14 de marzo de 2008
Binacional
N. de R.: Tenía mucho tiempo tras la pista de Gabriela Febres-Cordero, superconectada ex ministra venezolana que, después de formar parte del parvulario tecnocrático de Carlos Andrés Pérez durante su segundo gobierno, parecía haber desaparecido. No era así: tenía una vida de vértigo en la Embajada de Colombia en Washington. Allí -eso me figuraba yo- se codeaba con gente poderosa. Corroboré algunas de mis fantasías en este trabajo que por ahora circula con la revista "Exceso". Sus historias me resultaron fascinantes; el espacio, como siempre, insuficiente. La foto muestra en un extremo a la Febres-Cordero y, en el otro, a su ex marido y ex embajador colombiano ante la Casa Blanca, Luis Alberto Moreno
GABRIELA FEBRES-CORDERO: AMOR EN TIEMPOS DE CÓLERA
La ex ministra de Carlos Andrés Pérez tiene enterrado su corazón en Colombia, el país donde se lo acaban de romper. Recién separada del ex embajador de Pastrana y Uribe en Washington, Luis Alberto Moreno, saca cuentas de su vida. Pero, en vez de sumirla en la contemplación, el balance la llevó a poner todas sus energías en apadrinar valores neogranadinos, desde Juanes, el cantautor, a los niños de la música vallenata o los indios Tayronas de Santa Marta
Se lo oí decir a una amiga: “El apellido Febres-Cordero es todo lo que queda de la Gran Colombia”. Me lo dijo cuando empezaba a hacer entrevistas para esta nota. Y ahora que la escribo me convenzo de que no encontraré ninguna otra frase mejor que esa —aunque fue dicha con sorna; no en balde mi amiga vive en Washington D.C. — para sintetizar los postulados y conclusiones del perfil de Gabriela Febres-Cordero que aquí inicia.
Sin embargo, resta algo por agregarle. Así que a reformular la hipótesis, extendida y aclarada, con el siguiente corolario: el apellido Febres-Cordero es, repito, lo que queda de la Gran Colombia; pero es más vestigio, vivo, pugnando todavía por sobresalir, que reliquia inerte de museo.
La ex ministra del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, el del ajuste macroeconómico, lleva ese apellido y también, por vía materna, el de Salom. Uno lo emparenta con el prócer León Febres-Cordero, primer jefe supremo, en 1820, de la recién independizada provincia de Guayaquil, homónimo del patriarca democristiano y ex presidente del Ecuador en la actualidad, así como con una retahíla de nombres que dan lustre a la historia patria de Venezuela; el otro, por su parte, la conecta con Bartolomé Salom, general en Jefe de los Ejércitos de la República, el “Arístides de Colombia”, como lo llamó el propio Bolívar, quien lo tuvo por jefe del Estado Mayor. “Mi abuelo Pedro”, pasa revista al álbum familiar, “nacido alrededor de 1900, se sentía muy orgulloso de él y contaba que el general Salom era el único que conocía lo que había pasado con el fusilamiento de Piar, pero que guardó el secreto. También le tocó ser el custodio de los pertrechos para la Batalla de Boyacá, aquí cerca, en el páramo de Pisba. Era un hombre honorable y de confianza”.
Pero hasta aquí llegan los dominios de la heráldica y de la reacción al carbono 14.
Porque ha sido la vida presente de Gabriela Febres-Cordero, más que su estirpe, la que la colocó en medio de los entreveros donde cada tanto se riñen y vuelven a amistar las naciones hermanas del área andina, hijas todas del Libertador, cuartos desmembrados de la antigua Gran Colombia.
Primero, en el cargo de ministra-presidenta del Instituto de Comercio Exterior (ICE) no sólo rompió registros de edad como la integrante más joven del kindergarten tecnocrático de Pérez, sino que, sobre todo, tuvo a su cuidado el proceso de integración comercial de un Pacto Andino que todavía por entonces lucía robusto. Luego, como esposa del embajador por siete años de Colombia en Washington, Luis Alberto Moreno —hoy, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) —, supo convertirse en la discreta y eficaz aliada de la audaz campaña de relaciones públicas que su marido, a nombre de Bogotá, desplegó en la capital del imperio para conseguir el visto bueno de dos gobiernos y también un par de legislaturas norteamericanas para el controvertido Plan Colombia y a su extensión, el Plan Patriota.
Ahora, a la pregunta de “¿Y qué es de la vida de Gabriela Febres-Cordero?”, cabría responder: “como siempre, en la movida”. La movida, por ejemplo, de las frágiles, a punto de ruptura, relaciones colombo-venezolanas, con un pie metido entre los decision makers de Bogotá, sus amigos, y otro en el quién-es-quién de Caracas, sus amigos y parientes. Se disponía a almorzar, poco días después de nuestro encuentro, con el ex presidente Ernesto Samper; y, según aseguró, pocos días antes había recibido un saludo de año nuevo del presidente Álvaro Uribe por vía telefónica. La llamada incluyó otra pregunta que desde el Palacio de Nariño procuraba auscultar la dimensión del daño al vínculo binacional: “Cuénteme cómo ve las cosas”.
—¿Y cuál fue tu respuesta? ¿Cómo veías las cosas?
—No, no quiero entrar en esos temas. No me interesa que el mundo entero sepa eso. De hecho, fue una llamada cariñosa y personal, y él aprovechó para preguntar. Pero obviamente en todos los escenarios donde uno está con gente… El otro día estuve con Juan Manuel (Santos, ministro de Defensa de Colombia) y también me estuvo preguntando que cómo veía las cosas.
Para completar la certificación de calidad de sus contactos, también podría afirmarse que está en la movida de la farándula internacional, apadrinando la carrera de Juanes, verbigracia, mientras se mueve para convocar a Plácido Domingo a un evento de beneficencia.
Sin embargo, estas respuestas se quedarían cortas ante el panorama que se le presenta. Se diría, por sorprendente que pueda sonar, que Gabriela Febres-Cordero tiene cosas más importantes en qué pensar ahora. Recientemente separada de Moreno, con quien convivió 12 años, se avecina a los trámites del divorcio y separación de bienes, inevitablemente borrascosos. Y está a punto de cumplir 50 años de edad, un hito definitivo en el tránsito vital de cualquier individuo, en una fecha de tan poderosos significados cabalísticos, que los chinos la eligieron para darle inicio ese día a los Juegos Olímpicos de Pekín, el venidero 8 de agosto (08-08-08).
Ha dicho que el páramo de Pisba nos queda “aquí cerca” porque nos encontramos en la Casa Medina, una mansión señorial de los años 40 transformada en hotel de lujo en plena zona financiera de Bogotá. Hace frío a pesar de que ya casi es mediodía y de que por unos instantes se ha despejado la cubierta de nubes grises que en estos días iniciales del año obtura la visión del cielo sobre la capital neogranadina. El personal de relaciones públicas del hotel se desvive por ofrecer un café tipo capuchino, bien calientito, a “doña Gabriela”, junto a otras deferencias que, me permito suponer, sólo se reservan a los clientes frecuentes. “Esta gente es maravillosa”, califica Febres-Cordero no sólo al solícito personal del hotel, sino a los colombianos: “Son muy profesionales”. El episodio da pie a una breve disquisición sobre las diferencias y semejanzas entre colombianos y venezolanos, que no pretende otra cosa que ayudar a calentar la conversación, aunque bien valdría como contexto para las fricciones a ambos lados de la frontera. La radiografía que tantos años de interacción con colombianos le han permitido obtener, la anima a asegurar que son muchas las desemejanzas que se esconden en la fraternidad forzada de una relación siamesa: “Para el colombiano, que es muy distinto a nosotros, hay cosas que no logra entender del venezolano. Una es la estridencia nuestra. El colombiano la maneja con prudencia, pero le mortifica. Ellos hablan pasito. Nosotros hablamos duro y repicado. Puede parecer caricatura, pero es cierto: En un desencuentro nuestro, cualquiera te parte la botella y te pone el pico en el cuello. Pero de ahí no pasa la cosa. En cambio aquí, mudos, te volteas, ellos se sacan el revólver de la ruana, pam, y muerto caíste. Nosotros no pasamos del pico de la botella. Ellos tienen la ruana… Entonces, claro, imagínate la impresión de una gente que es así cuando la amenazan y le gritan cuatro cosas”.
Hay que reconocer que los tiempos que corren no parecen propicios para que un venezolano declare su amor por Colombia. En el caso de Gabriela Febres-Cordero, no obstante, sobran las licencias. Lo suyo con Colombia sí que es amor en tiempos de cólera. El nexo que mantiene con el país vecino es de vieja data y se vino a concretar con su matrimonio con Luis Alberto Moreno, colega ministro del gabinete del presidente César Gaviria. Eran otros tiempos, sin duda. La oleada de reestructuraciones neoliberales recorría de arriba abajo la América Latina. Niños prodigio jugaban a recomponer países a las órdenes de Carlos Salinas de Gortari, Carlos Saúl Menem, Carlos Andrés Pérez y el propio Gaviria. Febres-Cordero cerraba filas con los Moisés Naím, Miguel Rodríguez, Ricardo Hausmann y Beatrice Rangel, entre otros que, con sus experimentos de ingeniería económica y social, desdecían de sus orígenes diversos para constituirse en una nueva clase, la tecnocracia, de la que hoy pocos recuerdan si acaso existió de verdad.
En el área de Comercio Exterior, Gabriela Febres-Cordero sirvió como ariete de la apertura. A estas alturas, si bien no reniega de la experiencia, trata de ponerla en perspectiva: “Eso es el retrato de una época. En ese momento yo tenía 29 años; Miguel tenía 33; Moisés, como 34. Todos veníamos de una buena formación en Venezuela y Estados Unidos. Pero nadie tenía formación política. Se suponía que el presidente Pérez sabía de eso. Uno iba a hacer el oficio y la tarea que le dijeron. Claro que hubo cosas en las que nos equivocamos. En el área mía, por ejemplo, recuerdo unas discusiones tremendas sobre el tema del maíz en Venezuela, cuánto costaba producirlo en Venezuela y cuánto costaba importarlo. La ecuación obvia daba que la importación resultaba mil veces mejor. Que beneficiaba a millones de consumidores. Lo que está muy bien. Pero reconozco que en ese momento, cuando se tomaron decisiones de las que yo fui partícipe, nunca me senté a pensar en qué pasaba con una familia que vivía de sembrar maíz en su conuco. No fue necesariamente por insensibilidad. Se hablaba del programa de reconversión y reentrenamiento que tenía que acompañar a la apertura. Eso estaba contemplado. Pero era una de esas cosas que, como uno se da cuenta después en la vida, se quedan en la teoría. El problema no era la apertura. El problema era qué hacer con la minoría afectada, porque inmediatamente estabas generando una exclusión. Allí es donde yo hoy me riño con las soluciones masivas y sistémicas. Al tratar a todo el mundo con el mismo rasero, se crean unos bolsones de exclusión de los que nadie se ocupa. Hay que ponerles atención. Creo que todavía no hay conciencia de que la sumatoria de los bolsones de exclusión es lo que genera las revoluciones y las turbulencias”.
Así como fue fecunda para la reflexión, la pasantía por el gobierno de Pérez sirvió para alimentar la agenda de contactos de Gabriela Febres-Cordero entre sus pares colombianos. Noemí Sanín, actual embajadora en Madrid y puntera en las encuestas de los presidenciables; Juan Manuel Santos, otro candidato in pectore y actual ministro de la Defensa; y Gabriel Silva, presidente de la influyente Federación Colombiana de Cafeteros, lo que equivale a llamarlo el “dueño” de Juan Valdez; fueron algunas de las amistades cosechadas en ese período. Aunque más importante resultó su encuentro con el joven ministro de Desarrollo Económico, Luis Alberto Moreno. La leyenda sostiene que se conocieron en una reunión de directorio de la Corporación Andina de Fomento (CAF). Difícil saber si el flechazo fue instantáneo. De lo que no se puede dudar es de la fuerza de la conexión. Gabriela Febres-Cordero, que después de las intentonas golpistas de 1992 había dejado su puesto en el gabinete, se mudó a Colombia. Moreno, que venía de un matrimonio con la periodista norteamericana Adriana Foglia, puso manos a la obra a un trueque de compañía que la comidilla bogotana consagró con una suerte de proverbio: “Cómo será de verraco Luis Alberto que se consiguió una mujer más brava, más rica y más chiquita que Adriana”.
Lo de la altura no era, valga la expresión, un dato menor. Tampoco un chiste. Febres-Cordero, menuda y compacta, parecía mandada a hacer para el troquel de Moreno, de apenas 1,61 de estatura. Una pareja pigmea que se engrandecía en la yunta de sus personalidades. En particular Moreno, que fue, además de ministro, productor de noticieros televisivos, representante de conglomerados en telecomunicaciones, director de la campaña presidencial de Andrés Pastrana y, en sus mocedades, vendedor de aspiradoras, compensaba la ligereza de su humanidad con un don de gentes y una capacidad de persuasión que pondría a prueba en lo que fue su asignación estelar: la embajada de Colombia en Washington. Cómo sería de exitosa su gestión que, después de estar en el cargo durante cuatro años bajo la administración Pastrana, el presidente Álvaro Uribe lo ratificó por tres años más. Su indicador de desempeño era muy objetivo: la aprobación por parte de Ejecutivo y Congreso del Plan Colombia, una multimillonaria ayuda en armamento y programas sociales para combatir al narcotráfico que luego, bajo el nombre de Plan Patriota, se reconvertiría en campaña anti-insurgente.
Moreno no lo tenía nada fácil. Colombia entonces era tenida como uno de los Estados frágiles, acaso abortados, en cuyos vacíos se hacían fuertes la subversión de izquierda y el crimen organizado. Echar al mar un camión de volteo cargado de dólares lucía más rentable que tirar recursos de los contribuyentes norteamericanos en esa tierra de nadie. Para colmo, los alegados nexos del presidente Uribe con las fuerzas irregulares del paramilitarismo poco hicieron en optimizar las probabilidades de la tarea.
Para el éxito con que coronó su cometido, Moreno contó con las artes organizativas de su esposa. Febres-Cordero, poco dada a hacerse al papel decorativo de mujer de diplomático que las usanzas de Washington le asignaban, descansaba poco inventándose algo en qué descargar sus energías. Primero, redefinió la gestión de la Embajada y renovó su staff: “Eso es como manejar un hotel, una casa, un restaurante y un departamento de alimentos y bebidas las 24 horas del día. Tú eres gerente y ama de llaves a la vez. ¡Es tremendo!”. El ajuste le valió no pocos roces, pero aclara, debidos a su propia personalidad obsesiva y severa, y en nada atribuibles a su condición de venezolana mandando en baile de colombianos. Se trata de un carácter que ya en otra entrevista para esta revista (Exceso, agosto 1991) intentaba definir así: “Yo digo ‘voy’ y por ahí me meto”, le aseguraba a la colega Faitha Nahmens, “y no me importa qué me llevo por delante. No puedo ser ladina ni sirvo para edulcorar las cosas”. Sería, insistía también en ese entonces de sus 33 años, un fatalismo hereditario que se puede achacar al general Salom, “que murió de una rabieta. Sí, en Carora estaban fustigando a un hombre y él quiso interceder. Como lo humillaron, ya era viejo entonces, rompió la espada que le había regalado el Libertador y se echó a morir”.
Orgullosa pero sin echarse a morir, la venezolana se las ingenió para coordinar entonces una investigación sobre la arquitectura de las principales embajadas de Washington, publicada en edición de lujo por Villegas Editores de Bogotá. Sin embargo, se le estaba agotando el turno de “mirón de palo, y de pronto”, ahora relata en Casa Medina, “terminé engranando y se me ocurrieron cosas, actividades complementarias que podían apuntalar lo que se estaba haciendo desde la Embajada para que la percepción de Colombia fuera distinta”.
“Hay un caso que recuerdo mucho, el de un senador demócrata de Vermont, Patrick Leahy, un tipo muy importante que estaba en el Comité de Foreign Operations, el que da la plata. Muy de la línea de Delahunt y de Meeks, esto es, muy en la línea de derechos humanos, y a quienes la llegada del presidente Uribe produjo todo un cuestionamiento por el perfil que tenía. Había que convencer a estos demócratas no sólo de que Uribe había ganado limpiamente las elecciones, sino de que era la persona honorable y correcta que Colombia se merecía. A través de distintos medios, a través de su señora, que se volvió muy amiga mía, se le hizo la corte hasta que fue a la casa un poco remolón. Buscamos el menú más adecuado. Preparamos un pescado en hojas de plátano, que practicamos varias veces. Pero estaba la pregunta de qué vino se le ponía. Alguien me había mencionado que él tenía raíz europea. Me metí en Internet y conseguí que la mamá era italiana. Por mera intuición me metí a ver qué había en la región de Italia de donde venía su madre. Encuentro entonces que hay un viñedo en el pueblo donde la mamá nació y donde él pasó su infancia. Entonces empecé a buscar dónde conseguía ese vino. Zanqueé por todas partes y conseguí un distribuidor en California. Llamé a California: ‘Mándenme el vino urgente para acá’. Me mandaron el vino. Cuando llega el señor, la comida y todo estaba perfecto, pero yo seguía sintiendo que aquel señor estaba como cerrado. Entonces le sirven el vino y él pide la botella para verla. Cuando agarra la botella, yo lo veo palidecer desde el otro lado de la mesa. Luis Alberto me miró como diciéndome ‘¿qué pasó, cuál fue esta metida de pata?’. Yo no le había dicho nada porque se me olvidó. Bueno, resulta que el senador me pregunta dónde conseguí ese vino. Entonces le digo: ‘En California’. Pero él siguió: ¿Usted sabe que este vino es de mi pueblo?”. Le dije: ‘Sí, lo sé’. ¿Y cómo sabía? ‘I did my homework’, le respondí. ¡Y se acabó! Desde ese momento el hombre abrió la santamaría y fue otro cuento totalmente distinto”.
“¿De qué vivo? De mi herencia”. Vaya; esto se llama honestidad brutal. Aunque, si lo pienso mejor, me parece que no es más de lo que cabe esperar de una mujer que se apresta a hacer balance a los 50 años de edad y que tiene las condiciones para financiarse ese alto en el camino, siempre tan favorable para la reflexión. Su cuerpo se traslada con frecuencia de uno a otro de sus hogares entre New York y Bogotá, aunque por momentos parece que su alma residiera, provisionalmente, en una zona etérea ubicada en alguna otra dimensión. Dice que, pasando revista a lo que hasta ahora fue su vida, pudo trazar check marks en la lista de tareas cumplidas. Claro que el balance incluye los vidrios rotos de su relación con Moreno, segundo matrimonio que intenta, y que, aunque por ahora no sabe a qué se va a dedicar, el resultado neto de estas incertidumbres no es la angustia sino “una tranquilidad enorme”, que la acompaña mientras se estaciona en el hombrillo.
Alrededor de sus muñecas, junto a otras pulseras, danzan media docena de cordones de hilo blanco. Son aseguranzas, las llama, y les fueron dispensadas por mamos —caciques o chamanes— de las etnias tayronas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, sobre la costa Atlántica de Colombia. Cuando cumplió 40 visitó por primera vez a esos nativos, cuyo aislamiento se acentúa según aumenta la cota. En esa ocasión un mamo, Jacinto, de la tribu más elevada —tanto en la montaña como en el espíritu—, los Kogui, le auguró, a través de un intérprete: “Usted va a ir a un sitio muy lejos y va a ir con su marido y la función de su marido será hablar, hablar y hablar. Usted tiene que ayudarlo para decirle a esos ‘hermanos menores’ que no contaminen la tierra”. En retrospectiva, Febres-Cordero cree identificar en esas palabras una mención no tan velada al programa de fumigaciones que a la postre comprendería el Plan Colombia. “Eso fue antes de que enviaran a Luis Alberto a Washington. Entonces no entendí nada. Pero después entendí. Hoy se hacen erradicaciones manuales de las plantas de coca, pero al principio fue pura fumigación. Y yo siempre me acordaba de eso”.
El presagio —que también anunciaba el venidero reinado de los paramilitares en Colombia— encontró tierra fértil en la vocación por el misticismo de la venezolana. Colegas periodistas en Bogotá dan crédito a versiones según las cuales Febres-Cordero es alguien capaz de ‘montarle un trabajo’ a una rival. Cierta o no, exagerada o no, poco importa esta caracterización que la implicada ni niega ni confirma. En cualquier caso, lo relevante es el modo en que convirtió la causa de los tayronas, acorralados por los desmanes en asfalto y acero del progreso y por el ascenso a través de sus tierras de los sembradíos de coca, en su causa. Pronostica que el apoyo a los indígenas, o lo que es lo mismo, a la recuperación del entorno natural de la Sierra Nevada de Santa Marta, le tomará los próximos 25 años. Por lo pronto, se ocupa en una frenética búsqueda de patrocinios con la que se empeña, además, en demostrar que su pausa vital no se traduce en inacción. “Le pasas un videíto a los gringos y ya los sensibilizas para bajarlos de la mula”, se ríe, sin descartar otros métodos de persuasión. No hace mucho, por ejemplo, se llevó a varios indígenas de la sierra a pasar las de Cocodrilo Dundee en New York, entre rascacielos y juntas con donantes. Parece que les fue bien.
Sin embargo, tiene que barajar con cautela su acceso a financistas del Primer Mundo, no vaya a ser que los atosigue con distintas peticiones y seque por mero descuido alguna fuente de recursos. Porque son varios sus proyectos humanitarios y cada uno se merece dinero fresco del norte. Está también, por ejemplo, United for Colombia, la fundación que dirige para la asistencia a niños y soldados lisiados por minas antipersonales y que ya ha tratado 72 casos en muy poco tiempo. Allí trabaja con Juanes, líder a su vez de la Fundación Mi Sangre, pero contraparte también de Gabriela en una relación ganar-ganar en la que cada quien obtiene recompensas. La caraqueña contribuyó a poner a Juanes en los mapas de uno de los productores cruciales de la industria musical norteamericana, Quincy Jones, y del ex beatle Paul McCartney. “Estábamos en un yate en el Mediterráneo. Yo cargaba mi i-pod con las canciones de Juanes. Y se lo di a oír a Quincy. Le encantó. Desde el yate llamé a Juanes y le dije: ‘Te paso a Quincy Jones’. De ahí lo invita al segundo concierto de We are the world, we are the children. Maná y él fueron los únicos latinoamericanos. Después Quincy lo metió entre los líderes más influyentes del futuro en la revista Time. Tiempo después, me puse en contacto con Heather Mills, que tenía el programa Adopt a minefield. Cuando le llegué a esa señora y nos pusimos de acuerdo para hacer una gala en Los Ángeles pro fondos para Colombia, surgió la pregunta de quién iba a cantar. Eso fue en 2004. Y, no te creas, ¡fue duro! Me tocó negociar con Heather y Paul McCartney porque querían que fuera Shakira. Pero yo estaba empeñada en que fuera Juanes, porque había sacado dos años antes la canción ‘Fíjate bien donde pisas’”. Ahora, para una ocasión similar, trata de conquistar al tenor Plácido Domingo, que “conoce bastante o algo del trabajo que hace la fundación, ha visto el video de los niñitos, él sabe cuánto hay que levantar todos los años para que todos tengan prótesis todos los años. La última vez que lo vi fue ahorita, en New York, en una función de Ifigenia en el Met: fui al camerino y entonces me dijo: ‘A ver, cómo es que hay que trabajar esto’”.
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RECUADRO 1
La gota fría
La combinación entre farándula musical y labor pro bono, que estuvo a punto de cristalizar también en la Fundación ALAS recientemente creada por Shakira –“en realidad no fue ella, sino Antonio (de la Rúa, prometido de la cantante), quien me llamó para que me vinculara y lo ayudara a coordinar la relación con otras fundaciones; pero allí entraron Carlos Slim y el grupo Santo Domingo con una buena plata y quisieron participar más activamente en la estructura administrativa”-, se funde con una reputación, la de ser una de las mejores bailadoras de vallenato en mil millas a la redonda, de la que Febres-Cordero se ufana. “No hay nada que me guste más que estar metida en un ‘chuzo’ vallenato”, se defiende cuando se la observa como quien mira a una sifrinita de nariz respingona.
De esa confluencia nace el mecenazgo a los Niños Vallenatos, una banda-escuela dirigida por Andrés ‘el Turco’ Gil, habituada ya a los grandes acontecimientos —se presentaron en la Casa Rosada de Buenos Aires y en el Palacio Imperial de Tokio, así como en el homenaje por los 80 años de Gabriel García Márquez, hace un año en Cartagena de Indias—, pero cuya plataforma de proyección tuvo lugar en 1999 en una presentación urdida por Febres-Cordero para el presidente Bill Clinton en la Casa Blanca. Desde entonces, la venezolana, junto a la promotora cultural Consuelo Araújonoguera, asesinada por la narcoguerrilla, se tornaron sus madrinas. Y Clinton, por cierto, en su fanático.
“Los que fueron a la Casa Blanca ya crecieron todos. Tres o cuatro de ellos están en grupos grandes que suenan en toda Colombia. Dos son acordeoneros, entre ellos, el principal de Peter Manjarrés. Son hombres hechos y derechos. Pero el cariño es el mismo. Todos tienen mi celular, me llaman, conversamos; sé dónde viven, quiénes son sus padres… Y eso lo estoy haciendo hoy también con las nuevas generaciones. Por ejemplo, estamos en un proyecto bien chévere que ya se terminó de filmar, una película llamada El ángel del acordeón. Al niñito protagonista, Camilo Molina, yo me lo llevé a la Biblioteca de Clinton. Estuve muy involucrada en seguir la película, cuando se hicieron las audiciones, en velar que tenga un propósito social y que parte de la taquilla vaya para la creación de escuelas de música vallenata, o conseguir que Hoehner, que es la empresa alemana que fabrica los acordeones, nos donara algunos instrumentos para la escuela que se hará con lo que la película recaude”.
Por lo demás, siempre consigue quien le ofrezca recursos para comprar acordeones, un bien preciado y escaso en Colombia, aunque “es interesante: el acordeón vallenato sólo se usa en Colombia y la fábrica tiene esa línea de producción solamente para Colombia”. En los días de nuestra entrevista, la ex ministra cargaba en su equipaje un acordeón adquirido con fondos de un donante para reparar una injusticia: Yeimi Arrieta, un talento precoz de nueve años de edad del municipio de Arjona (Bolívar), primera chica que en 40 años del Festival de Valledupar ganó la competencia infantil de acordeoneros en 2007, no tenía instrumento propio. “Ahora voy a ir a entregarle el acordeón”.
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RECUADRO 2
Empezar de cero
Ciudadana del mundo, podría ser el título de su gentilicio. Con residencia hasta no hace nada en Washington DC, cuando en aduanas o inmigración le preguntan donde vive, responde: “Nueva York; es el sitio donde más tiempo paso”.
Tiene enfrente, sin embargo, una reparación menos geográfica pero, no por ello, menos tangible y que ella misma resume así: “De una u otra forma yo organicé mi vida en torno a las actividades de Luis Alberto y en torno a su vida. Al no estar ya Luis Alberto en mi vida, pues, tengo que rehacer todo”. La separación, que abonó por un tiempo las comidillas de Bogotá y de la comunidad diplomática en Washington, sigue su curso mientras Gabriela Febres-Cordero palpa con todas sus asperezas la inminente condición de divorciada.
- Tengo que arrancar de nuevo, digamos que de cero, y eso toma tiempo. Eso no es ‘snap your fingers’ como Hechizada y ¡ya! todo se organizó.
- ¿Esta transición no te genera incertidumbre?
- La transición, en una circunstancia personal como esta, siempre genera mucha ansiedad, sin duda alguna. Las ansiedades son normales porque es una circunstancia emocional fuerte. Pero a su vez hay una tranquilidad interna muy grande también.
- ¿Y no guardas rencor?
- Yo creo que en el proceso uno tiene malos ratos. A mí que me digan que los divorcios son todos armoniosos… ¡No! Cuando hay un divorcio es porque hay un desencuentro, al haber desencuentro hay diferencias y cuando hay diferencias es porque hay posiciones que tiene cada persona. Pero yo creo que el tiempo siempre pone las cosas en perspectiva. El ejercicio más importante es ver la puerta que se abre y no la que se cierra. Si uno puede levantarse en la mañana, tener la disciplina y espartanamente mirar todas las oportunidades que se te están dando, y no estar mirando lo que perdiste, o lo que dejaste, o lo que hiciste que se quedó allá, sino realmente la actitud de mirar hacia lo bueno que se te abre, la mala energía se reduce sustancialmente.
- Pero te mueves en un ambiente social en el que es probable que te cruces con Luis Alberto Moreno…
- ¡Nos saludamos! Acaba de ocurrir en un evento social en Cartagena y nos saludamos de manera muy cordial. Yo creo que la cordialidad de todas maneras se tiene que mantener. El hecho de que haya dos caminos distintos, pues… Claro que uno se va a conseguir en la vida, pero uno está mirando el porvenir.
-Para las actividades comunitarias que vienes haciendo, supongo que la plataforma que Moreno te ofrecía era excelente, ¿ahora puedes hacerlas sola?
- La verdad es que la fundación arranca desde la embajada pero se ha podido sostener. Nosotros salimos de la embajada hace dos años, ya van a hacer tres años. Y sigue perfectamente bien. Nunca tuvo base de apoyo en el BID. Eso anduvo solo y continúa solo y es una causa, creo, muy sentida no solamente en mi caso personal sino las personas que están involucradas la sienten. No sólo sentida, también necesitada, hasta el punto que no creo que mi situación personal cambie para nada el trabajo.
-¿En qué estás pensando ahora?
- Sigo todavía rumiando. No tengo claras muchas cosas. Las cosas que tengo claras son el proyecto de los indígenas de la sierra de Santa Marta, el tema de las víctimas de la guerra en Colombia, tanto soldados como civiles, que también va a continuar en la medida que las FARC sigan sembrando minas.
- Pero estas cosas que enumeras son externas a ti. ¿Y lo que tiene que ver con tu vida personal?
- Por esa parte yo no puedo especular qué va a pasar. Digamos que cuando me levanto en la mañana me pregunto qué me toca hacer y sé que esas dos cosas están allí que son importantes. Como también el tema de la música vallenata, el tema de la educación musical de los niños. También tengo unas ofertas que están en la mesa. Pero todavía sigo en la transición, digamos, de ser divorciada oficialmente. Ese status no lo tengo, estoy en proceso, mientras no salga de eso, que tiene su tiempito, no creo que me aventure a tomar a corto plazo una decisión.
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