salario. Sin embargo, su epopeya fabril se vio interrumpida por algo fortuito: los meseros del restaurante donde él y sus compañeros iban a almorzar, le consiguieron a Tovar –y a sus espaldas- una cita para probarse en la Escuela de Jinetes. El desconocido coach del restaurante que lo promovió seguramente reparó en el tamaño y contextura de Tovar, correspondientes al retrato hablado del jockey. El joven obrero fue al hipódromo a regañadientes. Y así llegó la revelación: “Cuando vi los animales de cerca, su pelo brillante, su carácter brioso… Todo me pareció fantástico. Luego, cuando conocí las caballerizas, tuve que meterme de lleno en el hipismo y dejé el trabajo y los estudios”.

El insight que experimentó lo guió a un camino repleto de faenas penosas, tan duras como las del peón de caballeriza. En su primera monta oficial cruzó toda la pista, desde el puesto 12, de donde partió, a la primera línea; se ganó de inmediato una suspensión. Cuando regresó a la cancha para su segunda monta, se fracturó una de sus piernas.

La fortuna no fue después mezquina con Tovar para compensar sus sinsabores: Tras cuatro meses de recuperación, ganó en la reaparición y el impulso le alcanzó para quedar de segundo en la estadística de jinetes de esa temporada. Hoy ya suma ocho temporadas seguidas como campeón en carreras ganadas. Ningún otro jinete lo ha hecho en la historia del hipismo local. Cosas de talento, destino y ¿padrinazgos?

“Sí, en nuestro país parece ser que todo se hace por palanca; una ayuda es imprescindible”, Tovar se apresta a la confesión. “En hipismo eso es más fuerte, porque hay poco espacio para tantos jockeys y entrenadores. De los 200 jockeys que hay, apenas somos 20 o 30 los que ganamos carreras. Entonces es muy difícil imponerse en este medio. Es necesario contar con el favor de alguien. Fíjate, mi primera monta ganadora me la dio Eduardo Azpúrua, no sé si por caridad o porque me lo merecía por el interés que mostré. Me la dio sólo para que me agarrara, porque me aseguró que era una imperdible. ¡Imagínate! Esa semana yo ni dormí. Me probaba el traje, las botas, de lo emocionado que estaba. Y en efecto gané, corriendo rectico, saliendo por el puesto 14 y llegando por el 14”.

Entre aventuras y desventuras, Tovar se ha hecho de un verdadero arsenal de recursos y triquiñuelas para ganar carreras. Su leyenda negra quizás rebase las dimensiones reales de ese repertorio. Pero no pocas veces ha sido motivo de reclamaciones y denuncias, especialmente en estos días, cuando Douglas Valiente le disputa, victoria a victoria, el liderazgo entre los jockeys. “Si la habilidad y la inteligencia son perversidad, entonces toda la vida seré un villano, porque siempre conduciré así a mis ejemplares. Las carreras de caballos son competencias y como tales deben entenderse. En una competencia es perfectamente legítimo que tú embotelles a un caballo; también es lícito que abras un caballo para defender tu carrera. Aquellos jockeys que no lo entiendan así tendrán que comprarse una pista para ellos y correr solos. Allí es cuando se ve que un jockey es bueno. Cuando tiene recursos, cuando sortea los tropiezos, cuando guarda las capacidades del caballo para el final: Ese sí es un buen jinete, no el que se queja de cualquier necedad”. Pero las virtudes del jinete, así sea un Juan Vicente Tovar, poco representan ante el aporte –o el peso muerto- del animal. “Un entrenador no puede decir que va a hacer un crack de lo que comúnmente llamamos un burro. Tampoco un jinete. Un buen jinete es el que consigue que un buen caballo gane por una nariz. Hace que el caballo le rinda”.

Tales artimañas se las consiente Tovar. Lo demás es una intensa preparación física –corre seis kilómetros todas las noches-, su constancia –trabaja 20 caballos por sesión-, y su invariable confianza en sí mismo. Trabajo y más trabajo. No apela a las supersticiones tan presentes en el hipismo, aunque admite: “Sí soy muy católico. Rezo todas las noches, al acostarme, y todas las mañanas, al levantarme. Pero no soy de los que se dan golpes de pecho y van a la iglesia con regularidad. Todos los jockeys, sin excepción, se encomiendan y persignan antes de cada carrera, pero de allí salen a la cancha a matarse. Yo no. Rezo, pero tampoco exagero. No quiero ser un católico farsante. Y a las supersticiones ni les hago caso, porque eso es ignorancia e inseguridad. Por mí, me pueden echar las siete maldiciones”.

Juan Vicente lee de todo, dice, especialmente poesía. Declama, y hasta canta, que cantando fue como conquistó a su esposa, Yolanda. Así también mata ahora el tedio de las horas de reclusión en el hogar, a las que le ha obligado el acoso de los fanáticos. “Aquí suena el teléfono 260.000 veces, con gente que pide datos. ¡Eso es horroroso! Hay que gente que llama sin siquiera ser conocida. Pero consigue el número telefónico para pedir alguna información. Por fortuna, mi esposa sabe atenderlos. Y cuando mis datos no resultan o un caballo que yo conduzco no gana, los aficionados me insultan, me dicen cosas terribles. He ido a cenar con mi esposa y mis dos hijas, y viene un tipo a insultarme, o a decirme que me odia porque una vez llevaba cinco y yo fallé en la sexta. Pero eso lo comprendo, así como entiendo los aplausos que me dan cuando triunfo”.

La popularidad de Tovar quizás no tenga parangón actual en ninguna otra figura deportiva o de farándula. Parte de su imagen la ha sabido capitalizar en endosos publicitarios, como la reciente campaña que hizo para el Banco de los Trabajadores de Venezuela (BTV). Pero a sus 35 años de edad puede que su vida útil de deportista, así como la de figura pública, se acerquen al final. Para algunos, incluso, la insurgencia de Douglas Valiente no es más que una señal del ocaso de la supremacía de Tovar. “Yo estoy preparado para eso. Tengo los pies sobre la tierra. Con la edad se van las condiciones, y con las condiciones se van los triunfos, incluso la vida. Yo le doy gracias a Dios por lo que me ha deparado. Pero voy a luchar porque mi etapa continúe, por extender mi tiempo”.

Douglas Valiente: “No sabía que existía un hipódromo”

“Eso sucede sólo en la televisión: que un jockey con su primera monta y con un outsider, gane la Triple Corona”, se mofa Douglas Valiente de las recientes hazañas del actor Tony Rodríguez como un jinete en la telenovela Las Amazonas, de Venevisión. “Eso no pasa en ningún hipódromo del mundo”, insiste, sin reparar en ningún momento en que, quizás, su propia peripecia vital es la adaptación más fiel a la realidad del típico guión cinematográfico en el que el protagonista, después de superar obstáculos de todo tipo, comprueba que nada es imposible y que lo se desea de verdad se consigue.

Estamos en el Junko Country Club, donde Valiente vive. A la vista están su Mercedes Benz 280, su quinta campestre. No están a la vista, aunque sus efectos se sientan, sus 20.000 dólares promedio de ingreso mensual y su creciente popularidad entre los aficionados hípicos –vale decir, la mayoría de los venezolanos.

Poco años atrás, Douglas no era sino un flaquito que jugaba fútbol en camineras de Maracay, estado Aragua. El quinceañero llevaba todas las de perder en su forcejeo con las matemáticas en bachillerato. Entonces supo de una vía expedita a la gloria y los cheques: Un cuñado le habló de la Escuela de Jinetes. En los caballos, pues, parecía estar una clave. Al fin y al cabo, era llanero. “Quizás de allí me venga la vena hípica. Aunque te digo, yo en Valle de la Pascua veía los caballos, los conocía, pero nunca me había montado en ellos. Mucho menos me pasaba por la cabeza la posibilidad de ser un jinete. Hasta que entré a la escuela, no monté caballo; ni siquiera sabía que existía un hipódromo”.

En la escuela la vida se le hizo dura. Se garantizaba la subsistencia “recogiendo camas” de caballos en las cuadras, a razón de cinco bolívares semanales por criatura. El sacrificio, sin embargo, quedaba resarcido por el conocimiento íntimo de los animales que lograba en las caballerizas.

El cierre de la Escuela de Jinetes, en 1976, obligó a Douglas a emigrar al sur. En el hipódromo de Ciudad Bolívar dio sus primeros pasos de jockey. Debutó ganando con la yegua Pirulera. Y se puede decir que el batacazo fue doble, pues en la misma jornada conoció a su actual esposa, la hija del regente de la cuadra donde entrenaba el animal.

Dos años más tarde, sobre el ejemplar Totón, cubría por primera vez, en prueba oficial, la distancia de la pista de La Rinconada. Era el comienzo de una travesía exitosa: en 1979 y 1980 pudo figurar entre los diez jinetes más ganadores; en 1982 y 1983 escoltó a Juan Vicente Tovar en la estadística; y en 1984 compartió con Tovar el Casquillo de Oro. “A los 26 años creo que ya he hecho bastante. He corrido con suerte y con la ayuda de algunas personas. Pero más allá de lo bueno que pueda ser un jinete, o lo malo, lo importante es si el caballo es bueno. Tú puedes preguntarle a jinetes de la talla de Gustavo Ávila y Ángel Francisco Parra si ellos han ganado estadísticas con caballos malos, y te van a decir que no. El jinete ayuda, pero no es lo determinante. Este año he ganado muchas más carreras que Balsamino Moreira, y sin embargo no voy a decir que soy mejor jinete que él. No. Él sabrá no una, sino 20 trampas más de las que yo sé”.

Esos recursos –o trampas o mañas- pueden hacer la diferencia entre la victoria y la derrota en un “cabeza a cabeza”. “Las mañas no se aprenden, nacen con uno, y yo creo que van saliendo a medida que uno va participando en carreras. Eso sí, hay que practicarlas. Pero a veces no valen de nada. Entenderse con los caballos puede ser difícil: hay ejemplares muy indóciles, que aunque uno los dirija hacia un lado, ellos cogen para otro. Con los animales uno no sabe cómo van a reaccionar”. Ese rasgo imprevisible de los animales le ha costado serios inconvenientes a Douglas Valiente. Suspensiones y fracturas están entre las secuelas de tales desencuentros. “Muchas veces pagué la novatada. En ocasiones los caballos no atendían mis exigencias, y entonces venía el golpe en los 200 metros finales, a pesar de que uno hacía todo lo posible por no molestar. Los jueces veían el foul y me suspendían”.

Tales circunstancias permiten que, pasando por sobre la veteranía y la repetición de algo que ya se ha hecho mil veces, se mantenga intacto algo de miedo –sí, por qué no llamarlo así- antes de cada prueba. “El nerviosismo no es por la posibilidad de una rodada o de ganar o de perder. Es como una tensión del momento, que te impide pensar. Si yo te digo que en el aparato de salida me acuerdo de mi madre, de mi esposa , o de mis hijos, te mentiría. Allí no se piensa en nada. Uno actúa automáticamente, con la mente en blanco, esperando que den la partida. Uno es como una computadora, programada para eso”. Durante la carrera, el jinete vigila el rendimiento de los rivales potenciales, mientras administra el de su monta. Al finalizar la competencia, la recompensa puede resultar esquiva, intangible. “Al terminar la carrera viene una especie de relax. Pero la sensación varía, según sea la posición en la que uno llegó a la meta. Si ganaste, la alegría dura poco; enseguida viene otra competencia, y tienes que adaptarte a ella. La que se corrió, ya pasó”.

Aunque el brillo de la aristocracia hípica –que incluye a no más de diez jinetes, entre ellos Douglas, cuyas ganancias mensuales pueden contarse por cientos de miles de bolívares- puede resultar abrumador, el común de los jockeys no conoce, precisamente, una vida rosa. Los que conducen a ejemplares perdedores, la mayoría, apenas perciben 200 bolívares por monta y hacen sólo un poco más del salario mínimo por mes. Mientras, estrellas como Valiente no pueden descuidarse, a riesgo de perder su status. “Todos los días salgo de mi casa a las cinco de la mañana, para estar en el hipódromo a las cinco y media y hacer ejercicios. Tres días a la semana troto seis kilómetros, aquí en las canchas de golf del club. De jueves a domingo hago dieta para mantener el peso. ¿Mi rutina los días de carrera? Los domingos, por ejemplo, me levanto como a las seis de la mañana y preparo el desayuno, en compañía de mi mayorcito, Leonardo Enrique. Después voy a las canchas y camino un poco, no corro. Vuelvo a casa y como a las nueve de la mañana desayuno con la familia. Dependiendo de la hora de mi primer compromiso, me voy a La Rinconada con tal de estar una hora antes de la prueba”.

Gana alguna carrera y se asegura los churupos para casa. Así de sencillo. O no. Porque carga con la responsabilidad de quitarse de encima la etiqueta de segundón. Ser el nuevo señor de las estadísticas. Lo que implica dejar a un lado a Juan Vicente Tovar. “Siempre salen jinetes con la pretensión de ser el sucesor de Parra, o el de Tovar. Por lo que se ve ahora en el ambiente, parece que viene una era de Valiente. Pero primero hay que descontar al campeón actual, a Juan Vicente Tovar”.

14 de febrero de 2010

Lealtad a principios


N. de R.: La foto que ilustra corresponde a Fritz Gerlich, el periodista alemán de los años 20 y 30 que cito en la nota de más abajo. Se trata de una columnita que hace algunos meses me pidió la entonces coordinadora de la revista "Producto". Creo que nunca salió publicada, o por políticamente incorrecta o acaso porque nunca se produjo la edición especial sobre libertad de prensa en la que -creí entender- iría inserta.

En cualquier caso, me pareció que la reciente defenestración de Alberto Federico Ravell de la Dirección General de Globovisión y la desactivación previsible del canal como último reducto de la impertinencia frente al teniente coronel Chávez, constituye una oportunidad para recuperar el texto de la nada.

A mí no me cabe duda de que para la prensa y el pensamiento en Venezuela se acercan momentos decisivos en los que no necesariamente el instinto de supervivencia y la lealtad a los principios tirarán hacia el mismo lado. Habrá que estar muy atentos a esa tensión y decidir lo que haya que decidir para no traicionarse uno mismo.

FÁBULA ETERNA: MORALEJA PENDIENTE

En la miniserie televisiva “Hitler, the rise of evil”, reciente y multilaureada (más por sus logros técnicos en la recreación de época que por su rigor histórico, habrá que advertir), se recuerda el martirio del periodista “Fritz” Gerlich. Conservador y protestante por formación familiar, Gerlich –interpretado en la pantalla por el actor Matthew Modine-, tras conocer a un temprano Hitler poco antes del fallido “Putsch” de Múnich, a principios de los años 20, empieza una deriva que le llevará desde una posición de derecha nacionalista a la franca resistencia antifascista. Pero, aún más importante, de manera simultánea se desplaza también del discurso panfletario al ejercicio del periodismo de investigación.

En 1932, presintiendo como inminente la ascensión de Hitler al poder, lejos de arredrarse, urge a los reporteros de su periódico “El camino recto” a conseguir indicios sobre las malas prácticas del futuro Führer. Cree que aún puede, con la denuncia, desviar el curso de la historia. Finalmente demuestra actos de corrupción en las SA, las temibles tropas de choque que mientras intimidaban a los adversarios del partido nazi en la calle, negociaban embarques de petróleo con “traders” británicos. Pero Gerlich calculaba mal, sobreestimándolos, los efectos de la revelación periodística. El pueblo alemán, que no quiere enterarse de nada más que de la gloria que le espera, vota masivamente a Hitler para llevarlo al gobierno en enero de 1933.

No pasaría más de un mes antes de que Gerlich tuviera ante sí a Erich Roehm, el jefe de las SA. Quiere conocer quién ha sido la fuente que puso la filtración en manos del periodista. Gerlich se niega a dar el nombre. Ni falta que hará: pronto el informante sería descubierto y castigado con la ley de fuga. Pero ello no evita que Gerlich vaya a dar a la cámara de torturas, primero; de allí al campo de concentración de Dachau; y, por fin, a la ejecución sumaria, en junio de 1934.

Vemos, pues, que el poder siempre anhela lo mismo. Controlar la información. Permitir o prohibir versiones. Menos obstaculizar la búsqueda de la verdad que asegurarse el predominio indisputado de una narración de las cosas que ha de tomarse por la verdad.

Claro que es cosa de agradecer a la historia política del siglo XX –o a la sofisticación del cinismo, vaya uno a saber- que a estas alturas del nuevo milenio los métodos del poder cambiaran. El trayecto del periodista, desde el enfrentamiento ante una autoridad airada que quiere conocer sus fuentes, hasta la estación final de su aniquilación, se ha prolongado. Pospuesto, incluso, por suerte. En esta Venezuela del proceso bolivariano se estiró con eufemismos mucho menos sanguinarios que la manopla y la cachiporra, posmodernos, tal vez, pero quizás más efectivos: la presión mediante la pauta publicitaria; la compra de medios por parte de capitales “amigos” del gobierno; la apertura de procesos administrativos por los organismos regulatorios; la amenaza de cese de las concesiones; el arsenal de leyes, ambiguas y punitivas, promulgadas y por hacer; la confiscación de tiempos informativos y publicitarios mediante las pertinaces cadenas nacionales. El renovado arsenal de la censura sutil y la autocensura.

Pero, cabe recordar, el motivo del poder sigue siendo el mismo.

¿Se concibe enfrentarlo con alguna dosis de coraje y honestidad menor a la que en su momento puso Gerlich?

Me parece que no.

Por eso preocupan las tibiezas de los medios que en Venezuela, ciertamente en medio de condiciones muy desfavorables, se tienen por independientes. Sus vacilaciones entre las realidades del negocio y los ideales de su misión ciudadana. Sus renuencias a adoptar códigos de ética, de transparencia y los métodos del mejor periodismo. La vocación marcada de muchos de sus responsables a hacer de aprendices de brujos, como si controlaran una perilla con la que pueden bajar o subir a capricho –disfrazado de “estrategia”- el volumen de la conflictividad, de las primicias y del escrutinio del poder.

Ninguna libertad debe darse por sentado. De hecho, siempre tienen un precio. Los tiempos por venir mostrarán dónde estaban, si los había, los Gerlich de la prensa venezolana.

12 de enero de 2010

Conversatorio con John Dinges


N. de R.: En 2004, el entonces Director Ejecutivo del Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela (Ipys Venezuela), Andrés Cañizález, me invitó a hacer la relatoría del primer taller, de dos días de duración, que dictara John Dinges en el país. Dinges, legendario ex reportero de The Washington Post, profesor de la Universidad de Columbia y -quizás la referencia más relevante para los lectores- autor del trabajo de investigación que puso a la luz pública el tenebroso entramado de la "Operación Cóndor" (el acuerdo semioficial pactado en los años setenta entre los regímenes militares del Cono Sur para intercambiar prisioneros y coordinador operaciones encubiertas de represión multinacionales), brindó entonces valiosas lecciones a un grupo de una veintena de reporteros venezolanos.

Al final del curso, para abundar, hubo oportunidad de hacer un conversatorio informal, que no fue siquiera una entrevista, durante un almuerzo. Por fortuna se registró en una grabadora lo que entonces se conversó -con el conocimiento de Dinges de que estaba on the record-, donde se abordaron otras cuestiones, quizás colaterales y menos técnicas, pero igualmente interesantes, acerca del ejercicio del periodismo de investigación, que el veterano periodista ayudó a iluminar desde su experiencia. Acá verán una versión editada de los fragmentos más destacados de la conversación, en la que también participaron el propio Cañizález y las periodistas venezolanas Narela Acosta y Luisa Torrealba.

“MEJORAR LOS TEXTOS ES UNA TAREA PRIMORDIAL EN VENEZUELA”

- ¿Es la iniciativa individual del periodista el factor crucial para que una investigación arranque y llegue a término, o aún si existe esa iniciativa, qué tan indispensable resulta que los medios asignen recursos especiales para hacer la investigación?

-Creo que el problema es un poco distinto. El asunto es que cuando un reportero tenga la idea de un tema para hacer una investigación sólida, en ese momento el diario o la televisora debe estar abierto a recibir ese tipo de ideas y disponer de un sistema para llevarlas a cabo. Lo que pasa a veces es que dicen en el medio: “Qué bueno que tienes esa idea, pero la harás en tu tiempo libre, porque tienes que terminar tu trabajo diario”. Debe existir la voluntad de las personas que manejan el dinero en el medio para invertir recursos en un tema. Pero en contrapartida, ese tema tiene que ser importante para la agenda noticiosa del medio. O sea, no puede ser una cosa exclusivamente individual del periodista, porque hay mucho egoísmo en eso también: “Yo tengo una idea y me tienes que dar tiempo”. Porque pudiera ser una linda idea pero sin mucho que ver con la agenda del medio. Con esto no estoy hablando de una agenda política, sino del concepto que el editor jefe o el jefe de redacción maneja de su medio y de la dirección que quiere imprimirle y de los temas de los que quiere que el medio se haga dueño. Los proyectos de investigación normalmente caben dentro de esa agenda. No es que no haya la posibilidad de que un tema nuevo se descubra y sea tan bueno que se deba hacer sin que necesariamente tenga que ver con la temática del medio. Pero yo creo mucho en la influencia de los editores al formular ese tipo de decisiones, que no son solamente del reportero. Muchos de los temas que los reporteros conciben son un poco así, autoindulgentes.

-Lo que pasa es que los periodistas en Venezuela solemos quejarnos mucho y colocar la disposición del medio como una precondición: “Ah, como no hay ni los recursos ni la demanda para trabajos de investigación, entonces no investigo”.

-Yo creo que no se puede hacer periodismo de investigación sin la participación de los editores. El diario debe mostrar interés por incluir regularmente una cierta dosis de investigaciones sólidas, de asegurarse de que siempre haya una investigación en marcha. Y esas son decisiones de los editores.

-Pero esa figura del editor, tal como se le entiende en la prensa norteamericana, no existe en Venezuela. Aquí predomina una supervisión que está más dedicada a llenar espacios que a hacerle coaching y seguimiento a las notas.

-Entonces se puede montar un sistema de autoayuda entre los periodistas. A falta de un editor, cuando hay una idea, un proyecto, se forma un equipo con varios reporteros que trabajan juntos y se ayudan entre ellos para pensar la investigación, para hacer la planificación y servir de abogados del diablo los unos con los otros a la hora de validar el trabajo. Siempre es importante que haya más de una mente en la investigación.

-¿Nunca trabajaste en el marco de una unidad de investigación?

-No como reportero. Como editor, sí.

-¿O sea que siempre investigaste en solitario?

-Pero siempre con muy buenos editores. Así nunca me sentí solo. Incluso cuando hice trabajos freelance. Por ejemplo, cuando cubrí el tema de unos terroristas italianos que trabajaban en Chile lo hice freelance para la revista The Nation de Nueva York. Ahí tenía un editor que sigue siendo muy amigo mío aunque hoy ya no está en la revista, ahora escribe libros; él era como mi contacto con la revista y por encima de él estaba un gran periodista que se llama Victor Navasky, que ahora es profesor en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Entonces era el editor de la revista, hoy es el publisher. Se trataba de mi primer intento por escribir algo largo, investigativo, para una revista. Antes de eso no había ido más allá de las 1.200 palabras, y este era un artículo de 5.000 palabras. Y ese gran editor me ayudó bastante en enfocarlo. Recuerdo que escribí una cosa para ellos, muy larga, que ya estaba casi lista, había pasado la primera edición. Yo estaba en España dictando un curso, y hasta allá me escribieron para decirme: “John, los elementos de análisis de tu artículo son demasiado débiles, tú estás presentando todos los hechos pero no estás orientando al lector en qué deben pensar, tienes que arriesgarte más, poner tu opinión, pero tu opinión analítica”, pero yo soy muy renuente a ello. Así que el propio Victor Navasky me mandó una carta insistiendo en que yo debía meter más elementos de análisis, y como tengo mucha confianza con él, me dije, “Bueno, voy a hacerlo”. Escribí una carta de respuesta a Victor acerca de lo que yo pensaba sobre mi investigación. Eran unas 500 palabras que después las cruzamos con el texto original, y funcionó.

-Al comienzo de tu taller en Caracas, aseguraste que Venezuela es hoy la mejor historia que puede conseguir el periodismo en América Latina y que, sin embargo, los periodistas venezolanos no parecíamos darnos cuenta de eso. ¿A qué atribuyes esta miopía?

- Esa miopía siempre existe entre periodistas. Es un hecho que de cada 100 periodistas sólo diez hacen periodismo de investigación, y otros diez o quince pudieran haberlo hecho de tener la oportunidad, pero también es cierto que 50 de ellos no reconocerían un tema de investigación aún si los golpearas en la cara. Pero me parece que en Venezuela hay una causa adicional: la politización de los medios. Porque si tú estás metido en la agenda política de tu diario, entonces no tienes espacio ni para la descripción de qué es lo que pasa en el momento histórico del país ni para dar dos o tres pasos atrás y mirar detenidamente qué pasa aquí. Me parece que hacen falta ojos frescos y bien abiertos para ver mejor qué es lo que pasa con la gente de los cerros, con las misiones, en definitiva, para reportear la realidad concreta y no la agenda política del diario.

- Criticas la politización de los medios en Venezuela pero, ¿no te parece que quizás haya momentos en los que, como periodista, si percibes que la democracia de tu país está en riesgo, debes asumir un periodismo “militante”?

- Según mi opinión, lo que pasó aquí en Venezuela no es que los medios tomaran una posición de defender a la democracia o que estuvieran haciendo periodismo de investigación para revelar los peligros para la democracia venezolana, no. Sino que exageraban algunos aspectos, adoptaron una manera muy ligera de contar las cosas, cometieron, de hecho, muchos errores, y admitieron fuentes anónimas, incluso, admitieron que algunas fuentes mintieran siempre que sus mentiras favorecieran a los argumentos de la oposición. Eso no tiene que ver con la toma de posiciones políticas, eso es mal periodismo, simplemente. Que un diario tenga una línea política es algo que no me genera ningún problema. El problema se produce cuando un diario toma una posición política que influye sobre su cobertura periodística, porque entonces típicamente hace notas que favorecen la agenda del dueño, suaviza las críticas a su posición, y con ello logran que sus lectores tengan que leer otro diario para informarse. Hay muchos medios a los que no les importa hacer esto. Otra alternativa está en soluciones como la que adoptó, en sus mejores momentos, el diario El Mercurio de Santiago de Chile, que siempre ha sido un medio muy político. Es un diario que cubre todas las noticias, reproduce todas las declaraciones más importantes del día, recoge todo el mainstream de la política y el quehacer chileno sin un sesgo político evidente. Si tú lees El Mercurio, te enteras de la información que necesitas; y eso que, ojo, no es buen diario en el sentido de que está bastante mal escrito, pero se ocupa de ser un diario completo.

- Cierta facción del periodismo venezolano parece haber asumido el siguiente criterio: “Como son tiempos excepcionales, vale pasar por alto algunos procedimientos engorrosos del periodismo ortodoxo”.

- Sé que esa es la justificación que muchos periodistas invocan aquí. Pero, en verdad, ¿qué hace un periodista cuando observa que está en peligro la democracia en su país? Es una pregunta importante, y como creo que todos somos susceptibles a esa pregunta, debemos encargarnos de responderla. Creo que la respuesta es esta: si percibes durante tu ejercicio profesional del periodismo que hay razones fundadas para pensar que la democracia está en riesgo, entonces, asume esa hipótesis como una línea informativa que debes seguir, pero trabajándola periodísticamente. A mi entender, por ejemplo, el gobierno de Richard Nixon constituyó un peligro para la democracia en mi país, no por su posición política, sino por su voluntad sistemática de mantenerse en el poder violando la constitución. Watergate fue la revelación de los crímenes a los que Nixon estaba dispuesto a llegar con tal de mantenerse en el poder. De seguir así, con un gobierno que utilizaba métodos anticonstitucionales y criminales, la democracia estaría en serio riesgo en Estados Unidos. Pero la respuesta ante esa situación de Ben Bradlee y y Katherine Graham, desde el Washington Post, no fue decir: “Como está en peligro la democracia y la historia es tan importante, tenemos permiso para mentir”. No, por el contrario. Lo que dijeron fue: “Si éramos cautelosos antes, ahora tenemos que ser cien por ciento más cautelosos. Si siempre confirmábamos una información con dos fuentes, ahora serán tres fuentes”. Ellos respondieron con más periodismo, con más rigor, para proteger la democracia. Y ese esfuerzo, por cierto, tuvo un costo porque luego, durante la presidencia de Ronald Reagan o las de los Bush, el Washington Post dejó de ser crítico con el gobierno, como compensando Watergate, porque no querían aparecer como una oposición automática frente a otra administración republicana. Por eso, muchos dicen que Watergate fue el triunfo que debilitó al periodismo norteamericano por los 30 años siguientes.

- Si hoy te confiaran la jefatura de un medio venezolano, ¿qué temas pautarías como potenciales investigaciones?

- El sistema judicial, por ejemplo: cómo funciona, quiénes son los jueces, qué decisiones toman, es decir, todos los detalles para conocer qué hay detrás de su falta de transparencia. Estoy seguro de que esta investigación llegaría a revelaciones importantes. Pero creo que más que diseñar los temas, lo que yo haría con un diario local, y sé que no se está haciendo, es insistir en que los reporteros trabajen temas humanos, donde aparezca como cosa rutinaria la gente común, en vez de los políticos y las autoridades. Temas que muestren cómo la política, la economía, las leyes, en fin, las decisiones de poder, afectan al ciudadano de la calle. Para que la gente que lee el periódico se vea reflejada en él. Historias con un fuerte elemento literario, con una línea narrativa claramente identificable, es decir, con historias que sean historias. También me parecería importante conseguir que en los medios locales los editores editen, y que los reporteros produzcan notas claras. Que todas las notas sean claras y que, si no lo son, no aparezcan en el diario. ¿Cuál es el criterio para saber si una nota es clara? Que el hombre de una educación normal la pueda entender. Cierto, es inevitable que las notas especializadas tengan unas características más complejas, pero en la manera de escribirlas deben parecer claras y simples. Mejorar los textos es una tarea primordial en Venezuela.

- Con tu investigación que puso al descubierto los entretelones de la Operación Cóndor pareces haberle puesto punto final a ese tema. Si tuvieras sólo diez segundos para resumir qué revela a investigación, ¿qué aspecto específico destacarías?

- Sería difícil en ese tiempo. Creo que me referiría, por ejemplo, a la comprobación de que un asesinato en Washington, el del ex canciller chileno Orlando Letelier, pudo ser prevenido. O que Uruguay intentó asesinar a un congresista norteamericano, a pesar de que el gobierno de Montevideo era amigo de Washington en ese momento.

- Cuando uno lee a los teóricos del tema se encuentra con una fórmula: una investigación parte de una hipótesis, y la respuesta a esa hipótesis debería bastar como resultado de la investigación. Si seguimos esta línea de pensamiento, ¿la respuesta a tu hipótesis inicial no pudiera servir como ese resumen de diez segundos acerca de lo que descubrió tu libro?

- Es que yo no tenía una hipótesis única para el libro. Lo que yo busco es lo que llamo “la historia clandestina”. Se trata de esos casos en los que se conoce la historia global, pero no se sabe quién lo hizo, por qué lo hizo, mediante cuáles métodos. Es la historia subterránea. Por ejemplo, yo ya conocía a grandes rasgos la historia que dio origen a Operación Cóndor a raíz de mi libro anterior, sobre la muerte de Letelier. Tenía mucha información y sabía exactamente dónde quería profundizar la historia para reconstruirla, incluyendo cosas ya conocidas pero otras, entonces, desconocidas.

- ¿En Operación Cóndor hubo algún aspecto de la investigación que te parece que quedó sin concluir?

- Sí, varios.

- Y, a pesar de esos cabos sueltos, ¿qué te llevó a decidir: “Hasta aquí, ya terminé la investigación”?

- Primero, que había pasado mucho tiempo y mi contrato tenía un año de vencimiento, ja, ja, ja... Pero, sobre todo, porque tú sientes que llegas a un punto en el que la investigación no produce más avances. En un momento dado estás avanzando muy rápido, todo lo que consigues es material, pero de repente empiezas a darte cuenta de que estás dando vueltas, pisando terreno conocido. Encuentras uno que otro detalle adicional, pero de manera muy poco eficiente. Esa es la señal de que ya debes sentarte a escribir y no insistir con la investigación. Parece obvio, pero hay algunas personas que no saben distinguir y siguen años y años investigando.

- Lo que hace pensar que, así como hay que tener perspectiva para identificar y abordar un tema, también hace falta perspectiva para ponerle límites.

- Es algo difícil. Si vieras el esquema inicial que hice de mi libro, te darías cuenta de que cinco capítulos quedaron finalmente afuera.

- También es posible que los periodistas, tan acostumbrados a la presión del deadline en sus medios, pierdan las referencias cuando se meten en un proyecto donde no existe esa presión externa.

- Puede ser, pero en mi caso, yo estaba consciente de mi deadline. Así que adopté un ritmo de trabajo en el que, para escribir un capítulo, primero durante una semana estaba juntando y organizando datos, es decir, metiendo en mi cabeza todo lo que iba a estar en el capítulo; y después, escribía en dos o tres semanas un capítulo de 25.000 palabras. Yo sabía que si no había terminado un capítulo por mes, estaba en problemas. Y eso se fue agilizando. Al final del proceso estaba escribiendo dos capítulos por mes. Porque es más difícil escribir los capítulos iniciales, que los finales. De hecho, hoy veo Operación Cóndor y pienso que en los primeros capítulos quedaron cosas que debí sacar, el libro arranca demasiado lento. Los primeros capítulos del libro me costaron mucho, porque para ese momento el lector no tiene todavía nada del contexto de la historia. Lo que se traduce en que uno tenga la tendencia de explicarlo todo al comienzo. Llegó un momento en que mi editor, que es un tipo muy irónico, me tuvo que decir: “Ya, John, ¿cuántas veces me tienes que explicar qué sucedió con Letelier?”.

- ¿Reescribes mucho?

- Los primeros capítulos, sí. Son una tortura. Porque a esa altura del texto todavía no tengo voz. Nunca quedo satisfecho con mis primeros capítulos, pero en Operación Cóndor tampoco quería quedarme atascado en la tarea de arreglarlos. Así que seguí de largo. Y sólo volví a esos primeros capítulos cuando terminé el libro y estaba claro que cosas que nombraba en esos primeros capítulos ya estaban muy detalladas en el resto del libro, así que podía sacarlas del comienzo.

- ¿Siempre citas la documentación que obtienes, o hay casos en que te la reservas como respaldo de tu narración? A veces el esfuerzo del investigador periodístico por hacer patente que cuenta con una documentación, pareciera entorpecer la narración de la historia.

- Yo siempre hago evidente de dónde saco las cosas, aunque nunca relato mi proceso de reportear. Sólo en algunos casos de fuentes primarias que aportan una información crucial, llamo la atención sobre el proceso de reportear, de cómo llegué a ellas, por qué son importantes. Si no es necesario para el lector saber de dónde saqué los datos, pongo la fuente al final, en las notas, de modo que no te interrumpa la lectura.

- ¿Cómo lograr que el celo investigativo de un reportero no termine convirtiéndose en ensañamiento personal contra una figura o una institución? Al final de cuentas, el periodista podría haber trabajado cualquier otro tema, pero se dedica a uno en especial, ¿no podrían estar influyendo en la elección del tema y su seguimiento los prejuicios del periodista o la agenda de su medio?

- Yo no he tenido ese problema porque mis blancos han sido villanos, dictadores, ese tipo de personajes. Mis obsesiones van en esa dirección. Admito que puede haber personas que digan que John Dinges está demasiado obsesionado con Pinochet. Mi mujer, entre ellas. Pero es verdad que uno tiene que escribir sobre el tema que uno conoce.

- En libros de texto muy importantes sobre técnicas de investigación periodística, como el de Daniel Santoro, se suele hacer mención acerca del papel que juegan las infidencias de las llamadas “viudas del poder” en la orientación y consolidación de un trabajo investigativo. Llama, en cambio, la atención que tú prácticamente no hagas referencias a este tipo de fuentes.

-Yo trato de evitar la tentación de basar mis investigaciones en los cuentos de las víctimas, de los adoloridos, de los resentidos, porque no quiero que el enfoque de ellos se convierta en mi enfoque. Claro, no los rechazo, y a veces son necesarios. Por ejemplo, yo entrevisté aquí en Caracas al coronel Roberto Díaz Herrera, porque era una fuente indispensable, directa, sobre el general Manuel Antonio Noriega, había sido su segundo… Pero trato de evitar las fuentes fáciles, la gente que quiere hablar conmigo, pero más que por su calidad de resentidos, porque suelen ser fuentes secundarias o terciarias.

- Por cierto, ¿por qué no has abordado la escritura de un libro sobre técnicas de investigación?

-Porque lo que enseño no son ideas originales mías, todas son copiadas de amigos míos, ja, ja, ja… En serio. Por ejemplo, yo defino diez pasos de una investigación en un modelo que tengo desde hace unos 20 años. Y ahora resulta que acabo de ver en el manual de IRE (Investigative Reporters and Editors) un método de organizar las etapas de la investigación con una lógica igual a la de mi modelo. La manera de describir las etapas es un poco distinta, y no recuerdo ahora si son ocho o trece fases, pero se trata de exactamente el mismo proceso. Creo que es por todas las conversaciones que los periodistas de investigación mantenemos entre nosotros, como nos ayudamos, llegamos a un método más o menos establecido.

-¿Nunca has sentido la tentación de hacer ficción a partir de cosas que has vivido como periodista?

-Sí, pero no creo que tenga el método para escribir ficción. Es más difícil, yo creo… No sé, tal vez. Mi señora siempre me dice que ya es tiempo de que escriba una novela.

- ¿Algún proyecto de libro se te ha quedado en el tintero?

-Sí, yo quería escribir un libro sobre la guerra de guerrillas en América Central. Particularmente me interesé en los guerrilleros de El Salvador. En 1980, ellos lanzaron una “ofensiva final” a la manera de la que había llevado al poder a los sandinistas un año antes. Pero mientras en Nicaragua tuvieron éxito, en El Salvador pelearon 15 días y aparentemente fueron derrotados. Nueve meses después había señales de actividad guerrillera, pero la Embajada de Estados Unidos y el gobierno salvadoreño insistían en que no, que la guerrilla había desaparecido y que sólo se estaban haciendo operaciones de limpieza. Entonces yo fui de nuevo a El Salvador, hice contactos con los guerrilleros a través de algunas personas, y me llevaron al campo. Ahí me encontré con unos guerrilleros muy bien entrenados, con buen armamento, fuertes, con buena comida, buenos uniformes, quienes me explicaron su táctica, cómo habían sobrevivido y cómo habían replanificado su ofensiva. Entonces escribo una nota acerca de que la guerra no estaba terminada y que el FMLN preparaba una ofensiva. No era que yo estaba anunciando que iban a volver a pelear, ya entonces había batallas menores, pero mi nota era como decir: “Esta cosa va en serio, hay muchos recursos aquí”. Bueno, la guerra en El Salvador duró diez años más. En un país tan chico nunca pudieron liquidar a la guerrilla, a pesar del apoyo de Estados Unidos. Me quedé fascinado con los guerrilleros. Y quería también cubrir la guerra en Guatemala, empecé a juntar documentos internos de los guerrilleros y muchas cosas de ese tipo, pero no terminé, llegué a cierto punto y sentí que sería muy peligroso hacerlo, y no tenía tiempo,,,

- ¿Por qué peligroso? ¿Qué consecuencias temías?

-Meterse en Guatemala era muy peligroso, había peligro por parte del gobierno y peligro por parte de los guerrilleros, que no eran tan civilizados como los salvadoreños. En fin, creo que la historia estaba ahí pero no pude seguir la investigación.

- Pero en el curso de tus investigaciones no habrás dejado de correr riesgos.

- Ah, claro, en Chile me tomaron preso y quisieron deportarme. Había un sector que me quería echar, asociado con la extrema derecha del gobierno de Pinochet, pero como el otro sector más blando me dejó quedar, entonces el sector ultraderechista, fascista, terrorista, se puso en contacto conmigo, y me hizo esta amenaza: “Estás expuesto, ya no podemos garantizar tu seguridad, cuidado con caminar en la calle que hay terroristas sueltos, te puede pasar cualquier cosa”. Me asusté un poco.

- Esa faceta heroica y aventurera del periodismo durante la cobertura de situaciones de conflicto, de guerra, de crisis política, siempre sale a relucir. Pero ahora también hay un debate en algunos países en torno a lo que algunos llaman “periodismo de conflicto”, y otros “periodismo por la paz”, que enfatiza la responsabilidad que cabe a los reporteros en, si no el mantenimiento de la paz, al menos sí en evitar la escalada del conflicto, tratando de no atizar la polarización y los prejuicios.

- Sí, conozco un poco la idea. Debo decir que me despierta alguna sospecha cuando se empieza a hablar del periodismo como algo que debe darle forma a la historia enfatizando algunos puntos en lugar de otros. Eso siempre da la idea de un periodismo controlado, o politizado, pero no en el sentido partidista, sino en términos de lo políticamente correcto. Hay que dejar que el periodismo siga su rumbo.

- Quienes lo propugnan también tratan de darle una visión humana a las historias, para que la cobertura del conflicto no sea sólo el conteo de bajas y consiga sensibilizar al público.

- Eso está bien, siempre que no quiera decir que hay temas que no se deben tocar porque presuntamente irían contra la paz. En todo caso, la cobertura de guerra requiere de una preparación muy fuerte por parte del periodista. Por supuesto, en cuanto a su propia seguridad. Pero también en cosas como el conocimiento de las leyes sobre derechos humanos, porque cuando tú estás en una situación de guerra debes estar en capacidad de reconocer lo que es una violación de la Convención de Ginebra y lo que no es. Normalmente, la gente no lo sabe. Ni siquiera los periodistas. Y tienes que aprenderlo, pues vas a estar en medio de una situación en la que no vas a conseguir a nadie que te diga: “Tal cosa es un problema o una violación a los derechos humanos”.

- Mientras cada vez hay más textos y talleres de periodismo de investigación, menos evidentes se hacen las nuevas generaciones de periodistas de investigación. Siguen sonando los mismos nombres.

- ¡Entonces fuimos la edad de oro del periodismo! Ja, ja, ja… Recuerden que el periodismo de investigación realmente nació como género en los años 70 y se desparramó por todo el mundo como una meta periodística que no existía antes y, tal vez, los que practicamos el periodismo de investigación en esos primeros tiempos tuvimos éxito y copamos el mercado, ¿no? Fíjense que en el Washington Post el periodista de investigación más importante todavía es Bob Woodward.

- Das clases de radio en Columbia. ¿Has hecho investigación en radio? ¿Qué especificidad de los medios radioeléctricos aflora cuando se hace periodismo de investigación en ellos?

-Sí. El equivalente en radio a los reportajes de investigación de la prensa escrita, son los documentales. Si tienes una historia muy complicada y quieres hacerla para la radio, necesita una línea narrativa muy fuerte, incluso, más fuerte que en prensa, porque realmente si no tienes una cosa muy bien hecha, el oyente se va.

- Pero, ¿consideras que los medios radioeléctricos están en desventaja con respecto a los impresos para la investigación?

- No. Yo no creo que la televisión te impida o dificulte hacer investigación. Lo que sí creo que lo impide son los formatos-tipos de espacio informativo que en los medios han decidido que son los únicos aceptables. Si tienes una estación de televisión en la que ningún reportaje pasa de un minuto y medio, no vas a hacer investigación, simplemente. Pero sería perfectamente posible que el director dijera: tenemos un tema muy importante, vamos a poner al aire cinco minutos hoy, cinco minutos mañana, cinco minutos el día siguiente, vamos a hacer entrevistas que complementen los reportajes. Parece increíble, pero en Estados Unidos las mejores investigaciones se hacen en televisoras locales.

- ¿Tienes un ejemplo en mente?

-El caso de las camionetas Ford Explorer, por ejemplo, que lo destapó una televisora en Texas. O una estación en Utah que descubrió que un alcalde viajaba a Nueva York para reuniones oficiales y se quedaba cinco días yendo al teatro, divirtiéndose. Ellos obtuvieron todos los itinerarios, incluso comprobaron que él se había traído una amiga de otra parte y ese tipo de cosas. A partir de entonces el alcalde dio ruedas de prensa en las que respondía que no, que podía ser que él hubiera hecho un reembolso tardío de gastos pero que nunca tuvo la intención de usar los fondos públicos en su beneficio. Pero entonces los de la televisora consiguieron las facturas de gastos en las oficinas del alcalde, donde aparecía la compra de unos muebles y entonces llamaron la atención del alcalde: ¿Dónde están esos muebles?, le preguntaron. Y el alcalde les prometió que en una semana los invitaría a darse una vuelta por la sede de la alcaldía para que vieran dónde estaban los muebles. Total que, en efecto, a la semana fueron a las oficinas del alcalde y allí estaban el sofá de cuero, la lámpara de 1.500 dólares… Pero de alguna manera que no recuerdo, los periodistas convencieron a un juez para que incautara las filmaciones de seguridad de las oficinas del alcalde, ¿y con qué se encontraron? En las cintas aparecía gente que durante el fin de semana había traído esos muebles costosos desde sus casas a las oficinas del alcalde, para que estuvieran allí cuando los periodistas vinieran.

- Esa necesidad de imágenes contundentes en la TV ha dado pie al uso de la cámara oculta, ¿tienes alguna posición sobre ese recurso?

- Me parece que se abusa mucho con ese recurso. Hay un riesgo evidente de manipulación. Porque preparas una situación con todos los elementos de un crimen y pones allí una cámara para registrarlo, pero con toda probabilidad el crimen no se habría cometido sin tu injerencia.

-¿Nunca te has hecho pasar por alguien para hacer un reportaje?

-A veces he llegado a un lugar sin identificarme como periodista, sólo como una persona normal, para hacer preguntas o ver algo. Pero nunca miento, nunca digo que soy algo que no soy. En la mayoría de las situaciones es una ventaja ser periodista y ser reconocido como periodista. Yo tengo que conseguir acceso y normalmente ser periodista me ayuda.

-En el taller nombraste con frecuencia la ventaja que sentiste tener como corresponsal extranjero en el Cono Sur al contar con la perspectiva que te había dado una Maestría sobre América Latina. ¿Sugieres que es necesaria una educación de cuarto nivel para hacer mejor periodismo?

-Entre los corresponsales extranjeros la tendencia es la del periodismo de paracaídas: van al lugar, son periodistas muy capaces, con mucho apoyo, consiguen una o dos historias y se van. No les parece necesario conocer ni el contexto ni la historia, ni hacerse de un entendimiento del proceso ni de nada, simplemente llegan, ven lo que está pasando y se van. Yo siempre traté de evitar ese tipo de cosas. Por eso trato primero de entender bien la situación que me voy a encontrar, trato de leer mucho, libros y documentos, no sólo diarios. Se trata de una actitud. Tiene que ver con la preparación académica pero es más que eso, es como un método de estudiar, es como ser estudiante siempre y saber a la vez cómo ser estudiante.

-Ibas a ser sacerdote…

-Sí. Los requisitos para ser cura eran filosofía y latín, que los estudié en la universidad. Después de eso estudié inglés, también historia, e hice un postgrado en Teología.

-… Y resultaste un periodista muy destacado. Pero con una trayectoria así en Venezuela no habrías podido ejercer el periodismo. No sé si sabes que aquí sigue vigente una Ley de Colegiación que reserva el ejercicio del periodismo a quienes obtengan un título universitario de Comunicador Social o su equivalente. Con disposiciones así, ¿qué crees que ganan o pierden los medios de comunicación venezolanos?

-Creo que no ganan nada. Los únicos que ganan con ese sistema son los profesores de periodismo que tienen empleos asegurados.