24 de octubre de 2009

El Perú que no pudo ser



N. de R.: Este fue mi primer viaje al Perú, un país que con el tiempo se me haría familiar y entrañable. Como la rica comida de esa nación, la experiencia me resultó tan novedosa como difícil de digerir de entrada.

No era cualquier Perú al que llegaba. En marzo de 1990, fecha de la visita de una semana que hicimos junto al fotógrafo Juan Carlos Kako Oropeza, parecía deshacerse en el caos de los últimos días del primer gobierno de Alan García.

Los cambistas pululaban con sus paquetes de intis (y papeles sin valor para hacer la estafa del paquete chileno) en las calles. La inflación añadía un dígito diario al costo de los bienes. Hacía tiempo que la ofensiva de Sendero Luminoso apuntaba al corazón de la República, Lima, después de bajar de su Ayacucho originario.

Para colmo, iba a cubrir un episodio también inédito, casi incomprensible. Mario Vargas Llosa, el escritor que había “traicionado” a la izquierda castrista, ahora se ofrecía para salvar a su país del abismo. Su candidatura presidencial aparecía como favorita para ganar las elecciones de mayo de 1990, en una sola vuelta.

Fue una de las afortunadas locuras de Ben Ami Fihman, el editor de la revista “Exceso” de Caracas, para la que yo trabajaba. No sé si se le ocurrió o compró la idea insensata, para una revista pequeña y que recién empezaba, de enviar un reportero y un fotógrafo a cubrir la candidatura de Vargas Llosa. Creo recordar que instó al escritor Juan Liscano, amigo de Vargas, a conseguirnos un cupo en la que sería la última gira del escritor-candidato por el interior del Perú. Tuvo éxito. Entre tanto, Ben arregló un intercambio con la antigua Aeroperú, de una página de publicidad por nuestros dos boletos.

Así no sólo Ben se ganó uno de sus primeros dolores de cabeza administrativos en la revista –que, por otro lado, habría de acumular un gran prestigio como marca editorial en el limitado mercado venezolano de revistas, lamentablemente dilapidado por sus actuales propietarios-, sino que terminamos Kako y yo a bordo del convoy periodístico que siguió por una semana a Vargas Llosa por el denominado Norte chico, una zona de oasis agrícolas sobre la franja desértica de la costa peruana.

No había espacio para relatarlo y por entonces yo le tenía un terror a narrar en primera persona que con la edad ha perdido algo de su filo. Pero, de haber sido de otro modo, quizás el making of del reportaje hubiese resultado una historia más atractiva que la que finalmente se publicó. De hecho, la inusual estructura de la nota –con una crónica cuyo texto discurría, gracias a los desvelos creativos de la diseñadora Kataliñ Alava, en paralelo al de la entrevista que Vargas llosa nos concedería, ya de vuelta en Lima, después de la gira- trata de responder a las diversas dimensiones simultáneas de la experiencia.

En cierto modo, la gira pudo servir de materia prima para una road movie y su clásico guión iniciático: la transformación que va ocurriendo en el camino. En este caso, la transformación fue interior, no tuvo que ver mucho con aventuras. Mi disposición hacia Vargas Llosa, todavía bajo el influjo del hogar de izquierdas donde crecí y por lo tanto, muy prejuiciada con respecto a la posición política del escritor, fue cambiando según iba oyendo a bordo de las van donde viajábamos los comentarios, suspicaces o despectivos, de los reporteros internacionales (austríacos, italianos, estadounidenses, de distintas nacionalidades pero todos muy progres), sobre el candidato y sus intenciones. Fui experimentando una inesperada apertura, quizás como reacción, hacia lo que Vargas Llosa tendría que decir. Creo que gracias a ello llegué a entrevistarlo en el momento justo, cuando mi ánimo no daba ni para hacer de la conversación un juicio acusatorio ni para dar pie a un intercambio complaciente. Cuando el periodismo se usa para la revancha o la adulación, es una tragicomedia.

Bien: ya es sabido que la historia le negó el triunfo a Vargas. La victoria la conseguiría un “chinito” que, por esos días que pasé en Lima, aparecía de cuando en cuando por televisión en un video de mala factura, al volante de un tractor agrícola. Se rumoraba que su candidatura era un artificio creado por Alan García para erosionar votos a Vargas Llosa. Pero Alberto Fujimori terminaría por llevar al Perú a una larga noche de diez años de autocracia.

Desde ese momento muchas cosas se trastornarían. Vargas Llosa adquiriría una segunda nacionalidad. Según me enteré por sus memorias de El pez en el agua, una planta de envasado de espárragos para la exportación que visitamos durante la gira, sería volada unos días más tarde por un ataque dinamitero de Sendero. Su quinta familiar en Barranco fue demolida y en su lugar se alza un edificio de apartamentos donde el escritor tiene un piso.

Pero al leer el trabajo me parece que algunas de las circunstancias del esfuerzo que entonces desplegó, y las reflexiones que hacía, siguen vigentes, sobre todo para alumbrar la tragedia actual de Venezuela.

Mario Vargas Llosa

LA CAMPAÑA DEL FIN DEL MUNDO

De nuevo la realidad parafrasea a la ficción. Con los demonios de la hiperinflación y la pobreza desatados, las acechanzas de la guerra civil y del colapso del Estado, el Perú que este mes va a elecciones se parece demasiado a Canudos, mientras el hombre que ofrece salvarlo predica la espinosa senda hacia el cielo neoliberal.

LIMA es una ciudad de contrastes, y esa verdad a medias o, menos aún, a tres octavos, tan tópico universal de boletín turístico, casi en ningún lugar parecerá tan real como aquí, en el Hotel El Pueblo, sobre las colinas a 30 minutos del casco central. El contrapunto de circunstancias en este caso subraya la vecindad de una naturaleza tacaña -las desérticas laderas de los cerros que rubrican el paisaje de la costa peruana- con un oasis de probeta, los cipreses y el césped japonés irrigados con obstinación, cobijando un complejo de cabañas cuyo estilo preserva con dificultad cierto equilibrio entre las casas de fachadas entramadas de Baviera y la arquitectura colonial limeña.

El paisaje tampoco se reserva paradojas. Más allá del portal del hotel, dejando atrás el reducto cinco estrellas para sortear los baches de una avenida que desafía cualquier noción de vialidad, se extiende el barrio de Vitarte, un loop de la marginalidad urbana: cada playa de almacenaje se parece a cada zaguán que se parece a cada casita, todas levantadas con adoquines de arcilla y columnas de bambú, y todas del mismo color arenoso de las colinas circundantes, Se trata de un pueblo joven, el apelativo que aquí dedican a las chabolas de todas las latitudes latinoamericanas. En Vitarte, a la sombra de las cercanas ruinas precolombinas de Pachuruco, perviven miles de obreros y personeros de la floreciente economía informal. Vitarte es también, tal vez no por eso sino por alguna otra razón, teatro de operaciones de los terrucos, los anónimos comandos de Sendero Luminoso que, de cuando en cuando, disparan contra algún agente de policía o echan abajo una torre eléctrica.

Aquí, enjugarse las lágrimas de sensibilidad social es lo mismo que espabilarse ante la tanqueta que resguarda la entrada al hotel. Un piquete de agentes de la Policía Nacional, vestidos con bragas azules y fusiles de asalto AK47 colgados al hombro, refuerza la posta. Para seguir adelante se deben franquear otros dos controles. Especialistas del Servicio Secreto otean de lado y lado. Al traspasar el lobby, un cateo corporal y una prospección con detector de metales permiten asegurar que el recién llegado no porta ni armas ni ninguna otra sorpresa letal. Por supuesto, no es una precaución normal, de todos los días.

Pasa que del lado de acá del mismo umbral, hoy se clausura el congreso La Revolución de la Libertad. La convención es una suerte de caldo primordial de lo que se espera evolucione como una Internacional Neoliberal. Quienes participan debieron pagar una inscripción de 560 dólares, o de 650 dólares si deseaban pernoctar en el hotel, con refrigerios y desayunos continentales incluidos. El grueso está constituido por párvulos de esa especie en extinción, la de los jóvenes empresarios peruanos, que cifra toda perspectiva de recuperación en la vacuna del libre mercado. De entre las muchas luminarias intelectuales de la reacción antimarxista cuya presencia se anunciaba, Octavio Paz, Lech Walesa y Hugh Thomas, optaron en definitiva por hacer mutis y enviar como reposición, o bien representantes subalternos, o videocassettes para dictar una menos riesgosa teleconferencia.

AÚN ASÍ no hay lugar para la frustración y sí para las porras y exaltación libertarias: Jean François Revel, Carlos Franqui y Carlos Alberto Montaner son de la partida. No se trata sólo de esparcir la buena nueva del neoliberalismo. También de brindar, en esta recta final de la campaña electoral peruana, un espaldarazo a la depuración modernizadora que propone el Frente Democrático (Fredemo), una coalición de centroderecha que agrupa a los tradicionales partidos Acción Popular (AP) y Popular Cristiano (PPC), en incómodo triángulo con el flamante Movimiento Libertad. A eso vino una corta delegación venezolana que, conformada por Oswaldo Álvarez Paz, Ítalo del Valle Alliegro, Emeterio Gómez, y los muchachos de Nueva Generación Democrática de paisano –es decir, sin liquiliqui-, podría además suplir con una nota de color folklórico las deserciones de los académicos.

El número fuerte del evento, como lo sugiere el sentido común y, por tanto, dicta el protocolo, se retiene hasta el final: Mario Vargas Llosa, el candidato presidencial del Fredemo, va a pronunciar un discurso de clausura que más que recordar los méritos literarios del orador, deberá compendiar el espíritu de El Gran Cambio, el lema de su campaña. Al menos eso es lo que se espera, y el título de su intervención, El País que Vendrá, de entrada no defrauda a nadie.

Los banqueros y empresarios, los godos de Lima y otras ciudades del Perú que canjearon el confort de sus oficinas climatizadas (sólo vulnerables ante los apagones que siguen a los atentados de Sendero) o sus casonas rurales, por el sofoco de la gran carpa que en los jardines de El Pueblo hace las veces de Centro de Convenciones, sienten recompensados sus desvelos cuando oyen al candidato asegurar en su discurso que “la palabra más temida por el político latinoamericano de cualquier pelaje de este siglo, el capitalismo, comienza a aparecer, con mucha prudencia y remilgos, es verdad, en nuestro vocabulario político”. Fugaz intercambio de miradas de entendimiento y cierta excitación que acompaña a los codazos propinados para significar un “te lo dije”. Desconcierto inmediato, sin embargo: “La cultura del éxito, fuente de la extraordinaria prosperidad que han alcanzado las sociedades democráticas más avanzadas, incluye también, para las empresas y los empresarios, la posibilidad de quebrar y arruinarse sin que el Estado venga a echarles una mano y tener, por lo tanto, luego de un fracaso, que empezar de nuevo desde cero”. Preocupante. ¿Será de los nuestros? ¿O acaso le sobrarán residuos de su pasado rojo? “Un Estado liberal no es concebible sin una política de apoyo al desvalido y al inerme, al que por culpa de la edad, la naturaleza o el azar no está en condiciones de valerse por sí mismo y sería aplastado y borrado si se lo dejara expuesto a las estrictas leyes del mercado”. Palmas a regañadientes.

Pero el oficio, si no la misión, de Vargas es trabajar con las palabras. Así que en cierto pasaje consigue esquivar las sospechas y las desilusiones desde el burladero de un sentimentalismo nada inocente, concebido con chanfle: “Hoy, en el extraño trance en que me encuentro, participando en una campaña electoral como aspirante a la presidencia de mi país, me digo con cierta melancolía que en los destinos individuales influyen también las circunstancias y el azar acaso tanto como la voluntad de quien los encarna. Igual que la historia de las sociedades, la de los individuos tampoco está escrita con anticipación. Hay que escribirla a diario, sin abdicar de nuestro derecho a elegir, pero sabiendo que, a menudo, nuestra elección no puede hacer otra cosa que convalidar, si es posible con lucidez y ética, lo que ya eligieron para uno las circunstancias y los otros. No lo lamento ni lo celebro: la vida es así y hay que vivirla, acatándola en todo lo que tiene de aventura terrible y exaltante”.

SON FRASES de un reiterado candidato al Nóbel de Literatura, que siguen la seductora cadencia de lo mejor de su prosa, pero también son las palabras calibradas y enfáticas, fronterizas con las consignas, de un líder en campaña: sin duda, han pasado muchas cosas desde que, en 1987, Vargas Llosa ingresara casi a su pesar al activismo político.

Habría que despejar las lagañas del mito y la ensoñación para reconstruir con veracidad la cadena de furores y sorpresas que ese año llevó al escritor a ganarse un puesto de cabecera en la política peruana y, eventualmente, este venidero mes de abril, la Presidencia de la República; la natividad de un mesías siempre guarda un misterio. Hasta entonces, su currículo institucional permanecía casi virgen. Tuvo, claro está, un pasado de escritor comprometido. Luego, el presidente Belaúnde Terry le suplicó que aceptara la Embajada del Perú en Londres. Y un accidentado encargo como presidente de la comisión que investigó la matanza de Uchuraccay, perpetrada por una ronda de campesinos contra un grupo de periodistas, agregó escaso lustre a su vida pública.

La oportunidad para que Vargas Llosa se colara hasta los tuétanos de la beligerancia política, y esa es la versión propalada por sus allegados, la concedería su antitético Alan García, entonces asido a la cresta de la popularidad. Era agosto de 1987 y Vargas pasaba una velada familiar en la playa cuando quiso el capricho de los transistores que en la radio se escuchara el discurso en que el presidente García, favorecido por la fortuna en cada uno de sus más arrojados lances, anunciaba la próxima nacionalización de todo el ramo de banca y seguros en Perú. Vargas Llosa reaccionó airado ante la medida: “Este es el preámbulo de la destrucción de la democracia en Perú”, dicen que vaticinó. Pero enseguida se propuso desmentir su propio presagio. Volvió a Lima para reunir a un grupo de amigos (banqueros, periodistas, empresarios, profesores) y redactar un comunicado de prensa opuesto a las intenciones del gobierno aprista. Quince días más tarde, desde un balcón del Gran Hotel Bolívar, Vargas Llosa veía la explanada de la céntrica Plaza San Martín con un íntimo temor: para esa noche se había convocado un mitin, que debía ser multitudinario, para repudiar la nacionalización compulsiva del sector financiero. Apenas unas semanas antes, las encuestas perfilaban un tope de popularidad para el presidente García próximo al 85 por ciento, y ese no era el mejor entorno para una manifestación a la que sólo acudiría, según aseguraba la propaganda oficialista, un puñado de banqueros y comerciantes. Cuando 50.000 personas plenaron la plaza, Vargas, gorgoreando en medio de ese chapuzón de multitudes, exclamó con una sorpresa fingida, llena de sorna:

- Caramba, ¡cuántos banqueros hay en el Perú!

A tres años de aquello, las masas ya no parecen aturdirlo. Sabe persuadirlas, conmoverlas. Y si algún cabo escapara a su adiestramiento intensivo de candidato reformista, las incertidumbres subsecuentes se extinguen ante la sincronía de un comando de campaña profesional, ejecutivo, sin miramientos perceptibles para la ineficacia. Azafatas impecablemente uniformadas reparten las carpetas oficiales del evento. Entre el material, impresos sobre cartulina, los más notables discursos del candidato y su programa de gobierno. Pero si a usted se le antoja la versión en video de alguna de las ponencias, pues, no tiene más que pedirla, porque no por nada han estado allí, encaramadas sobre andamios, las cámaras de televisión durante todo el evento.

Eficiencia, rapidez, competitividad. Es la política hecha con vigor corporativo, y un equipo de jóvenes estrategas se encarga de que la cruzada fructifique. Pero no hay que pellizcarse todavía para despertar, no, al menos, antes de de ver cómo se desborda la cornucopia electoral en los medios. En la televisión un estrépito publicitario casi sin contrapesos ensalza hasta el agobio la imagen de Vargas Llosa, el jingle del Fredemo (un compás de flauta andina, levemente evocatorio de aquél célebre pitico de la campaña, fracasada, de Luis Piñerúa Ordaz en Venezuela), y su emblema, el contorno estilizado de una escalera incaica. De cada cinco spots en la pantalla chica, cuatro son de proselitismo político, y de estos, tres los patrocina Fredemo.

Aunque desde la otra banda del espectro político no pasan por alto la oportunidad para recordar a toda voz que en la boleta electoral del Fredemo figuran como candidatos al Congreso 15 ex ministros y más de dos docenas de antiguos parlamentarios, la nueva derecha peruana subraya lo de nueva y se enviste con los fastos telegénicos de la esperanza. En la cuña central de la campaña por televisión, un par de celosías se abren para dar paso a la luz que, luego de encandilar, deja ver un paisaje de la cordillera andina, y más tarde es un coro de peruanos que cantan unidos, hasta que por fin se funden en un primer plano de Vargas Llosa. El Gran Cambio. No hay aplomo que soporte la emotividad de la secuencia, como en un país destartalado por la crisis no debería haber raciocinio impermeable a la oferta del candidato: empleo, productividad, abastecimiento, reglas claras de juego, renovación.

SÓLO el plomizo espejo del océano Pacífico continúa igual en el Malecón Paul Harris de Barranco, el distrito costero donde la clase media y la bohemia limeñas consiguieron albergue. Antes era un paseo para joggers y enamorados. Ahora persiste otro tipo de paz, tensa y por cuotas, vigilada por guardaespaldas y centinelas que resguardan la Quinta #194 de Mario Vargas Llosa.

Quien se mofe de los rasgos entre incestuosos y nepóticos que exhibe la biografía de Vargas llosa (su primera esposa era su tía; la segunda y actual, su prima), soltará una carcajada cuando se entere de que el principal vocero de la campaña es Álvaro, hijo del candidato, y de que el primo de Vargas Llosa, Freddy Cooper, coordina las giras.

En un contexto tan doméstico, que el candidato Vargas Llosa despache no ya desde su oficina sino desde su propia casa, pasa a ser una mancha en el follaje. A muchos periodistas ha recibido en el sofá blanco del estar, y mejor así, porque ninguna regalía tan estimable a la hora de redactar una entrevista y superar, de paso, los resquemores del lead-cuerpo-cola, como contar con esas viñetas de la decoración interior: la piscina pequeña, los libros de arte dispuestos aquí y allá, el lienzo de Matta que domina la sala, el retrato del escritor firmado por Guayasamín. Un escenario nada opulento, tan pulcro y atildado como Vargas Llosa mismo.

Verlo bajar de su estudio hasta la sala, fresco y sonriente, es recordar que no hará una media hora desde que despidió a los invitados de la cumbre neoliberal y que, poco antes, hasta bailó un set de huainos serranos en un acto de campaña; por tanto, es recordar que su afición por el tenis y el trote diario han hecho de él un genuino intelectual aeróbico. Encara la entrevista con cordialidad profesional. Gajes de su protagonismo. Pero aún así no deja de imponer sus condiciones. Quizás se trate de una retaliación sutil contra quienes le restan tiempo con preguntas formuladas una y otra vez, quizás sea mera cautela política, mas lo cierto es que pocos señuelos periodísticos lo asoman afuera de su discurso político, para exponerlo en medio de una entrevista a interrogantes de tipo personal.

Sin embargo, tratándose de los últimos días de campaña, Vargas Llosa ha decidido eximirse, pasados los turnos del enviado de la revista Exceso de Caracas y de un periodista italiano, de fijar más citas con corresponsales extranjeros y consagrase de lleno a la lucha en la calle por la presidencia. La resonancia internacional de su apellido (que muchos peruanos confían servirá para reabrir las bóvedas de la banca prestamista mundial) es a la vez una carnada apetitosa para el cardumen periodístico del Primer Mundo. Pero lo que todavía necesita Vargas Llosa es explicarse ante el Perú, no ante el mundo.

Explicarse es su condena. Sobre todo ahora cuando todas las encuestas le atribuyen una sólida delantera y la campaña, antaño un leal round robin, se transformó en un todos contra Vargas Llosa.

Explica una y otra vez que su política económica de shock redundará en beneficio de toda la población y no sólo de los ricos; que tras su altruismo, puesto de manifiesto al abandonar su tranquila vida de escritor, no se esconde ningún interés avieso; que su propuesta cortará las bocanadas de aire que avivan las insurgencias de Sendero Luminoso y el Movimiento Túpac Amaru.

Por supuesto, su tribuna electrónica es privilegiada (la gran prensa y los canales de televisión le apoyan casi de manera unánime), pero aún así le cuesta esquivar los embates del oficialista candidato del Apra, Luis Lucho Alva Castro, quien se refiere escuetamente a Vargas como “el candidato conservador”, o del comercial de Izquierda Socialista que muestra una imagen ligeramente distorsionada del escritor con una voz en off que enfatiza: “Este es el hombre que los ricos quieren que gobierne”.

CACASENOS, tal el vituperio que Vargas Llosa ha puesto de moda para calificar a sus adversarios, y en Huaral, un asentamiento agrícola a una hora al norte de Lima donde ahora pronuncia su discurso, tiene una nueva oportunidad para repetirlo. Como si ya no fuera atemorizante el espectro del shock macroeconómico, la campaña del oficialismo ha repartido volantes que difunden la certeza de que si el Fredemo accede al Palacio de Gobierno, todas las tierras afectadas hasta la fecha por la reforma agraria y repartidas, desde el gobierno del general Velasco Alvarado, entre parceleros, serán revertidas a sus antiguos propietarios.

El artero runrún obra prodigios en las encuestas. Desde que empezó a difundirse en el interior rural del país, la ventaja del Fredemo, que lucía blindada, se hundió desde 51 por ciento de la intención del voto a 44 por ciento. En otras palabras, de seis puntos porcentuales es el margen que restaría a Vargas Llosa remontar para evitarse los sinsabores de una segunda vuelta (prevista en el sistema electoral de ese país), donde las componendas y los inevitables zigzags del voto oculto podrían dar al traste con sus pretensiones presidenciales.

Así, para mondar punto a punto ese margen, su comando de campaña organizó esta gira por la región llamada el Norte Chico, pero conocida por el Apra como el Sólido Norte, pues lo tienen por uno de sus bastiones electorales.

La caravana incluye tres camperos de seguridad, una ranchera 4 x 4 que lleva al candidato, dos furgonetas con periodistas, y una mini pick up Toyota acondicionada para –remedando al Papamóvil- pasear a Vargas al descubierto al final de cada mitin.

Cada pueblo es una escala. En cada escala, un discurso o una caminata. El guión retórico discurre siempre por el mismo carril: la necesidad de un programa de estabilización que controle la inflación, el fin de los diezmos estatales, el propósito de hacer de cada peruano un propietario. Pero, también siempre, se introduce un matiz local.

En Huacho, otrora importante centro comercial, Vargas Llosa arranca aplausos al ofrecer la vuelta “de una institución, la de la venta a plazos”. En la costeña Barranca, se promete a sí mismo restaurar la antigua prosperidad de las nacionalizadas plantas procesadoras de harina de pescado. En el propio Huaral, donde la comunidad Nisei (inmigrantes japoneses establecidos en Perú desde comienzos del siglo XX) conforma una minoría de peso, convoca el tesón de sus electores para dar un argumento que convenza a las grandes empresas de Japón a invertir en la zona. Allí también hace las delicias del público denunciando las mentiras de los cacasenos:

- ¿Ustedes les creen a ellos?- pregunta a la gente concentrada en la Plaza de Armas de Huaral.

- Noooooo- le responden.

- ¿Acaso se le puede creer todavía a la gente del Apra?

- Noooooo- de nuevo el coro.

- ¿Creen ustedes que yo iba a dejar mis libros, mi escritorio, mi vocación, para venir a quitarles las tierras a ustedes?

- Noooooo- vuelven a responder, esta vez conmovidos por las evidencias del sacrificio. La mesa emocional queda servida para que prenda con facilidad la consigna voceada por el animador del Fredemo, y asumida con automatismo cortical por la multitud:

-Mario presidente a la primera vuelta… Mario presidente a la primera vuelta…

Por último un halo profesoral, más que de santidad a pesar de su elocuente renuncia a toda comodidad, envuelve a Vargas Llosa, que habla desde el podio con modos didácticos a la muchedumbre. Inclinado un poco hacia adelante, el micrófono en la mano izquierda, la derecha alternándose entre el filo del estrado y un gesto que corta el aire para reafirmar algún aserto crucial. Para muchos de los oyentes, votantes apristas algunos, se trata de un pituco (un sifrino) de la capital. Pero para la mayoría de las mujeres (la mayor fracción de sus votantes), es un ídolo, casi tanto como José Luis Rodríguez, El Puma, cantante venezolano que también ha venido por estos días al Perú para entrevistarse con Vargas.

Para ellas, el paradigma no es Mario solo; es Mario y Patricia. Los esposos Vargas Llosa constituyen un emblema político, propicia reivindicación de la familia como célula principal de la sociedad, sin contar el par de ocasiones en las que han estado a punto de separarse por ciertos deslices del autor, ocasiones que su campaña no insiste en recordar.

A la entrada de Puerto Supe, la alcaldesa, ficha del Fredemo, por los altavoces pide un gran aplauso para Patricia, más que por su lealtad al marido en campaña, porque ella “sí es peruana”. No es un cotejo con la boliviana Julia Urquidi, la anterior esposa de Vargas Llosa. Se trata de contrastarla con la esposa del presidente en ejercicio, Alan García, que es argentina.

Pero esto ya empieza a ser material más propicio para Pedro Camacho, el escribidor, que para la crónica periodística.

(RECUADRO) ENTREVISTA

ASÍ HABLA EL CANDIDATO

- En muchas de las entrevistas y semblanzas que le han hecho en medios de Europa y Estados Unidos, uno percibe cierto tonito perdonavidas, como de tribunal, de cacería de erratas frente al candidato conservador que pretende ser presidente del Perú. ¿Usted lo siente así?

- Generalmente los periodistas de esas grandes publicaciones occidentales, cuando vienen a América Latina, vienen a buscar pájaros tropicales. Vienen a buscar figuras exóticas que les digan cosas extravagantes que encajen dentro de esas visiones estereotipadas y caricaturales que tienen de América Latina. A esos periodistas que vienen de la libertad, que alguien les hable de la libertad los aburre. Eso está bien para ellos, pero para América Latina lo que debería funcionar son las bombas, los guerrilleros, las montañas, las barbas. Por supuesto, no todos esos periodistas son tan explícitamente imbéciles, pero hay en el fondo de muchos de ellos una visión en cierta forma muy discriminatoria. Cuando vienen aquí y no encuentran eso, entonces se sienten muy frustrados y se vengan. Pero afortunadamente para ellos todavía hay muchos intelectuales que les dan todas esas extravagancias que ellos buscan. Los alimentan muy bien, jajajá…

- Entre las muchas etiquetas que podrían variar con su incursión en la política partidista electoral, se encuentra aquella del intelectual comprometido. Antes, decir “intelectual comprometido” era sinónimo de “izquierda”.

- Era la idea de que el compromiso era apostar por la revolución, por el modelo socialista. Yo creo que todavía en América Latina hay muchos escritores que se niegan a ver lo que está ocurriendo en el mundo y se siguen jugando por las utopías colectivistas, por el totalitarismo. Es un caso extraño de perseverancia en el error en quienes se supone han hecho del reflexionar, del razonar, su profesión. Sin embargo, los pueblos latinoamericanos han demostrado que tienen una gran capacidad para aprender del error, mucho mayor que los intelectuales. Si usted mira lo que es la orientación política de América Latina en los países donde hay elecciones libres, hay una tendencia muy lúcida hacia lo que se pueden llamar soluciones pragmáticas, moderadas, en contra de los extremismos, a favor de las opciones democráticas.

- En América Latina somos muy propensos a apostar por fórmulas, recetas mágicas. Ahora está en boga la idea de la economía de mercado y de privatizar el aparato productivo, que usted propugna en su programa de gobierno. ¿En algún momento no le ha entrado la duda de que esto que usted preconiza sea igualmente una receta que, al cabo de unos años, se revele también como un fracaso? ¿Que así como se decepcionó del socialismo, se decepcione de sus convicciones actuales?

- No, porque en el caso del sistema de mercado, de economía liberal, hay muchas pruebas que muestran que ese sistema sí funciona, y en países de culturas muy distintas. Es un sistema que ha dado muy buenos resultados en Europa, pero que también los ha dado en Asia, y en América Latina también ha comenzado a dar buenos resultados donde se ha aplicado. Lo cual no quiere decir que haya recetas mágicas. Un sistema de mercado, de economía liberal, de sociedad abierta, puede funcionar a condición de que se haga todo lo necesario, que no depende exclusivamente de un esquema conceptual, abstracto. Tiene que haber detrás toda una cultura para que el modelo funcione, y esa es la parte más difícil de conseguir. No creo que sea fácil, creo que es posible. Fácil no va a ser porque, en primer lugar, enfrentamos crisis muy profundas y, por otra parte, tenemos unas malas costumbres muy arraigadas en el campo económico y en el campo social. Esas costumbres hay que cambiarlas, necesitamos una gran renovación cultural.

- Se suele decir que su incorporación a esta campaña electoral y su afán de ganar la presidencia del Perú reproduce un clásico dilema latinoamericano, el de barbarie versus civilización.

- Bueno, sí, algo de eso hay, sin utilizar esas grandes palabras que creo que no son muy convenientes. Pero si un país como el Perú, como muchos otros de América Latina, se sigue empobreciendo a este ritmo, el resultado será la barbarie. Si no atajamos esa decadencia, lo que queda es la barbarie, porque eso es lo que la barbarie significa, el hambre, la desocupación, más violencia social, más violencia política, y además el colapso de la institucionalidad del Estado. Cuando un país llega a una situación de esta gravedad, ¡hay que actuar! Si uno cree en la civilización, y cree que la civilización pasa por la democracia, hay que defender ese sistema.

- Dentro de esa polaridad entre civilización y barbarie, el símil parece agudizarse en su caso. Frente a la violencia social, frente a la crisis, la guerrilla, usted insiste en apelar al sentido común.

- Es una cosa que yo aprendí en Inglaterra, donde viví unos años, y creo que fue una experiencia muy aleccionadora: descubrir el pragmatismo, al que nosotros hemos sido muy alérgicos en América Latina. El sentido común es la gran virtud de los ingleses, saber que las ideas tienen que pasar la prueba de la realidad. Si no pasan la prueba de la realidad, no sirven.

- En medio de la campaña, ¿sigue con su trabajo literario?

- Muy poco, desgraciadamente ahora no tengo tiempo. La vida política es muy absorbente, aunque procuro siempre tener al día un par de horas por lo menos para un trabajo intelectual. Creo importante tener un trabajo intelectual y no disolverse en la actividad política que, en contrario de lo que yo quisiera, no es una actividad en la que uno tenga que ejercitar mucho la imaginación, la invención; es una actividad mucho más de maniobra, de intriga, de especulaciones inmediatistas, que de ejercicio intelectual. Entonces trato siquiera de tener un momento de cierta distancia al día, aunque por supuesto no tendría tiempo para hacer un trabajo, digamos, de aliento.

- Sin embargo, acaba de renovar por cinco años su convenio con la editorial Seix Barral de España.

- Para que reediten mis obras. Ha salido ahora un tercer volumen de ensayos, pero no se trata de obras nuevas, porque para eso no podría yo comprometerme por los momentos. Tengo también hecha una obra de teatro, pero es una obra que estoy todavía con las intenciones por lo menos de revisarla y perfeccionarla.

- ¿En qué forma cree que esta experiencia política modificará su escritura?

- Eso es difícil decirlo. Todo escritor escribe a partir de las experiencias que tiene, experiencias desde luego profundas, muy trastornadoras. Sin ninguna duda esto va a tener algún efecto en lo que escribo. Pero espero que no me estropee el estilo, jajajá.

- Forzado por esa actividad electoral, ¿qué ademanes, qué tics del político profesional se ha visto obligado a adoptar?

- Yo nunca estuve muy convencido con las teorías de Roland Barthes, que me parecían muy brillantes pero unas construcciones muy abstractas. Pero haciendo política encuentro muy convincente una de las tesis de Barthes: es la de que uno no utiliza tanto el lenguaje, sino que es utilizado por él. De cierta forma uno no puede elegir el lenguaje cotidianamente. Haciendo política se siente eso. Hay inevitablemente una fuerza de gravitación, diríamos, del lenguaje político que lo empuja a uno hacia el uso de ciertos estribillos, de ciertos estereotipos, de ciertas simplificaciones, porque supongo es la manera de llegar al mayor número. Pero es un terrible problema, porque si uno incurre mucho en esa mecanización del lenguaje, al final no hay pensamiento vivo que se exprese, se expresan simplemente lugares comunes. Esa es una de las cosas que más me ha impresionado, uno de mis más grandes descubrimientos en la política: que por más esfuerzos que uno haga, invenciblemente naufraga con mucha frecuencia en lo convencional.

- ¿Pero de pronto no se ha descubierto a sí mismo mientras besaba niños o abrazaba viejitas, y se ha preguntado: “Por qué estoy haciendo esto”?

- Eso es inevitable, pero es otra cosa. Hay unos rituales que uno debe estar dispuesto a respetar, como en todo. Si uno va a una fiesta debe vestirse de manera determinada, y si hace política creo que está obligado a pasar por ciertos gestos y a tener una exposición muchísimo mayor con la gente. Uno debe estar dispuesto a hacerlo, porque la gente tiene derecho a reclamar una cercanía de aquella persona que le está pidiendo un mandato. Cierto, no siempre es muy agradable, a veces hay que tener unas ciertas aptitudes histriónicas. Pero, en fin, eso lo tomo con espíritu deportivo. Así como otro aspecto, aquel de ejercicio de una pura técnica de maniobra, que tiene que ver poco con la creación de ideas, pero forma parte esencial de la actividad política.

- Usted solía quejarse de que la fama le había despojado de su intimidad. Sin embargo, hoy vive un aislamiento más pronunciado, con custodia las 24 horas del día, constituyendo un posible blanco para cualquier atentado terrorista. ¿No le resulta un sacrificio excesivo?

- No es que me arrepienta, porque ya sabía más o menos lo que significaba entrar a hacer política en el Perú de hoy. Pero sí añoro la privacidad. Eso de casi no tener vida familiar desde luego es algo a lo que cuesta acostumbrarse y a lo que, además, tampoco quiero acostumbrarme.

- ¿Qué evoca Venezuela para usted?

- Venezuela, durante la década de los sesenta, y todavía en los setenta, era una especie de país de la opulencia, donde los escritores eran invitados, premiados, atendidos magníficamente, publicados a todo lujo. Uno tenía la sensación de que ese era el país de las letras. Tengo muchos y muy buenos recuerdos de Venezuela. No solamente por el premio Rómulo Gallegos, sino porque allá tengo muchos amigos. Además, está muy vinculada mi memoria de Venezuela a lo que fueron los años del boom, de la novela latinoamericana, de la solidaridad y amistad entre los escritores latinoamericanos, al descubrimiento de América Latina por parte de los escritores latinoamericanos que hasta entonces vivíamos aislados en nuestros propios países. Venezuela cumplió un papel muy importante con los premios que creó, sus editoriales, sus publicaciones, revistas, congresos. Entiendo que después se ha reprochado mucho a los gobiernos venezolanos por los gastos enormes que aquello significó, pero creo que por lo menos eso sí tuvo muchos frutos, pues contribuyó mucho a crear un clima muy estimulante para los escritores.

- En Venezuela se dice que en 1967, cuando usted viajó allá a recibir el premio Rómulo Gallegos, alojado en la casa de su amigo Adriano González León, se le presentó una muchacha de Maracaibo con la intención expresa de que Mario Vargas Llosa la desflorara.

- Jajajá… Mire, aún si eso fuera cierto, yo jamás respondería a una pregunta de ese tipo. Sería muy poco caballeroso. Ni siquiera como político podría responderle. Sería imprudente, improcedente.

No hay comentarios: