8 de septiembre de 2012

Encrucijada nazi en Venezuela (II)




Juntos al fin
Ernst Schäfer gozaba en ese 1937 de cierta fama, que anticipaba la imagen de personajes del cine de aventuras estadounidense.

Mezcla de erudición y mundanidad, ambicioso y seductor, no sólo se parecía al Indiana Jones de la cinematografía sino, con más exactitud, al doctor Jones de La última cruzada (1989), que intenta –en 1938, según la trama escrita mucho después por Steven Spielberg y George Lucas- recobrar el Santo Grial para privar a los nazis de sus poderes mágicos. Sólo que Schäfer buscaba, en sentido contrario y algo más metafórico, el Santo Grial para entregárselo a los nazis.

Zoólogo de la Universidad de Gotinga, especializado en ornitología, había nacido en la ciudad de Colonia en 1910. Venía de dos resonantes expediciones en los años 30 que se adentraron en China por el río Yang Tzé, dirigidas y financiadas por un millonario heredero de Filadelfia, Brooke Dolan II (1908-1945). En ambas alcanzó las estribaciones de los Himalayas. Y también en ambas, a la vez de recolectar cientos de especies desconocidas, mostró una destreza nada académica que se revelaría, sin embargo, indispensable para las expediciones de la época: era un magnífico cazador. Su puntería legendaria le permitió abatir a un oso panda que se había atrincherado en la copa de los árboles y al que no podía ver sino apenas oír. Esas dotes añadieron ironía al accidente en que Schäfer mató a su primera esposa, Herta Volz. Durante una cacería de patos, el 9 de noviembre de 1937, Schäfer resbaló dentro del bote de remos desde el que acechaban a sus presas. Su escopeta cayó y se disparó, hiriendo a Herta en la cabeza.

Apenas tres meses después, en la primavera de 1938, Schäfer partía con su equipo de cuatro acompañantes hacia Calcuta, India, primera etapa de la expedición al Himalaya. En tan escaso tiempo había reunido suficiente ánimo para sobreponerse a la tragedia de su esposa, así como recursos suficientes para una misión grandiosa como ninguna otra. Historiadores actuales, como Isrun Engelhardt, experta en el Tibet, vienen sacando a la luz pública correspondencia y documentación que muestran una lealtad bastante laxa de Schäfer con respecto a los fines propagandísticos del viaje y a la misma Ahnenerbe (7). Llega a comprobar que la Ahnenerbe no financió directamente la excursión, debido a recelos del director ejecutivo de la fundación, Wolfram Sievers. Pero no hay duda de que Himmler le sirvió de mecenas. Y como repara Heather Pringle en su libro El Plan Maestro, los fondos que se necesitaron procedieron de empresas pertenecientes a la red corporativa de la SS, incluyendo la compañía editora tanto del Völkischer Beobachter (El Observador Popular), periódico racista que Alfred Rosenberg dirigía, como del Mein Kampf, el manifiesto psico-político de Adolfo Hitler que en la Alemania nazi se adoptó como una Biblia (8).

Cierto que, como asegura Engelhardt,  en el Virreinato de la India, controlado por Londres, resultaba un estorbo lo que en Alemania era un espaldarazo: el nombre oficial de la empresa, grabado en el membrete de toda su papelería y portaequipajes, que rezaba Expedición Alemana al Tíbet ‘Ernst Schäfer’, bajo el patrocinio del SS-Reichsführer Heinrich Himmler y vinculada con la ‘Ahnenerbe’. Pero las justificadas suspicacias del servicio colonial británico nunca constituyeron un obstáculo insalvable para la combinación de audacia, maneras diplomáticas y convicción de Schäfer.

Esas mismas cualidades permitieron a Schäfer y sus expedicionarios alcanzar metas casi inesperadas. Para desespero de los británicos, los alemanes exploraron el Reino de Sikkim pero también consiguieron que se les franqueara el paso hasta Lhasa, la capital del Tíbet, vedada de manera regular a los occidentales. Con sus modales de persuasión, Schäfer entabló una amistad verdadera con el quinto regente Reting Rinpoche (nacido como Jamphel Yeshe Gyaltsen), quien gobernaba Tíbet en nombre del niño de tres años, Tenzin Gyatso, el actual décimocuarto Dalai Lama que se refugia en India.

Cuando los exploradores alemanes debieron abandonar el subcontinente indio, apresurados por la inminencia de las hostilidades de la II Guerra Mundial, pudieron cantar victoria en buena lid. Sus trofeos científicos incluían pieles de todo tipo de animales muertos y ejemplares vivos de muchos otros, miles de semillas y muestras disecadas de distintas especies vegetales, junto a carpas, banderas, ornamentos y otras piezas de valor antropológico.

En cuanto al costado histórico y racial de la partida, cabía destacar que el antropólogo del grupo, Bruno Beger, había tomado medidas craneales y hecho moldes de cabeza a 376 personas, entre ellos, miembros de las noblezas de Bután, Sikkim, Nepal y Tíbet. Mientras, Ernst Krause, fotógrafo, traía consigo miles de instantáneas y pies de película. Tanto Beger como Krause, así como todos los otros miembros de la expedición –Schäfer, el líder; Wienert, el geofísico; y Geer, el coordinador logístico-, tenían grados de la SS. Y ambos serían, posteriormente, personajes-bisagras en el cierre de la brecha de seis grados que por entonces separaba a Schäfer de Volkmar Vareschi.

Como para no dejar dudas del carácter oficial de la expedición, el propio SS-Reichsführer Himmler envió su avión personal a recoger a los cinco héroes en Viena, penúltima escala en su largo periplo de regreso a Múnich desde Calcuta y Bagdad. Sobre la pista del aeródromo muniqués, el 4 de agosto de 1939, Himmler los recibió con honores. Al día siguiente, los periódicos de toda la nación celebraban la hazaña. Sus notas destacaban, en particular, los tres obsequios que el regente de Tíbet había enviado al Führer con los expedicionarios: un perro de la raza Lhasa Apso, una túnica de seda y una moneda de oro, junto a una carta personal que luego se prestaría a malentendidos políticos.

Una apoteosis de estas magnitudes para nada anticipaba la próxima caída en desgracia de Schäfer. La razón no queda clara, todavía en estos tiempos que corren, en los que los estudios sobre la Ahnenerbe y la expedición nazi al Tíbet han cobrado renovados bríos gracias a trabajos como los de Heather Pringle, Walter Hagen, Christopher Hale, Peter Levenda, Isrun Engelhardt, Peter Mierau, Karl Meyer y Shareen Brysac. Pero en 1941, todavía en las primeras de cambio bélicas, Schäfer no fue sólo dejado de lado sino enviado al frente de Finlandia como simple soldado de un Batallón de Castigo de la SS. Según algunas versiones, Himmler receló de Schäfer al saber que este había informado aspectos inéditos de su expedición al Almirante Wilhelm Canaris, jefe del espionaje militar alemán y rival de Himmler en la corte nazi (9). Según otras, el castigo derivaba de la escasa diligencia que Schäfer mostró con respecto a actividades de tipo propagandístico.

Lo que es cierto es la suerte con que Schäfer esquivó entonces una probable muerte en combate, gracias a la intervención de Sven Hedin. Hedin (1865-1952) era un explorador sueco de renombre, pionero en el reconocimiento del Asia Central y China interior durante el primer cuarto del siglo XX. Era el héroe científico de Schäfer y los nazis lo veneraban. Hedin retribuía esas pasiones con un filonazismo que no se esforzaba en ocultar pero que con los años de la guerra supo matizar mediante algunas críticas tímidas contra Hitler. Gracias a ese leve distanciamiento, a su intervención humanitaria en el rescate de algunos científicos (como Schäfer o el noruego Didrik Arup Seip [1884-1963]) y a sus propias proezas de explorador, Hedin se le escurrió al ostracismo científico que pudo corresponderle en la posguerra.

Pero en 1942, Hedin tenía la influencia suficiente en Berlín para rehabilitar a Schäfer. En opinión de Hedin, la valiosa colección de muestras y especímenes del Himalaya no tendría jamás ningún otro estudioso mejor. Así que en 1942, Schäfer recibió del propio Heinrich Himmler la orden de conformar la Forschungsstätte für Innerasien und Expeditionen (Instituto de Investigación para el Asia Interior y Expediciones), bajo el amparo de la Ahnenerbe y en el marco de la Universidad de Múnich, donde desde 1938 Schäfer era catedrático y después, en ese mismo año de 1942, recibiría el grado de Doctor Habilitatis.

Librado de su personal travesía por el desierto, de nuevo con el favor de Himmler, Schäfer puso manos a la obra sin rencores y con toda energía. El principal proyecto del instituto sería, por ahora, la experimentación con las especies de plantas que había traído consigo desde el Himalaya para determinar su posible uso en fitogenética aplicada. Para ello, reunir de nuevo a su equipo de leales colaboradores le pareció lo más apropiado: Beger, Wienert y el propio Krause que, además de fotógrafo, tenía conocimientos de entomología.

Sin embargo, Schäfer se dio cuenta de que la encomienda específica de Himmler requería del concurso de botánicos bien formados y dignos de una confianza más profesional y personal, que política. Él mismo no daba con un nombre adecuado para ello. Hasta que Krause, el fotógrafo, le sopló una referencia. Pocos años antes, en 1938, había hecho las fotos para ilustrar el libro de un joven botánico, Volkmar Vareschi, sobre la flora de los Alpes austríacos. El libro, La montaña en flor, inicialmente publicado en Alemania (ya Austria había sido objeto de la anexión o Anschluss), tuvo buena acogida, y hasta había sido editado en inglés por MacMillan en Nueva York (1940). ¿No podría ser el candidato que buscaban?

La sugerencia contenía en sí misma una ironía imperceptible entonces para Schäfer y Krause. Pues resulta que desde 1936 Vareschi figuraba como Asistente de Investigación y Docente de Botánica en la mismísima Universidad de Múnich donde conversaban. En cualquier otro día en la vida normal de ese campus, lo habrían encontrado a unos cuantos metros de distancia. Pero ese justo día, con sus camaradas del Batallón de Montaña, iba a bordo de un tren rumbo al frente del río Volga.

Parece increíble que Schäfer y Vareschi no se hubiesen conocido antes, siendo ambos profesores e investigadores de la Universidad de Múnich, tal como se constata en el Directorio (Personenstand) (e) de esa casa de estudios en 1941. El testimonio de la viuda de Vareschi, Lotte, lo niega: se vinieron a conocer en Múnich, sí, pero a fines de 1942 y en el despacho de la calle Widenmayer, luego del providencial llamado para que rompiera filas en la estación de Rum.

Sea como fuere, Vareschi –en sus palabras, un firme pacifista- no había podido escapar de las categorías en las que el nacionalsocialismo, como cualquier totalitarismo, forzaba a su población a enmarcarse. En 1938, el Jefe de Vareschi en el Laboratorio Botánico de la Universidad de Múnich,  Friedrich Carl von Faber (1880-1954), instó a sus ayudantes de investigación a militar en el partido nazi y en alguna de sus organizaciones de base. No era una recomendación, sino una orden, y una orden, por lo demás, “sentida”: von Faber, un nazi ferviente de insigne carrera como científico en las Indias Orientales Holandesas, los animaba no sólo a enrolarse en una causa patriótica sino a preservar sus cargos en la Universidad de Múnich, en ese momento, como todas las universidades de Alemania, sujeta a un proceso de arianización inclemente.

Puestos en la disyuntiva, uno de los ayudantes, Fritz Gessner –el mismo que 14 años más tarde acompañaría a Vareschi al Delta del Orinoco y habría de ser, aún después, Director del Instituto Oceanográfico de la Universidad de Oriente (UDO),  en Cumaná- optó por entrar a la SS que, según su perspectiva, era “lo más inteligente” entre los nazis. Algo más indolente o astuto, Volkmar Vareschi, otro ayudante, quiso hacerse miembro de las SA, una logia reducida a su mínima expresión desde la purga de 1934 y que, para mayor atractivo, tenía un Grupo de Montaña que no hacía ni ejercicios militares ni asambleas políticas, sino que se limitaba a escalar durante los fines de semana.

Así fue cómo ocurrió, según el relato de Liesselotte Zettler, viuda de Vareschi, narración que para efectos de este reportaje no pudo contrastarse con documento alguno. Pero a manera de confirmación, Lotte también recuerda que, ya en la posguerra, Gessner (1905-1972) confesó en una entrevista a la prensa alemana que había pertenecido a la SS a instancias de von Faber. Entonces, la viuda de von Faber –cuyo marido se había retirado de la academia en 1949 y falleció en 1954-  le puso una demanda por difamación.  “Pero Gessner ganó el juicio”, sigue Zettler de Vareschi. “¡Claro! Porque había suficiente testigos. Gessner escribió después a Volkmar, y a otros que estaban con ese asunto, una carta donde les dijo que en tal expediente bajo tal número en determinada oficina de Múnich quedaba el caso donde se establece que ellos fueron obligados a unirse a los nazis”.

Todavía según la narración de su viuda, de todas maneras, Vareschi no tendría a la mano las artimañas necesarias para librarse del servicio militar. En algún momento de 1942 fue reclutado. Por su formación universitaria, le correspondía instruirse en la Escuela de Oficiales del Heer (Ejército de Tierra). Pero una vez en el plantel, se declaró “pacifista”, advirtiendo  que “aunque no iba a rehuir el servicio por la patria”, no quería cargar “con responsabilidades en el campo de batalla”. El gesto bien pudo haberle valido una pena de muerte, en tiempos de guerra. El castigo que le impuso el oficial de registro a cargo de la leva fue menos riguroso: presentarse como soldado raso ante el Batallón de Montaña de la Wehrmacht (Fuerzas Armadas), junto al que debía viajar a Stalingrado a combatir al enemigo bolchevique.


La ‘blitzkrieg’ de las semillas
A unos meses del regreso de Vareschi a Múnich en 1942 para trabajar de nuevo como científico, pero esta vez al servicio de la SS, muchas cosas habían cambiado en el instituto de Ernst Schäfer, quien entre tanto pudo asistir al estreno de su documental Geheimnis Tibet (El Tibet Secreto) , una cinta de 110 minutos que, dicen, el Führer vio con desgano en la Wolfsschanze (Guarida del Lobo), su búnker de comando en Prusia Oriental.

El 17 de enero de 1943 –un par de semanas antes de la rendición del mariscal von Paulus y su VI Ejército en Stalingrado-, se celebraron los 470 años de la Universidad de Múnich. El acto de orden tuvo como invitado de honor a Sven Hedin, cuyo nombre se asignó en la misma velada al Instituto de Estudios del Asia Central. Motivos para honrar al sueco con el  nombre del instituto no escaseaban.

Pero al concluir la celebración, hubo que levantar las mesas y recoger la plata en volandas para la mudanza. La balanza de la guerra venía cambiando de lado. Ahora Múnich, como todas las grandes ciudades del territorio alemán, estaban al alcance de los bombardeos británicos y estadounidenses.  El material científico de la universidad peligraba. Los primeros evacuados fueron los integrantes del Instituto Sven Hedin, que cambió de sede a un castillo que dominaba –como todavía lo hace- el pueblo de Mittersill, en la Alta Austria, construido durante el siglo XII para defender el cruce del cercano río Salzach, y recientemente refaccionado luego de su destrucción parcial por un incendio en 1938.

La intensificación de la guerra también trajo otras señales de cambio, más ominosas. Instalados en Mittersill, los científicos del instituto descubrirían que el personal de mantenimiento del castillo lo constituían prisioneras del cercano Campo de Concentración de Pinzgau, este, a su vez, uno de los 50 campos-satélite del tenebroso Campo de Mauthausen. Si bien la población de prisioneros en el campo era variopinta –prisioneros de guerra rusos, polacos y franceses, republicanos españoles capturados en Francia, gitanos y judíos, entre otros-, quienes en Mittersill hacían las veces de ordenanzas –por turnos de 15 mujeres-  eran invariablemente Testigos de Jehová, uno de los muchos grupos que el Estado nazi había señalado como “enemigos políticos incorregibles”. A pesar de ese grave señalamiento, en general se consideraba a los Testigos de Jehová individuos poco peligrosos, amén de que sus creencias les hacían especialmente aptos para las tareas de apoyo en los laboratorios: eran incapaces de aplastar una hierba o de matar un bicho. También hubo prisioneros de guerra británicos trabajando en las labores científicas.

Pero con la guerra fue la propia misión de la Ahnenerbe y de sus 43 filiales la que había sufrido la mayor transformación. Las expediciones pueriles del período de preguerra tomaban ahora el cariz de los llamados Sammelkommandos (Comandos de Recolección), verdaderas misiones de expolio del patrimonio cultural de los territorios ocupados en Polonia, Rusia y Ucrania.

Dentro de la Ahnenerbe, el Instituto Sven Hedin, por su trabajo en el campo de la genética, parecía además diseñado a priori para abordar uno de los asuntos que se volvieron prioritarios para el III Reich: la Endlossung (Solución final) de la llamada “Cuestión Judía”. Había, pues, que saber a ciencia cierta quién era de raza judía para aniquilarlo. Aunque la industria de exterminio nazi no se anduvo con rodeos para iniciar su tarea, el problema no había perdido vigencia a fines de 1942, pues la categoría de “judío” era para la fecha una fórmula socio-política en lugar de genético-anatómica. El odio no pasaba por encima de la pulsión alemana por ser precisos: los científicos no habían dado todavía con una configuración genética o morfológica que definiera a los judíos, fuera de toda duda, y que permitiera a los verdugos separar el grano de la paja. Las matanzas podían ser más o menos indiscriminadas en los shtetl (asentamientos rurales hebreos) de Polonia, Ucrania y Bielorrusia. Pero el margen de error se haría excesivo en encrucijadas étnicas y culturales como el Cáucaso, a donde el ejército nazi se aproximaba a comienzos del otoño de 1942.

En el abigarrado catálogo del Cáucaso, podían encontrarse pueblos turcomanos, probables descendientes de los legendarios jázaros, que habían abrazado siglos atrás las creencias mosaicas pero que, en otros aspectos más visibles, en poco se diferenciaban de sus vecinos turcos, persas o azeríes; también había comunidades originarias de los dos exilios milenarios de Israel que, instaladas en la región, pasaron a profesar el zoroastrismo; estaban incuso los armenios, quienes, aunque cristianos, por sus rasgos y la naturaleza de sus actividades podían confundirse con los judíos y, de hecho, habían sufrido su propio holocausto durante la I Guerra Mundial.

En previsión de lo que allí se encontraría y acuciada por sus propias metas de exterminio en masa, a fines de 1942 la SS encargó a Ernst Schäfer y su Instituto Sven Hedin para organizar un Sammelkommando Kaukasus, que tendría por misión la de descifrar el rompecabezas racial de la zona a fin de determinar quiénes eran étnicamente judíos y a los que, por lo tanto, se daría muerte. Schäfer no le hizo ascos a la tarea. Diseñó la expedición y propuso un presupuesto base para ella. La derrota de Stalingrado y la subsecuente retirada de las tropas alemanas del frente del Volga y el Cáucaso, sin embargo, hicieron imposible su ejecución.

Un seguro miembro de la expedición frustrada y pupilo predilecto de Schäfer, Bruno Beger, no se dejó arredrar por la cancelación del proyecto y pronto consiguió cómo hacer desde el castillo de Mittersill su aporte a la pureza racial de los arios, un tema que lo había ocupado desde sus tareas de medición de cráneos en el Himalaya.

Esta vez se propuso adelantar un macabro trabajo de investigación con el doctor August Hirt. Para conducirlo, había que escoger primero a 86 prisioneros judíos de campos de concentración. Después de gasearlos, sus cuerpos tendrían que ser sumergidos –como, en efecto, lo fueron- en unos tanques metálicos especiales donde se someterían a unos tratamientos de ácidos que los desollaría y evisceraría de un modo tan perfecto que, como resultado, obtendrían 86 esqueletos níveos y relucientes. Los esqueletos así macerados debían de servir para una investigación a profundidad sobre qué, en la humanidad tangible de un judío, lo distinguía anatómicamente de las otras personas. La investigación no se llevó a efecto por la victoria aliada, pero hubo tiempo para obtener los esqueletos. A pesar del crimen, Beger pasaría indemne los procesos de desnazificación posteriores a la guerra y una detención preventiva como sospechoso en 1960. Sólo en 1970 un tribunal civil alemán en Frankfurt del Meno consiguió juzgarlo y lo condenó a una pena exigua de tres años de libertad condicional.

La desbandada de los ejércitos nazis en la Unión Soviética a mediados de 1943 traía los peores presagios a Mittersill, así como a la jerarquía nazi que en Berlín contaba con información confiable del frente. Gracias a esa información privilegiada, el SS-Reichführer Himmler y el SS-Obergruppenführer (Mayor General) Oswald Pohl (1892-1951), Jefe del Consejo de Administración de la SS, pudieron identificar unos valiosos activos que en su retirada de la Unión Soviética los alemanes bien podían requisar y, con ello, salvar los muebles.

Así, el 1 de junio de 1943, ambos acordaron con Schäfer y el SS-Untersturmführer (subteniente, tal como Vareschi) y botánico (también como Vareschi), Heinz Brücher, montar una operación comando para “rescatar” esos bienes, operación que la revista New Scientist llamó, en su edición de enero de 2008, “La Gran Guerra Relámpago (Blitzkrieg) de las semillas”, y que el equipo de investigación sueco-alemán de  Carl-Gustaf Thornström y Uwe Hossfeld no dudaría en calificar, en 2002, como “el primer caso de biopiratería en la historia”. 

Esta vez el Santo Grial sería un cargamento de semillas o, para decirlo en la jerga científica, kilogramos de germoplasma, esto es, el material genético único de origen vegetal que se conservaba en centros de acopio desde los años 20 cuando fue recolectado en todo el mundo por un grupo de científicos soviéticos, encabezado por Nikolái Vavilov.

El de Nikolai Ivánovich Vavilov es el drama clásico del genio incomprendido y adelantado a su tiempo. Nacido en Moscú en 1887, se graduó como agrónomo en 1912. Pero influido por los hallazgos de Gregorio Mendel en el siglo XIX, y  luego de una pasantía con el inglés William Bateson, se concentró en la nueva ciencia de la genética.  La efervescencia intelectual que la Revolución de Octubre encendió durante los primeros años 20 favoreció a Vavilov, quien entre tanto había prescrito una teoría justamente revolucionaria: a su entender, los grandes cultivos que la humanidad cosechaba para su sustento en realidad procedían de especies silvestres que tuvieron sitios geográficos de origen específicos, a partir de los cuales evolucionaron y viajaron, tanto por procesos naturales como por la intervención del hombre. Vavilov se creía capaz de reconstruir ese trayecto hasta dar con los orígenes. El gobierno de los Soviets lo respaldó, primero, financiando expediciones heroicas a todos los confines del planeta (incluyendo el Ártico y las cumbres andinas de América del Sur) para recabar muestras vegetales, en especial, de granos; se dice que llegó a reunir muestras de 200.000 especies en su banco. Y después, se le concedió en 1924 la dirección del Instituto de Botánica Aplicada y Nuevos Cultivos de la Unión Soviética, en Leningrado (hoy San Petersburgo, Rusia), donde se retendría la colección y se daría inicio a las investigaciones correspondientes.

Las purgas estalinistas, sin embargo, encontraron que la de Vavilov era una “seudociencia burguesa”. En 1940 fue sentenciado a muerte, condena que de inmediato se le conmutó a 20 años de reclusión. Para nada: en 1943 moría, de enfermedad e inanición, en un gulag a orillas del río Volga. Sus ideas, clasificadas en la incorrección política, parecían condenadas al olvido.

Pero no fue así. Lejos de Rusia, los científicos alemanes habían tomado años atrás debida nota de los postulados de Vavilov. Desde junio de 1941, al servicio de las fuerzas de ocupación nazis en la Unión Soviética, esperaban con impaciencia el momento de echar mano a la colección de germoplasma global. Ni el banco principal de semillas en Leningrado, ni las cerca de 200 estaciones subsidiarias que se habían abierto como respaldos en Crimea y Ucrania, fueron trasladadas por los soviéticos al este de los Urales ante el avance de los alemanes, como sí habían hecho con sus industrias y centros de investigación; era una prueba de la escasa importancia que los rusos daban a ese muestrario caído en desgracia.

En plena retirada alemana, en cambio, los jefes de la SS sí le daban valor.

De manera que en junio de 1943, apenas un mes antes de que el Führer Adolfo Hitler en persona ordenara al SS-Obersturmführer (Teniente) Otto Skorzeny (1908-1975) iniciar una operación especial para rescatar al Duce Benito Mussolini (1883-1945) en su cautiverio del Gran Sasso, Italia, Himmler encargaba al director del Instituto Sven Hedin llevar a cabo un Sammelkommando con el que guardaría algunos paralelismos: “secuestrar” las semillas de Vavilov en la Unión Soviética y traerlas a Alemania.

Sobre el terreno, Heinz Brücher quedaría al mando de la operación. Al momento con 27 años de edad, como oficial de la Wehrmacht había participado en las campañas de Polonia, Francia y la Unión Soviética, donde se había ganado la reputación de hombre resuelto y leal camarada. Además, desde 1939 tenía el título de Botánico de la Universidad de Tubinga, donde defendió su tesis a pesar de que mayormente se formó en la Universidad de Jena. Al regresar a esta, en 1941, se incorpora como asistente del profesor Karl Astel en el Instituto para la Investigación de la Herencia Humana y la Política Racial, cuya denominación lo dice casi todo; sólo faltaría agregar que allí Brücher encontró un lugar propicio para sus concepciones sobre la eugenesia –la intervención deliberada para mejorar los rasgos hereditarios humanos- inspiradas en los trabajos previos del biólogo y darwinista social Ernst Häckel (1834-1919).

De vuelta a la ciudad de Jena y al trabajo de oficina, después del frente de batalla, las condiciones también se hicieron las deseables para que Brücher, miembro del partido nazi desde 1934, se apuntara a la SS. Y ya en la organización, con su perfil académico y político, enseguida encauzó su carrera hacia el grupo de investigadores del Instituto Sven Hedin y al Sammelkommando de las semillas de Vavilov, en ambos, bajo las órdenes de Ernst Schäfer.

Pero Brücher no estaba para ser un segundón. Con pronunciado don de mando, le bastó un equipo de otras dos personas y dos vehículos para partir el 16 de junio de 1943, sólo 15 días después de la orden dictada por Himmler, a requisar 18 estaciones genéticas en Ucrania y Crimea, justo detrás de las líneas de las fuerzas alemanas que se replegaban. Nunca tuvo acceso al banco principal de Vavilov, elusivo en medio de la heroica resistencia que la ciudad de Leningrado presentó ante el sitio militar. Pero con lo que se llevó de esos 18 centros, a los que, para mayor facilidad, no hubo que someter a la fuerza, tuvo suficiente para llenar dos maletas grandes de viajero.

Al regresar a Alemania, por su éxito obtuvo un ascenso dentro de la SS y la Cruz de Hierro. Con los agasajos y las distinciones sintió llegada la oportunidad de hacer saber que esa era “su” colección y que, como subalterno, no sería hueso fácil de roer para nadie. Tenía con qué plantarse: en su defensa de tesis en Tubinga, cobró notoriedad al mantener una dura controversia con su propio tutor, Ernst Lehmann. Muchos años después, en 2008, uno de los miembros de la operación de secuestro de las semillas de Vavilov y su único sobreviviente para la fecha, Arnold Steinbrecher, recordaba a Brücher para la revista New Scientist como un hombre “meticuloso y altamente inteligente, pero muy ambicioso, exigente, enérgico y autocrático”.

Con esa ofrenda envenenada, no hubo más contención para que los celos entre Schäfer y Brücher se manifestaran de manera abierta y, para colmo, Brücher debió eludir como mejor pudo la presión de Hans Stubbe, director del Kaiser-Wilhelm-Instituts für Kulturpflanzenforschung (Instituto “Emperador Guillermo” para la Investigación de Cultivos) en Viena, que quería captarlo quizás no tanto por las cualidades de Brücher, sino por la dote que llevaba consigo, la colección Vavilov, para muchos, la palanca con que se podría dominar la agricultura mundial en los años venideros.

En noviembre de 1943, por fin, el SS-Reichsführer Himmler tomó una decisión con espíritu salomónico. Brücher no trabajaría ni para Schäfer ni para Stubbe. Se crearía un nuevo Instituto de la SS para la Genética de Plantas, con Brücher a la cabeza y la colección Vavilov como principal patrimonio. Del mismo modo que el Sven Hedin en Mittersill, el nuevo instituto tendría prisioneras de campos de concentración en el rol de personal de limpieza, y un castillo austríaco como sede, pero esta vez mucho más al este, en Lannach, cerca de las fronteras con Eslovenia y Hungría. Las tierras en torno al castillo venían sirviendo desde antes como campos de prueba para los granos que los científicos del Instituto Sven Hedin lograban.

La estrella de Brücher no perdería brillo a partir de allí. En 1944 fue nombrado Untersturmführer de la Waffen-SS, adscrito al Estado Mayor Personal del SS-Reichsführer Heinrich Himmler en Berlín.

Aunque amarga y tal vez aleccionadora, de seguro Schäfer pudo digerir la defección de Brücher con sus valiosas valijas. De peores situaciones había salido a flote. Pero también era verdad que Brücher no era el único problema que enfrentaba. Según avanzaba 1944, los suministros de todo tipo, no sólo científicos, escaseaban. Los primeros resultados aplicables de los programas de investigación con cereales estarían listos en la primavera de 1945, justo cuando se sellaría el destino final del III Reich con la victoria de los Aliados. Y con la caída del Reich, Schäfer cayó a la vez prisionero de los estadounidenses en Múnich.

Como miembro de la SS y líder científico de un programa especial de la organización, Schäfer quedó a las órdenes del CIC (Counterintelligence Corps) del Ejército norteamericano, para las averiguaciones de rigor. Debía de ser juzgado y condenado por un tribunal de desnazificación. Para ello pasó luego cuatro años en un campo de internamiento que las fuerzas de ocupación estadounidenses crearon en el antiguo cuartel de la Artillería Antiaérea alemana en Ludwigsburg, cerca de Sttutgart, Alemania. El reclusorio estaba pensado para alojar a los procesados de alto rango y criminales de guerra que hubiesen caído en manos del VII Ejército de Estados Unidos. Además de Schäfer, entre los huéspedes más connotados del lugar estuvieron en ese lapso el hijo del Kaiser Gullermo, último Emperador de Alemania, el Príncipe Augusto Guillermo de Prusia (1887-1949, diputado del partido nazi y segundo al mando de las SA); el Conde Lutz Schwerin von Krosigk (1887-1977, ex ministro de Hacienda nazi y Canciller del efímero gobierno de capitulación del almirante Karl von Dönitz); y Walther Darré (1895-1953, ex ministro de Agricultura, Jefe de la Oficina de Raza y Reasentamiento, e ideólogo nazi).

Pero, como ilustra con maestría la película de Stanley Kramer, El juicio de Núremberg (1961), también durante esos cuatro años empezaron a colarse los vientos gélidos de la nueva confrontación Este-Oeste. Antes aliados para doblegar a la Alemania nazi, ahora Estados Unidos y sus socios occidentales se preparaban, por un lado, para medir fuerzas con la Unión Soviética y los satélites que conformarían el Pacto de Varsovia, por el otro, en una suerte de boxeo de sombra global llamada Guerra Fría. En esa guerra de simulacros y escaramuzas a lo largo de la línea del Telón de Acero, por lo general fría o a punto de calentarse, a cualquiera de los bandos en pugna le iba a venir bien el refuerzo de los experimentados técnicos y militares alemanes que, quién lo dudaría, bastante habían tenido que ver con los nazis. De llamarse las cosas por sus nombres, el pueblo alemán tendría que haber sido objeto de una purificación colectiva, tal su compenetración con el nazismo y sus desmesuras; pero, a la vez, a ambos bandos se le hacía impráctica esa purga, no sólo por sus dimensiones, sino porque profundizaría el encono de los lugareños del que parecía destinado a ser el teatro de operaciones principal de la probable IV Guerra Mundial.

Fue cuando a indiciados y testigos les empezó a parecer difícil el hacer memoria ante las cortes. Jueces y fiscales de las naciones victoriosas, tanto civiles como militares, empezaron a hacerse de la vista gorda. Las mismas instalaciones de Ludwigsburg, ocupadas hasta entonces por unos prisioneros de guerra razonablemente bien alimentados, ahora eran demandadas con urgencia para acoger a los refugiados de ascendencia y habla alemanas que en venganza eran expulsados por los nuevos gobiernos comunistas de Polonia, Hungría, Rumania y Checoeslovaquia.

En 1949, Ernst Schäfer salió en libertad con su conciencia en aparente paz y su prontuario blanqueado mediante un Persilschein (Documento Persil), el salvoconducto que las autoridades aliadas de ocupación expedían y que los propios alemanes bautizaron con sorna usando la marca de un popular detergente, Persil, para referirse tanto a las propiedades limpiadoras que el documento tenía en el historial de alguien, como a la facilidad para obtenerlo, como si de un premio dentro de una caja de jabón se tratara.

Schäfer constató de inmediato que la libertad en una Alemania ocupada, dividida entre fuerzas rivales, y que literalmente trataba de levantarse de sus escombros, era parcial. Le resultaba difícil ganarse la vida. Tenía casi un lustro fuera del circuito científico y el mismo hecho de salir de prisión, a pesar de la dispensa obtenida, generaba suspicacias a su alrededor y le convertía en un recordatorio insoportablemente bullicioso de algo que todos querían olvidar. Quizás ni siquiera había una empresa que requiriese sus servicios, tan especializados, ni algún colega dispuesto a emprender a su lado. Como escribe el entomólogo venezolano Jorge González, de la Universidad Texas A&M, casi por prodigio Schäfer fue capaz de “ganar algún dinero dando conferencias sobre sus investigaciones y expediciones” (10). Pero era la comida del día para él y su familia. El futuro pintaba poco prometedor.

La tabla de salvación vendría en forma de una carta de un viejo amigo, Bernhard von Steinberg. Era un alemán, dueño de un hospedaje en Boconó, estado Trujillo, en los Andes de la lejana y misteriosa Venezuela, pero también allegado a dos científicos locales, William Phelps (1902-1988) y Tobías Lasser (1911-2006). Mediante la correspondencia, von Steinberg avisaba a Schäfer que los científicos buscaban a un naturalista que quisiera trabajar en un proyecto en Venezuela, específicamente, al servicio de Lasser. ¿No le interesaría tomar esa oferta?

1 comentario:

Bernardo Zinguer dijo...
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