11 de enero de 2010

Leyenda, a como diera lugar



N. de R.: Creo que la pieza periodística por excelencia de la revista Exceso de Caracas fue, y quizás lo siga siendo, la semblanza. No sé si hay una definición estándar del género, si acaso es un género. Pero desde la fundación de la revista en 1989, quisimos entender la semblanza como una historia de vida de un personaje rutilante, en la que, normalmente, el principal testimonio provenía del propio protagonista, contrastado o completado, eso sí, con versiones de terceras fuentes. No muchas, a decir verdad. Porque también nos lo tomamos más como un esfuerzo narrativo que de reportería. Craso error. Que no impidió, sin embargo, que se convirtiera en un rasgo diferencial de la publicación, pues tampoco podía decirse que hubiese algo distinto a la noticia y la entrevista de a diario en otros medios informativos.

De esas semblanzas subo esta de Charles Brewer-Carías, quien para la fecha, 1990, parecía desdecir 50 años de naturalismo con una nueva cruzada a favor de la actividad minera en el estado Bolívar.

No hay duda de que se trata de un personaje colorido. Ya es un atractivo. Pero además Brewer dice un par de ¿imprudencias u honestidades?, que Patrick Tirney citó en su laureado reportaje El Saqueo de El Dorado: Cómo Científicos y Periodistas han devastado el Amazonas (Grijalbo, 2002), .

CHARLES BREWER-CARÍAS: INVENTARIO DE SUPERVIVENCIA

No siempre la selva lo quiere como inquilino, pero él vuelve sólo para redimirse en medio de los resquemores que suscita. "Sajoco", Tucán en lengua makiritare, fue comno le apodaron los indios en honor a su habilidad para meter las narices en todas partes. El presidente Herrera le dijo "Eche pa´lante" y se fue a invadir la Guayana Esequiba en una excursión que le costó el puesto de ministro y un matrimonio. Arruinado en el kilómetro 88, vuelve a sobrevivir a los malos tiempos bajo la inesperada identidad de un minero.

Un prolongado ejercicio de disciplina: tal vez así se comprenda que, adolescente, Charles Brewer-Carías tramara la aventura sin cuartel de rodear sus pies con alambre de púas al caminar. O quizás una cólera innata, pues, ¿a qué otra cosa achacar un sosiego tan frágil que, asegura, no soporta ni un sorbo de café o de alcohol sin explotar de ira? Hasta el arrebato místico podría funcionar como hipótesis; los amigos que bien le conocen saben que la soledad del explorador –ferviente seguidor de Gurdjeff en una época- no pocas veces traspone el ensimismamiento para alcanzar el éxtasis.

Es difícil explicar qué confluencia de circunstancias permitió incubar en Venezuela al último de los enciclopedistas, o al primero de los generalistas. Según cómo y dónde se le vea, es naturalista, fotógrafo, dibujante, poeta, geólogo, músico, artesano, lingüista, atleta de alta competencia, geógrafo, explorador, montañista, paracaidista, odontólogo; esta última especialidad es la única que refrenda un diploma universitario. Indiana Jones en versión venezolana. O un Alejandro de Humboldt de nuestros días, como lo llamó el reportero Uwe Georg, de la revista alemana Geo. El símil no es excesivo. Hasta ministro de la República llegó a ser Brewer-Carías, y si en su gestión hubiera corrido con mejor suerte, bien se podría admitir que recogió incluso la vocación de estadista del mayor de los Humboldt, Guillermo. Como los Humboldt, de Brewer-Carías se diría que es de buena familia.

Pero, por eso mismo, la vuelta de herradura de esta historia equivale nada menos a que Alejandro de Humboldt en persona hubiera aprobado, en los albores de la primera revolución industrial, la instalación de una hiladora manchesteriana a orillas del brazo Casiquiare. Sí: fue desde que, en 1982, Brewer-Carías debió separarse de su primera esposa, María Mercedes Capriles, y fue a dar con sus huesos y algunos billetes prestados hasta un rancho de zinc en la zona selvática del kilómetro 88, al sureste del estado Bolívar.

Los efectos de la mudanza sólo mostrarían una pública y premeditada manifestación algunos años después, en 1990, cuando en un artículo de opinión para el diario El Nacional de Caracas, Brewer-Carías sorprendiera al país entero al defender la actividad minera independiente en la Amazonía venezolana. Es que en el ínterin de su personal hégira, el descubridor de las simas de Sarisariñama y conquistador del cerro Autana había agregado a su currículo de 75 páginas un oficio nuevo, penoso, pero más productivo: minero.

A despecho de su imagen más esparcida, la de un boy scout recrecido, Brewer-Carías genera tantas percepciones como visiones se refractan en un caleidoscopio. En determinados círculos científicos del exterior, su palabra sirve de referencia inequívoca. Su emblemático bigote, en cambio, representa la bestia negra de los medios académicos venezolanos. Envidia, dirán algunos; rigor, replicarán otros. Por años, un director del Jardín Botánico de la UCV prohibió que se le permitiera la entrada al herbario; se cuenta que su sucesora al frente de esa institución, más sutil y urticante, al recibir las muestras vegetales recopiladas por una expedición, borró de las tarjetas de identificación los datos que acreditaban a Brewer-Carías como director de la misma, lo que en definitiva impidió que nuevas especies se agregaran al grupo de 24 que ya llevan el patronímico breweri en su denominación científica, de acuerdo a la nomenclatura latina ideada por Linneo.

De vieja data son esas rencillas. Su noción de la espectacularidad, rara contraparte de su aislamiento, le granjea enconos. Aún veinteañero, en 1962, se entera de una extraña historia: cual fantasmas, un belga y un conde serbio han bajado las aguas del río Caura para reportar que Jean Liedloff, escritora norteamericana que integraba su expedición, fue secuestrado por las huestes del cacique Kamarakuni. Inmediatamente, Brewer-Carías organiza una operación de rescate por las cuencas del propio Caura y de La Paragua, aledaño. Aunque por fin encontraría a la estadounidense –quien se había quedado en la selva con los yekuanas por decisión voluntaria y no víctima de un rapto- mientras surcaba en un bongo las aguas del río Mari, sin necesidad de rescates o mayores heroísmos, el episodio le hizo merecer unos cuantos titulares de prensa que, a su vez, levantarían ronchas entre otros expedicionarios con mayor experiencia e inclinación por el bajo perfil.

Más tarde, en 1969, la ocasión pareció reproducirse pero en mayor escala y con una puesta en escena más vistosa: el antropólogo francés Claude Bourquelot, se llegó a saber, habría perdido el juicio en la aldea de Adulima-wateri de la Sierra Parima, donde permanecía confinado junto a su colega Jacques Lizot como parte de un trabajo de campo. Acusaba a Lizot de pederasta y amenazaba con hacer daño a los demás, como a sí mismo.

Al rescate del desquiciado y sus acompañantes acudiría Brewer-Carías. Acompañado por un grupo de amigos aventureros y un médico, se lanzó en paracaídas desde una aeronave de la Fuerza Aéra sobre el shabono en crisis. Redujo a Bourquelot y lo amarró con fuerza para llevarlo de vuelta a la civilización. Tanto el salto como la captura del científico, suscitaron críticas por su improvisación, audacia y ostentación. Pero para sí, Brewer desechaba las objeciones: “¿Qué querían? ¿Que llegara navegando? Por aire, en menos de 24 horas llegamos al pueblo”.

El mineralizado círculo de amigos que lo rodeara en sus campañas de rescate y aún lo circunda, era fundamentalmente el mismo que integró su curso de paracaidismo civil en 1964. Luego ese grupo cambió de overol para fundar el Grupo de Rescate de Montaña, y en 1968 secundó a Brewer en una prueba que todavía asombra: sobre el curso del río Erebato, en lo más inaccesible de la selva guayanesa, se arrojaron en paracaídas sin cargar más nada que un machete y una caja de cerillos. Era el primer curso de supervivencia en selva que se dictaba en Venezuela. Con tan exiguo equipaje, los once camaradas vagaron por nueve días en la jungla orinoquense. No fue tan sólo una prueba sino la experiencia embrionaria para el monumental bagaje de técnicas de sobrevivencia que Brewer viene compilando desde hace más de dos décadas en un volumen que “seguramente editaré en el extranjero, y que va a ser el primero en adaptar su contenido a las circunstancias de la selva tropical, pues todos los manuales existentes, incluidos los que utiliza el ejército venezolano para su adiestramiento en la materia, corresponden a la experiencia acumulada en la tundra boreal y las junglas del Pacífico Sur durante la II Guerra Mundial”. Por ahora no son los ejércitos, sino varias empresas, las que apuran a Brewer-Carías para reanudar sus cursos de supervivencia, pero destinados ejecutivos corporativos, al parecer, sustitutos contemporáneos de los comandos y exploradores de antaño.

El primero, siempre el primero. Ese espíritu de pionero aderezado con una pizca de edulcorada fraternidad sintetizó un embriagante coctel que de pronto podría resultar explosivo. A veces parece cargado de un exceso de amiguismo y autocomplacencia: no pocos se muestran atónitos al comprobar que la toponimia establecida por las expediciones en las que Brewer participa o dirige, siempre se parece mucho a los apellidos del propio expedicionario o de su staff. Por ejemplo, sin reparar en las versiones que aseguraban que George Burns –un montañista inglés que por muchos años viviera en Venezuela, luego de acompañar en distintas empresas a Sir Edmund Hillary- había recorrido antes la ruta, Brewer, cuando subió al nevado pico Humboldt del estado Mérida por su cara Este, no dudó en bautizar el desfiladero adyacente a la cumbre como la Garganta Brewer-Carías. Siete años después, cuando exploró por primera vez el sistema de cuevas y galerías del cerro Autana, en el estado Amazonas, nadie pareció reparar en la nómina de denominaciones ilustres que endosó a los planos que había trazado –Boca Alejo Carpentier, Galería J. M. Cruxent-, como sí lo hicieron con unánime recelo en dos pequeñas bocas llamadas, respectivamente, Charles Brewer-Carías y David Nott. Nott, un escritor y periodista inglés que trabajaba para la agencia United Press International, supo remachar una fructífera yunta con Brewer. Se unió a sus expediciones más conspicuas, como la del cerro Autana o las de las mesetas de Jaua y Sarisariñama. Pero sobre todo mostró a Brewer la senda de la promoción editorial: durante esos años refulgentes alcanzó a publicar dos relatos, The Eye of God y Exploration in the lost World, este último, una vaga extrapolación del clásico de Conan Doyle.

Desde entonces, Brewer-Carías ha debido coronar cada una de sus empresas contra de -a veces, a favor de- los engorrosos vaivenes de la polémica. No lo puede evitar. Cuando descendió a las fosas de Sarisariñama, que había descubierto y voceado como las más profundas del mundo, las escaramuzas adquirieron un cierto tinte semántico, pues el descubrimiento casi simultáneo de la sima Aonda, lo obligó a referirse a sus simas como “las más voluminosas del mundo”.

Brewer ha confiado a sus amigos una definición: “No soy más que un asceta”. Tal vez por eso ni se inmuta al admitir que, aparte de una velada entre amigos makiritares ennoblecida con tripas de tapir a las brasas, no es animal gastronómico; todos los días, domingos incluidos, se levanta a las cuatro y media de la mañana. Pero hasta aquí quizás se trate sólo de costumbres. Las verdaderas tendencias de Brewer-Carías para la ascesis son otras que se manifestaron desde muy temprano, y que en su oportunidad preocuparon a la familia.

Y mire que no era un hogar que se mostrara especialmente vulnerable ante las sorpresas. Un antepasado por parte de padre, cónsul del Reino Unido en el puerto de La Guaira en el siglo XIX, proveyó al torrente sanguíneo de la parentela la flema impermeable a los excesos del trópico. Por el costado materno, la suerte del general Rafael Capó, oficial del ejército realista durante la guerra de Independencia pero que siguió su vida en Venezuela hasta perderla durante la Guerra Federal, ofrecía un claro precedente de empecinamiento.

Aún así, resaltaba la fruición con que el pequeño Charlie improvisaba silicios, infligía heridas a sí mismo, y enfrentaba toda clase de incertidumbres en excursiones por las intricadas vegas de las quebradas que cruzaban las, por ese entonces, haciendas de El Rosal, Las Mercedes, Valle Arriba o Prados del Este, siempre con la mente puesta en la prueba de “a ver hasta dónde puedo soportar”. Ya adolescente, como interno en un colegio en la ciudad andina de Mérida, preparó motu proprio un lecho con un simple tablón, para no sentir –explicó luego- inconvenientes nostalgias cuando debiese, durante sus soñadas expediciones, dormir sobre el suelo.

Los primeros indicios públicos acerca de los resultados de estos preparativos surgieron, como menciones de prensa, a propósito de sus éxitos deportivos, antes que en el excursionismo. El caso es que mientras conocía a la familia Capriles, y dentro de ella, a su mentor, Teo, y a la que sería su primera esposa, María Mercedes, se dedicó a la natación: horas y horas de entrenamiento con la meta de superarse a sí mismo. Sin embargo, las jornadas más exigentes a la par que gratificantes para Charles, eran las vísperas de competencia, cuando, junto con sus compañeros, permanecían encerrados en un cuarto oscuro de modo de sustraerse a cualquier estímulo que distrajera su enfoque sobre la justa venidera. Llegó a ser recordman nacional y campeón bolivariano y centroamericano. Pero dejó la natación cuando esa disciplina dejó de funcionar como acicate de superación. Pronto la sustituyó por la gimnasia con aparatos.

Si bastaría un régimen así para agobiar a cualquiera, entre tanto Brewer se las arregló para estudiar al mismo tiempo las carreras de Odontología, Biología, Letras y Psicología. De ellas sólo completó Odontología, pero de las que desertó no debería interpretarse necesariamente un fracaso académico. Aún en la Facultad de Ciencias de la UCV se habla del examen de la materia Ecología en el que, inopinadamente, Brewer-Carías se levantó de su pupitre y entregó el cuestionario, en blanco, al profesor de la cátedra. Este era nada menos que Volkmar Vareschi, el legendario científico surtirolés. Vareschi, que tenía a Brewer por uno de sus alumnos predilectos, no pudo más que preguntarle, con sorpresa, a qué debía el desafuero. Brewer respondió, siempre según la leyenda: “Es que ya revisé el cuestionario y me doy cuenta de que puedo sacar un 18. No me pude preparar para un 20, que es lo único suficiente para mí”.

¿Entrega mística? ¿Soberbia? Cualquiera de las dos, quizás. Por la razón que fuese, aún cuando concluyó los estudios de Odontología, decidió que no estaba preparado para la práctica profesional. Siempre contraviniendo la prudencia predicada por sus padres, se marcha a Europa por una semana, que terminaría siendo medio año de peripecias y trabajos a destajo en París y Milán. Al regresar a Venezuela, peregrina con un amigo misionero hasta las comarcas todavía vírgenes del Alto Caura. Allí permanecería un año más con los makiritares. Aprendió su idioma y una ética vital extrema: “Germán, el makiritare que sería mi tutor, fue quien me rompió los esquemas”, relata. “Yo había llegado con esas ínfulas del recién graduado, pensando que les iba a enseñar de todo. Pero un día viene él y me empieza a preguntar cómo puede hacer para sembrar caraotas y para fabricar una lata de aluminio donde envasar sardinas. Por supuesto, me enfrasqué en una explicación técnica, pero enseguida me di cuenta de que no concretaba nada, y de que Germán me había hecho esas preguntas sólo para cuestionarme y decirme de alguna manera que yo, para ellos, no era más que un recién nacido. Así aprendí que entre los makiritares el tener no equivale a adquirir y atesorar cosas, sino a saber hacerlas. Para ellos, pertenecer a una cultura es la capacidad que tiene cada individuo de volver a generar los objetos de esa cultura”. Para Brewer el desquite vendría dos años después, en una visita de Germán a Caracas. En su apartamento, el rubio asimilado como aborigen, pudo tocar para el capitán makiritare una de las melodías pentatónicas de la etnia en una flauta de madera construida por el propio Brewer. Germán no tuvo más que oficiar la unción con estas palabras: “Sajoco, ya eres un hombre”.

Sajoco, Tucán en makiritare, es el apodo que sus otros compatriotas endilgaron a Brewer, porque metía las narizotas en todo.

Pero esa curiosidad, indispensable para la sobrevivencia en la selva tropical, no le reportó a Brewer más que impasses cuando en 1979 el presidente de la República, Luis Herrera Campins, le pidió encargarse del, entonces por estrenar, ministerio de la Juventud. Quizás sea exagerado evocar la imagen del elefante en la cristalería. Pero no hay duda de que Brewer sucumbió ante el síndrome Cocodrilo Dundee. Ante la zamarrería citadina de los políticos, poco pudo su obstinado voluntarismo.

Mientras propiciaba el cierre de algunas de las principales avenidas caraqueñas los días domingo para habilitarlas como circuitos de jogging, su otra cruzada sanitaria, la prohibición de comerciales de cigarrillos en medios audiovisuales, le ganó la ojeriza de la poderosa industria publicitaria. Sus campamentos juveniles de frontera generaron unas escenas de filiación paramilitar que desagradaron a la izquierda. Su lema, “Ni un centímetro para Colombia”, lo enfrentó en un tour de force con Bogotá, mientras en la Casa Amarilla se afanaban en remensar los desgarros abiertos en la histórica relación colombo-venezolana por el ministro novato. Por fin, el caldero de la tolerancia desbordó: Brewer ideó unas incursiones secretas en la Guayana Esequiba que, según el aventurero, contaron con el beneplácito, informal y vernáculo, como lo era el propio presidente, pero explícito, de Herrera Campins: “Eche pa´lante”. Cuando el escándalo internacional estalló, alguna oficialidad del ejército cuya presunta ineptitud había quedado en evidencia por el dinamismo de Brewer y sus habilidades para ganarse el favor presidencial, aprovechó para pasar factura y exigir la salida de Brewer del gabinete. Lo que no fue obstáculo para que el video de dos horas de duración que Brewer grabó en territorio guyanés y que mostraba instalaciones militares del vecino del este, fuera estudiado por el muy secreto Grupo de Planeamiento de Operaciones de las Fuerzas Armadas, y que derivara al Pentágono, entonces inquieto por la posible configuración de un eje La Habana-Georgetown.

Cuando arreciaba la cacería contra el ministro, y en la Guyana de Forbes Burnham se desplegaban afiches ofensivos con el rostro de Brewer como ilustración, este pretendió jugarse la carta presidencial. “Presidente”, le dijo por teléfono en busca de un espaldarazo, “cuando quiera podemos reunirnos para poner a su disposición mi cargo, si por exigencias políticas así lo requiere”. La respuesta de Herrera Campins lo congeló: “Cómo no, pase por mi oficina esta tarde a las cuatro”. Desde esa tarde de la destitución, Brewer no habló con Herrera. “Creo que ha sido el golpe más fuerte de mi vida”. Pero aún le esperaba más.

La de su capital político no fue la única mengua que sufrió tras la aventura militar. Según relata, al dejar su despacho en la avenida Urdaneta de Caracas, tuvo que pedir 300 bolívares prestados. Parte de su patrimonio se había escurrido en el financiamiento de los raids al interior de Guyana y operativos de captación de la juventud exploradora. La inopia en miras fue el caldo de cultivo ideal para las desavenencias matrimoniales; se separó de María Mercedes Capriles tras veinte años de unión y tres hijos. Vuelta al ascetismo: Brewer renunció a su porción de bienes en el reparto del divorcio.

Guiado a la sazón por unos amigos, llegó al mítico kilómetro 88 de la rita a la Gran Sabana, un lugar todavía relativamente inexplorado. Le acompañaban la que sería su nueva esposa, Fanny Mendoza, y su bagaje de aventurero. En busca de diamantes, allí hizo de obrero y de buzo. Uno de sus contratantes, Livio Calligaro, supo del exministro y pronto le tomó confianza. Con un préstamo del italiano, Brewer empezó sus andanzas como empresario del oro. Pero no sin tropezar con los resabios de su pasado, Repetidas denuncias –presentadas, entre otros, por parlamentarios como Vladimir Gessen y Carlos Tablante- sobre concesiones logradas mediante favoritismos, prospecciones clandestinas de minerales estratégicos y otras presuntas malandanzas, lo vienen afectando. Hasta mantiene un pleito de linderos con otro minero italiano que, a una semana de iniciado el diferendo, apareció muerto en Ciudad Guayana; algunos se arrojaron a los tribunales para denunciarlo como autor del homicidio. Pero el propio señalado y la verdad documentada –esta con más éxito que aquel- desecharon esas versiones. Según Brewer, todo obedecería a una “campaña orquestada” por sectores camuflageados entre las instituciones, interesados en echarle el guante a la producción minera, por una parte, y grupos radicales inspirados en el Libro Verde de Muammar Al Gaddafi, que habrían olisqueado las favorables condiciones objetivas para la subversión armada en ese territorio.

De idéntica manera, ante los reparos ecologistas, el otrora naturalista ha ensamblado una argumentación cáustica, osada,sí, pero efectiva: “En toda la historia de la exploración aurífera en Venezuela no han sido deforestadas más de 500 hectáreas de superficie selvática. Ahora, ¿por qué no preguntan cuántas fueron deforestadas para Los Pijiguaos? ¿O para la carretera Upata.Santa Elena de Uairén? ¿Por qué no hablan del desastre ecológico de los cerros Bolívar y El Pao? ¿De las represas que se planean en el alto Caroní? Además, apuesto a que en 50 años más, las actuales minas de oro estarán cubiertas por árboles. Creo, entonces, que de lo que se trata es que se pueda explotar el oro el oro en la máxima porción con el menor impacto ecológico. Para eso, hay que reglamentar. Pero no se pueden desdeñar los 7.000 millones de dólares que al año produce la explotación del oro”.

2 comentarios:

Jesús Bermúdez H dijo...

Charles, un gran explorador con personalidad, le conoci en el Edif. El Universal en la Av. Urdaneta cuando asistía al Ministerio de la Juventud paraunos cursos de primeros auxilios médicos, rapell, supervivencia entre otros, luego coincidí en una excursión a Bochinche sector mas allá de Tumeremo para unos campamentos de fronteras que realizaría el ministerio, estuve en varios de ellos, luego lo ví coordinando la búsqueda del naufragio donde perecieron los del Grupo Madera , Chicón de la UCV (donde estudiaba para la época, fue la primera vez que me monte en un helicoptero como voluntario- observador. Tantas cosas que contar que estoy tratando de escribir para mi 2do. libro.

Jesús Bermúdez H dijo...

Muy cierto