8 de enero de 2010

Béisbol menor


N. de R.: La verdad es que poco o nada tiene que ver con periodismo. Pero no aguanté las ganas de subir este texto, recientemente publicado en la edición aniversaria de la revista "Olímpicas". En ocasión del inicio de la temporada de béisbol profesional en Venezuela, al amigo Ramón Navarro se le ocurrió pedir a algunos colegas y firmas de prestigio, relatos donde el béisbol fuera protagonista o escenario. Esta es la narración, medio autobiográfica, medio ficcionada, que envié.

El juego no termina hasta que se acaba


Yo tendría entonces, ¿cuántos? ¿Nueve, diez años de edad? No recuerdo bien. De lo que sí estoy seguro es que había traspasado los siete años, el umbral de lo que, según mi mamá previno en los almuerzos de familia (todavía o no había llegado el televisor a casa o no almorzábamos frente a él, así que se podía conversar), sería la “edad de la razón”. A partir del séptimo año de vida, alegaba mi mamá, el niño estaba en conciencia de que el mundo iba más allá de su yo. El niño, ese niño indeterminado al que mi mamá hacía referencia con tono de laboratorio conductista, en casa no podía ser otro sino yo, el menor de tres hermanos, dos de los cuales sufrían ya para aquel momento las consternaciones de la pubertad.

En liceos públicos, mi mamá enseñaba física y esas matemáticas que por una época dieron en llamar “modernas” así que, teniéndose por integrante de la vanguardia magisterial en Venezuela, gustaba de atender con pedagógica equidad tanto las observaciones de Jean Piaget como las máximas de la sabiduría convencional. Ambas fuentes coincidían, al parecer, en la trascendente inscripción que debía advertir sobre el capitel de entrada a los siete años: “Desde aquí serás una persona, abandona cualquier esperanza”.

Lo cierto es que tendría entonces nueve o diez años de edad, repito. Es decir, de dos a tres años de lidia con las revelaciones del mundo externo. Tiempo suficiente quizás para probarme a mí mismo que tenía, o no tenía, con qué afrontar las desilusiones que desde temprano nos depara la vida. Aunque hoy sigo creyendo que demasiado temprano para darme por enterado de que la vida es una mierda.

Fue en esos días que me tocó enterarme de ello por boca del señor Fermín.

Por circunstancias que nunca conocí y que por lo tanto no tengo por qué recordar a efectos de este relato, el señor Fermín se había convertido a la vez en Gerente General y patrocinante de Los Potrillos BBC, el equipo de béisbol de liga menor al que no me propuse pertenecer pero en el que me había ganado un puesto, o eso creía, más que por perseverancia o talento, por el mérito exclusivo de estar ahí.

Tampoco recuerdo si Fermín era nombre de pila o apellido. Pero el señor Fermín se había vuelto importante. Al comienzo sólo éramos un grupo de muchachos que jugábamos caimaneras en una pequeña planicie que había sobrado luego de que se levantaran las quintas de la nueva urbanización. El terreno tenía una geometría más caprichosa que la del Fenway Park, con dos cerritos que lo circundaban en forma de herradura, del left al right pasando por home, concediéndole así un cierto aspecto de anfiteatro. En lugar de un vallado, al fondo se alzaba una barrera de bambúes. Podía decirse que los espigados tallos, además de muralla, también hacían de pista de seguridad, pues estaban justo al borde de una barranca que caía en picado sobre una quebrada.

Un día, sin mayor aviso, llegaron unos obreros a aterrazar las laderas de los cerritos. Hasta un Caterpillar vino para ayudar a definir las gradas de tierra. Pusieron un backstop de rejas y clavaron tres almohadillas y el homeplate. Después conocimos la noticia de que alguien, el mismo que había ordenado las obras, había inscrito el campo y el equipo en una liga de béisbol infantil.

Así apareció el señor Fermín. Supongo que quien trajo la noticia de la inscripción lo conocía. Yo no, hasta entonces. Como les dije, ni menor ni mayor aviso había llegado sobre su existencia al rincón que yo ocupaba. Ese rincón estaba cada vez más escorado hacia la raya del right field, por mera estrategia de sobrevivencia. Yo, que me ponchaba a cada rato, tenía alguna, no sé si destreza , pero sí disposición, para atrapar los batazos elevados. Como, aún así, no sentía mucha confianza por mí mismo, preferí confiar en las leyes de la física, esa física que mi mamá enseñaba. Intuí que no salían muchos batazos hacia el rightfield. Me adueñé de esa posición que, la verdad sea dicha, nadie codiciaba. De forma deliberada me colocaba casi encima de la raya de foul, para no hacerme notar mucho, sobre todo por parte del centerfield, con quien ni por equivocación quería disputarme un globo que transitara por la zona intermedia de los dos jardines. La estrategia funcionó. Apenas me alcanzaron unos cinco flies, de los que cuatro se me cayeron del guante, y sólo uno de esos errores costó un par de carreras. Los demás resultaron inofensivos. Con todo y mis ponches no me hacía notar pero seguía allí, cubriendo el rightfield de Los Potrillos BBC, en las caimaneras y, luego, cuando empezamos a jugar partidos de práctica contra equipos organizados de distintas ligas, por varios meses, en espera del gran día, cuando jugaríamos por fin uniformados nuestro primer encuentro regular.

Aunque antes de eso llegaría el día que supe que la vida es una mierda.

Ese día fue sábado. Todos, jugadores y no jugadores, aspirantes al recién formado equipo, muchos a quienes yo nunca antes había visto, estábamos reunidos en casa del señor Fermín. Le habían llegado los uniformes y esperábamos que los repartiera. Lo que se escuchaba desde el porche de la quinta de estilo colonial, entre columnas abombadas como baobabs y mesas de pantry, era el jaleo de plásticos y cartones rasgados. El señor Fermín, se suponía por los sonidos que venían del maletero de su casa, abría los empaques contenedores donde venían las distintas piezas del uniforme –gorra, camisa, pantalón, una sudadera manga larga, medias tobilleras y de estribo; los spikes los ponía cada quien- para armar el kit de cada jugador. Todos esperábamos el llamado personal: “Fulano, toma; aquí tienes tus vainas”. Los hombres se hablaban con malas palabras.

Mi expectativa personal estaba también un poco teñida de bochorno. Como mi nombre le resultara muy extraño, el señor Fermín había resuelto llamarme “Everest”. No es que me avergonzara del nombre de guerra que me endosó, pero habrá que admitir que un sustantivo personal tan encumbrado no ayudaba mucho a mi propósito primordial de pasar agachado.

Pero nunca más oí el vozarrón del señor Fermín pronunciar ese Everest. Lo que siguió lo recuerdo con esa viscosa sensación de cámara lenta que acompaña a algunas pesadillas.

Desde el otro lado de la pared, todavía invisible, lo que dejó oír el señor Fermín arrojó sobre todos nosotros una sentencia bíblica:

- Ya vamos a empezar con el reparto. Pero les digo: a cada uno, antes de entregarle su paquete, les vamos a revisar la ropa interior. El que tenga los interiores manchados ni tiene uniforme ni juega.

En una fracción de segundo, que en la cámara lenta onírica equivalió a toda una jornada de reflexión, vi con claridad que mi carrera de beisbolista llegaba a su fin.

Para que se entienda mi certeza y no se vaya a atribuir a unas repentinas dotes de clarividente, a estas alturas debo introducir un dato: a los siete años no sólo tuve que aceptar el abandono de mi dulce inconsciencia de párvulo. También renuncié a una prebenda mantuana que extrañamente se reservó para mí en ese hogar de clase media, profesional, liberal, donde me crié: que me limpiaran el culo. Terminaba de defecar y un perentorio “¡ya!” desde la poceta conseguía que nuestra señora de servicio doméstico, una solícita andina, acudiera a realizar la labor. Hasta que algo hizo pensar a mi mamá que en su cronograma del desarrollo infantil, a los siete años de edad, ya no había lugar para semejante práctica.

Así que a mis nueve, diez años de edad, las chapuzas de inexperto que cometía tanto al encargarme de mi razón como al usar el guante de béisbol, también tenían lugar en tan íntima rutina de mantenimiento. A decir verdad, los resultados no siempre eran todo lo prolijos que debían ser, y aunque no podría asegurar que ese día preciso tuviera algo de qué avergonzarme, opté por no arriesgarme en la supuesta revisión.

Me marché. No tuve oportunidad de saber a qué se debía la inesperada condición del chequeo de ropa interior. Hasta entonces nunca tuve evidencias de que el mecenazgo del señor Fermín entrañase un propósito más elevado de formación ciudadana o de promoción de las buenas costumbres. Tampoco, como llegaría a sospechar mucho tiempo después, que sirviese de retorcido pretexto para desvestir muchachitos. A lo mejor sólo fue una fanfarronada, una broma pesada hecha para asustar a los que podía asustar, como yo. Ni tan sólo me quedé para saber si me tocaba un uniforme. Supongo que no. Mi palmarés deportivo no daba para mucho.

Por supuesto, mi amor propio quedó herido. Aunque tampoco voy a exagerar. Sí, me divertía jugar béisbol, sin compromisos campeoniles. Sí, fantaseaba con hacer de Enzo Hernández o Ángel Bravo o José Herrera o, dadas mis limitaciones, de “Pipo” Correa, el eterno suplente de los Tiburones de La Guaira. Pero en ningún momento ambicioné ser un pelotero.

De modo que no fue por esa leve desilusión, vinculada con la mierda de una manera tan explícita, que supe que la vida era una mierda. Lo vine a saber al momento que también supe, unos días después, que el mismo señor Fermín en persona le había dado el uniforme -que era como el matador dándole la alternativa torera al novillero- a Douglas.

Douglas lo merecía por muchas razones. Era el único muchacho del barrio vecino que se había integrado al equipo. Era el único aparentemente pobre y a todas luces negro. Esos logros morales tenían que ver con sus aptitudes deportivas: también era el mejor del equipo. Según las necesidades, jugaba como short, pitcher o centerfield. Cualquiera fuera la posición, eso sí, al batear equivalía a una garantía casi absoluta de jonrón. Su sola presencia en el lineup atemorizaba a los rivales. De hecho, sólo su presencia permitía vislumbrar un equipo de béisbol de entre un grupo de pánfilos de clase media.

El detalle es que Douglas siempre olía a orines. Siempre. Los demás pensamos primero que se trataba de un asunto de mala higiene. Pero el propio Douglas abordó sin tapujos el tema. Dijo que padecía de una condición del organismo que le impedía controlar la micción. Por supuesto, no lo dijo así. Por ese tiempo manejábamos otra clase de vocabulario, fuéramos pobres, menos pobres o no tan ricos.

Una vez, en plenas prácticas, se orinó encima del mismo bluyín desteñido que usaba todos los días. Salió corriendo al baño de la casa adyacente que provisionalmente nos servía como vestuario y cantina. Cuando regresó –húmedos los pantalones por un intento apresurado por lavarlos con jabón de tocador-, explicó con lujo de detalle cómo su condición corría con la culpa del embarazoso –para cualquier otro, pero no, al parecer, para él- episodio. Como colofón definitivo para sancionar, fuera del alcance de cualquier duda, su padecimiento, reveló que en ese mismo instante aún tenía “el pipí inflamado”. Hizo un ademán para mostrarlo. Nadie se ofreció para constatarlo. Todos nos conformamos con creer sin ver. Esa tarde, yo volví a casa con el cuento. Me hice eco de la versión de Douglas. Pero a pesar del color de la anécdota, como que me pareció poca cosa expresar los síntomas con las mismas palabras. Así que hice gala de lo que aprendía en mi colegio privado y narré toda la peripecia, sembrando cierta estupefacción sobre la mesa de cena familiar, al incluir el diagnóstico: Douglas tenía “el pene” –acerté en refinar el léxico- “inflado” –entonces sí que me equivoqué-.

Total que la injusticia escandalizaba: si el control de esfínteres y el cumplimiento de normas de higiene figuraban entre los requisitos para hacer filas en Los Potrillos BBC, Douglas, con todas las de la ley, no podía tomar parte. Aunque, qué va: siguió haciendo de las suyas en varios campeonatos, usando el uniforme del equipo y, supongo, esparciendo sus fragancias de enfermo por los diamantes de la liga infantil.

No podía creer que una regla que se anunciaba tan severa para mí, fuese pasada así por alto para otro. Confieso que tramé distintas venganzas, que nunca llevé a cabo. Pensé también en desprestigiar a Douglas pero, ¿cómo? Era la clase de tipo que se orinaba en medio de un campo de béisbol sin conmoverse. Contra eso no se puede.

Seguí dándole vueltas al asunto por un tiempo, hasta que le perdí la vista a Douglas o al béisbol, no sé, o vino otro rencor a instaurarse en mi ánimo.

Muchos años después tropecé en el diario con una nota de la sección de sucesos. Era sucinta e impersonal como el resto de los partes policiales, más o menos similares, que competían por la página y la atención de los lectores. Reparé en esa nota en particular porque reportaba una muerte por disparos en el barrio vecino al edificio de apartamentos donde viví durante mi infancia. Aparecía la foto de la víctima: sin duda se trataba de Douglas, con dos décadas encima. Como hasta ese día no había tenido noticias de él por los medios –quería decir que no había alcanzado la fama en ligas profesionales-, yo lo hacía bateando pelotas con el fongo a novatos , como coach en alguna de esas granjas de talentos bisoños que hay en provincias. Pero no. Estaba en el tráfico de drogas, me refutaba el expediente de la policía científica. Su muerte se produjo durante “un ajuste de cuentas entre bandas rivales que tratan de controlar los negocios clandestinos” en la zona. En declaraciones quizás no escuetas en su origen pero necesariamente podadas en la redacción para aprovechar el espacio disponible, sus familiares, reunidos frente a la morgue de Bello Monte, pedían justicia para su deudo que, insistían, no se metía en nada raro, era sano; incluso, era deportista.

Sí que era deportista, pensé. Sano, quién sabe; estaba el asunto de la micción.

No sentí que el tiempo me hubiese traído la satisfacción de una revancha tan tardía como desproporcionada, no. Como tampoco sentí pesar. Ya nada de eso tenía que ver conmigo. Pasé la página.

No hay comentarios: