Tierra de gracia y exilio
El martes 17 de diciembre
de 1935, día en que se conmemoraba el 105to aniversario de la muerte del Libertador Simón Bolívar, el pueblo de
Venezuela supo del deceso de Juan Vicente Gómez, El Benemérito, hombre fuerte del país desde 1908.
La noticia de la muerte del
presidente ascendió desde Maracay –la ciudad que durante su mandato Gómez había
hecho terruño de adopción, capital oficial del estado Aragua, capital de facto de Venezuela y, al final, lugar
de defunción- por la carretera que todavía hoy la conecta con el puerto de
Ocumare de La Costa y que el dictador ordenó construir en 1910 con mano de obra
esclava de prisioneros políticos y comunes. Rauda alcanzó el punto más alto de
la carretera, a 1.200 metros sobre el nivel del mar, en el sitio de la antigua
Hacienda Rancho Grande, y cuando llegó a oídos de los 196 obreros que
trabajaban en la construcción de un hotel de lujo allí, la noticia les hizo
abandonar sus labores y herramientas. Decidieron caminar a Maracay en
procesión, para nunca más regresar a la obra.
Así quedó inconcluso, hasta
el día de hoy, el Gran Hotel Rancho Grande. A 77 años de su
abandono, todavía se puede apreciar la imponente estructura, desde un plano
superior, como un signo de interrogación de dimensiones colosales, un castillo
o búnker de cemento que luce desguarnecido, a pesar de su mole, ante la gula
paciente de la selva que lo rodea. Lianas y helechos se le incrustan por todas
partes, y aunque un solitario guardaparques andino –en realidad, de Biscucuy,
Portuguesa- se afana por hacerlo parecer un sitio residencial con su modesto
mobiliario, los cristales rotos de la mayoría de las ventanas le dan
aspecto de lugar de paso o, incluso, de asiento, para comunidades de aves y
murciélagos.
Pero en 1935 la idea era
que se convirtiera en un hotel de alto estándar, que aprovechara el delicioso clima
templado de la selva de neblina como principal reclamo turístico. Como hacían
los funcionarios de las administraciones coloniales en el trópico, se suponía
que los cortesanos de Gómez subirían desde Maracay durante los meses cálidos de
julio a septiembre para atemperarse en las instalaciones de montaña. Como la
comitiva era amplia y las labores de gobierno no podían interrumpirse en esa
temporada estival, se pensó en grande: 80 habitaciones tendría el hotel.
La estampida obrera de
diciembre de 1935 devolvió ese sitio de la Cordillera de la Costa a la
desolación que le era natural. Aunque no por mucho tiempo. Un axioma en
Venezuela establece que a la escasa propensión nativa para continuar o
completar empresas de largo aliento, le corresponden unas ganas permanentes por
renombrar, refundar o reciclar los cimientos de lo poco que se ha hecho. Así que no tardaron mucho en surgir las
primeras propuestas para darle un nuevo uso a la estructura, sobre todo, desde
que en 1937 todos sus alrededores fueron declarados Parque Nacional. Desde
entonces Henri Pittier (1857-1950) –naturalista suizo-estadounidense, de quien
en 1953 el Parque Rancho Grande recibiría el nombre- aupaba para el edificio un
destino como estación científica. En los hechos, la estructura sirvió de base
de operaciones para la expedición de un año de duración que en 1945 William
Beebe y Joselyn Crane, del Departamento de
Investigaciones Tropicales de la Sociedad Zoológica de Nueva York, realizaron
por el bosque circundante, bajo los auspicios de la Creole Petroleum
Corporation, que fondeó las refacciones y equipamiento del lugar. Ese mismo
año, la III Conferencia Interamericana de Agricultura, reunida en Caracas, aceptó
con beneplácito la propuesta de hacer de Rancho Grande una Estación Biológica
internacional.
Lo turístico del lugar –el
clima fresco, la paz, la frondosidad vegetal, la vida en plena diversidad- se
debe a lo ecológico del lugar. Su proximidad por dos caras con el mar y la
planicie tórrida ya define una particularidad. El ascenso por la carretera
gomecista, desde El Limón a Rancho Grande, se convierte en una sucesión de
microclimas y hábitats que parecen variar por cada 100 metros de altura. En el
propio sitio de Rancho Grande, quien conduzca por la cinta ondulante de
asfalto, justo antes de una curva en “U” que da inicio al descenso hacia la
costa aragüeña, presenciará un espectáculo majestuoso y casi ininterrumpido: el
trasvase de un caudal de neblina desde la vertiente caribeña del cerro al valle
por el paso Portachuelo, un pórtico natural entre los picos Periquito y
Guacamayo, a 200 metros del hotel-estación. La riqueza biológica del Parque lo
convierte en un indiscutible atractivo para la investigación. Como aloja más de
500 especies de aves, en la actualidad sigue siendo un destino importante para
observadores de aves de todo el mundo. Y por eso mismo es hoy, como en 1949, un
verdadero paraíso para ornitólogos, como lo era William Phelps –quien, según la
carta de von Steinberg desde Boconó, buscaba junto a Lasser en esa fecha un
naturalista para encargarse de una tarea en Venezuela- y como Ernst Schäfer
–quien, al recibir la carta de von Steinberg, seguía desempleado y no tenía
cómo asegurar el sustento para sí y los suyos del día siguiente-.
Von Steinberg informó del
currículo y la disposición de Schäfer a Phelps y a Tobías Lasser. Este último, científico
falconiano de ascendencia libanesa, escritor y médico cirujano, formado como
botánico en la Universidad de Michigan, Estados Unidos, en 1949 era Director
del reciente Instituto Botánico del Ministerio de Agricultura y Cría. En
calidad de tal tenía la potestad y, aún más, la urgencia de encontrar a un
responsable de la nueva Estación Biológica Rancho Grande, a la que por fin el
gobierno venezolano había decidido abrir. No podía ser cualquiera, sino alguien
cuyo perfil científico asegurara a la estación un manejo con estándares y
proyección internacionales.
De suerte tal que Lasser terminó
por contratar a Ernst Schäfer. El zoólogo alemán, líder de la expedición al
Himalaya de 1938-39, jefe del Instituto Sven Hedin y potencial investigador de
los judíos del Cáucaso, desembarcó en Venezuela en diciembre de 1949. En enero
de 1950 ya estaba instalado, a tiempo para su inauguración, como residente en la “Estación Biológica y
Museo de Flora y Fauna Henri Pittier”, pomposo nombre que el ministro de
Agricultura y Cría de entonces, Amenodoro Rangel Lamus, le asignó pero que
luego el sentido común acortó por “Estación Biológica Rancho Grande”. A nombre del gobierno de la Junta Militar que
ocupaba por esos días el Palacio de Miraflores, el ministerio aprobó para la estación el triple propósito de
servir de centro educativo para el público, centro de investigaciones
científicas, y baluarte para la protección del entorno contra incendios,
cazadores furtivos o avances agrícolas.
La lóbrega edificación en
medio de la selva podía asustar a cualquiera menos a Schäfer. Además de ser un
sobreviviente por excelencia, Schäfer debió presentir en la oportunidad que se
le otorgaba en Venezuela, una vía para salir de la indigencia y del aislamiento
científico. Además, no llegó solo. Vino con su esposa desde 1939, Ursula von
Gartzen, y sus tres hijas. Enseguida tuvo oportunidad de contratar a dos
ayudantes alemanes –el taxidermista Willy Tille y el ilustrador Eberstein- y
cuatro venezolanos. En vez de una ruina,
Rancho Grande empezaba a asemejarse a una colmena.
La revista corporativa de
la Creole Petroleum Corporation, El Farol,
en su número 140 de 1952, publica un reportaje sin firma sobre la estación,
donde da cuenta de la actividad de diversas misiones científicas, encabezadas
por “el doctor Teusher, director del Jardín Botánico de Montreal, en Canadá; el
Sr. Foster, presidente de la Asociación Internacional de las Bronceliaceas [sic]; y los doctores Test, señor y
señora, de la Universidad de Michigan”.
Por cierto, el redactor anónimo de la revista se permitió una travesura
al colocarle la leyenda a una de las fotos, donde aparecen empleados de segunda
línea de la estación y ejemplares de pájaros disecados: “Aquí, entre la más
rica colección de pájaros del mundo, trabaja a diario el Dr. Shafer [sic]”, pone en la leyenda, sin dejar de
notar a continuación: “El científico odia las fotos”. Más que fobia, con toda probabilidad se
trataba de precaución. “En el exilio en Venezuela, Schäfer rara vez discutía
sobre la guerra”, asegura Christopher Hale en su libro La cruzada de Himmler (11).
El hervidero en que Schäfer
había logrado convertir a Rancho Grande no lo nutrían sólo científicos. También
pululaban amigos y turistas que dejaban sus rúbricas en los cuadernos escolares
que funcionaban, por no haber mejor alternativa, como libros de visita. Entre
los primeros se encontraba también otro viejo conocido de Bernhard von
Steinberg, el providencial hotelero de Boconó. Este sujeto se llamaba Hermann
Pannier, un vendedor viajero de productos farmacéuticos que en 1942 había
tenido que dejar Venezuela –donde vivía desde mucho antes- y regresar a
Alemania después de que el gobierno del general Isaías Medina Angarita, bajo
presión de Estados Unidos, declarase la guerra al Eje y distribuyera la famosa Lista Negra con la que pedía a los
ciudadanos venezolanos identificar y boicotear los negocios de alemanes y
japoneses en el país.
A principios de la década
de los 50 Pannier estaba de regreso en Venezuela y trabajaba para una marca
estadounidense de textiles. Von Steinberg lo había puesto en contacto con
Schäfer. Cuando Hermann Pannier se dejaba ver en Rancho Grande, con frecuencia
venía acompañado de su hijo Federico Fritz
Pannier Pocaterra –futuro científico-, producto de su primer matrimonio, y de
su bebita Christine, nacida en segundas nupcias con Liesselotte Zettler, sí, Lotte, la que al final de la historia se
convertiría en esposa de Volkmar Vareschi. Liesselotte también hacía parte de
las visitas.
Del trato frecuente se
llegó a una relación íntima. Cuando Zettler empezó el trabajo de parto de la
que sería su segunda hija, Ursel, en la casa de una planta y techos de caña
amarga donde los Pannier vivía en Sebucán, al este de Caracas, quien yacía en
la cama de al lado y se percató primero que nadie de que la bebé ya venía en
camino, fue Ursula Schäfer, la mujer de Ernst.
Pannier, durante su breve
exilio en Alemania, había conocido a Lotte,
ella entonces desplazada del Este en control soviético. Formaron pareja en la
posguerra, se casaron en abril de 1947, y tuvieron su primera hija en enero de
1948 en Baviera, cuando ya Hermann y el adolescente Fritz habían viajado de regreso a Venezuela para hacer los trámites
de inmigración del resto de la familia. Lotte
y la recién nacida Christine llegaron a Maiquetía el 13 de octubre de 1948.
Quizás como expresión de
apoyo entre jóvenes matronas alemanas, Ursula von Gantzer de Schäfer y
Lieselotte Zettler de Pannier se hicieron buenas amigas. Una y otra se
brindaban compañía y alojamiento, bien en Sebucán, en ocasiones en Rancho
Grande. En Ahora escribo con plumas de
loro, Lotte describe con
nostalgia lo que fueron las jornadas que durante unos meses le tocó pasar en
Rancho Grande, como una suerte de exilio de maternidad: “…en verano 1951 -¡fue
toda una aventura! Yo fui enviada con Christine y la pequeña Ursel de 3 ½ meses
adonde los Schäfer en Rancho Grande, donde sus pañales ondeaban en los espacios
abiertos de la ‘ruina en construcción’, donde en las noches supuestamente
andaban errantes los ocelotes, y donde arriba en la gran azotea les echaba
cuentos a las hijas de los Schäfer, cuando, al caer la noche, las numerosas
golondrinas que anidaban en los agujeros de los muros, volaban de un lado al
otro y los velos de la neblina atravesaban las copas de las enormes Gyrantheras” (12).
Con Lotte en Venezuela, pues, se completaba el elenco necesario para
que, de nuevo, Ernst Schäfer se convirtiera en el artífice del cambio en la
vida de Volkmar Vareschi.
Al apenas tomar las riendas
de Rancho Grande, en 1950, Schäfer supo por su supervisor, Tobías Lasser, los
planes que este se traía entre manos para promover la creación de un Jardín
Botánico, al estilo europeo, en 70 hectáreas de terreno aledañas al viejo
emplazamiento de la Hacienda Ibarra, sitio donde se levantaría la nueva Ciudad
Universitaria de Caracas. Lasser calculaba que el proyecto, de inminente
aprobación, aumentaría la presión de trabajo en la dependencia a su cargo, el
Instituto Botánico, y sobre todo en la gestión de una de sus más caras
posesiones, el Herbario Nacional. Por lo tanto, de nuevo se encontraba en
búsqueda de personal científico especializado en botánica.
Schäfer no dudó en postular
a Volkmar Vareschi, su viejo camarada de Múnich y Mittersill, como candidato.
¿Qué había sido de
Vareschi? El final de la guerra le pilló en Austria. Como Schäfer, cayó en
manos de los estadounidenses, que no tuvieron contemplaciones durante los
interrogatorios que le hicieron. Una cicatriz marcada por una bayoneta en la
espalda de Vareschi era, según el relato de Lotte,
una de las pruebas visibles de las torturas a las que su esposo fue sometido
por los agentes del CIC.
Vareschi fue a dar al Campo
de Refugiados de Zell am See, un importante cruce de líneas de ferrocarril en
Austria y donde, por esos días de 1946, se había estacionado parte de la famosa
101ra División Aerotransportada de Estados Unidos, cuyas peripecias darían pie
al guión de la teleserie Band of Brothers.
El 10 de mayo de 1946, cerca de su 40mo cumpleaños, Vareschi obtuvo su salvoconducto,
que lo identificaba como Docente de Botánica y daba por lugar de residencia una
dirección muy cercana al campo, en la población de Bramberg-Habach. Esto es
congruente con una fuente de Internet, que para entonces lo ubica trabajando en
la estación botánica de Radstadt, al sur de la ciudad de Salzburgo (13). En
1947 consiguió un cargo como Profesor Auxiliar en la Universidad de Innsbruck,
la ciudad de sus orígenes, donde recibió el aviso desde Venezuela -¡el país del
Orinoco!- de Schäfer.
El llamado desde Venezuela
formaba parte de una cadena de favores recíprocos entre colegas, y todavía más,
entre amigos. La lealtad de esa relación personal acababa de quedar reafirmada en 1946
cuando, al apenas salir de su confinamiento en Zell am See, Vareschi envió al
Campamento de Ludwigsburg, donde Schäfer estaba preso, una declaración en la
que el ya hombre libre buscaba exculpar a su colega ante las autoridades de
ocupación. De acuerdo al autor Peter Mierau en Nationalsozialistische Expeditionpolitik (Política Nacionalsocialista de Expediciones), la misiva de Vareschi
argumentaba que Schäfer había sido “un opositor a los nazis que vivió en un ‘volcán’
y muchas veces asumió peligros personales para ayudar a jóvenes científicos”
(14).
Esta vez, Vareschi tampoco
dejó de atender el llamado de Schäfer. Como ya se vio, desembarcó en La Guaira
el 2 de julio de 1950, pero sólo vino a aparecer la tarde del 3 de julio en
Caracas. Según dijo, abandonó su equipaje en el puerto y, extasiado por la
visión de la naturaleza, se dejó llevar por las callejuelas ascendentes de La
Guaira y las picas del cerro El Ávila hasta llegar a pie, como en una
excursión, al valle capitalino. Polvoriento y con su ropa de kakhi raída por la
maleza en la caminata, continuó hasta una dirección en Caracas que Schäfer le
había dado para su orientación. Se trataba de una casa de una sola planta y
techo de caña amarga en la zona de Sebucán en la que, una vez le abrieran la
puerta, preguntaría: “¿Aquí viven los
Pannier?”.
Diezmo real
En la actualidad, la mayoría
de los materiales científicos producidos en la Estación Biológica de Rancho
Grande, como restos de dioramas, expedientes de investigación y especímenes
disecados –también se encuentran las grabaciones de los cantos de 683 especies
de aves recogidos por el ornitólogo Paul Schwartz (1917-1979)-, los conservan con gran celo y escaso presupuesto los empleados de la Estación El Limón, justo
a la entrada al Parque Henri Pittier desde Maracay. Allí también se guardan los ejemplares que
aún quedan de los libros de visita –cuadernos escolares con hojas a una sola
raya- que en su época Schäfer ponía a disposición de quienes llegaban a conocer
el centro. Son pocos los cuadernos y no guardan una secuencia exacta de fechas
entre sí. Sin embargo, en uno de ellos, al final de la única columna escrita de
una página impar, se lee una signatura que parece brillar:
“Rey de Bélgica 9-1-50”
La inscripción, hecha a
lápiz, destaca por el trazo, tan firme que casi se hace perceptible como una
hendidura sobre el papel. La caligrafía muestra, en cambio, otro tipo de
rigidez, la que se puede achacar a quien intenta falsificar una firma ajena. Si
ya suena improbable que el rey de los belgas firmase en castellano y con letra
tan indigna de su condición, un par de anacronismos terminan por despejar el
fraude. Pues, que se sepa, en enero de 1950 el rey Leopoldo III de Bélgica aún
no abdicaba y, de hecho, acababa de regresar a Bruselas a ocupar su trono luego
de un controvertido exilio que lo había mantenido en Suiza desde 1945, luego de
ser liberado de su cautiverio nazi. Además, la página del cuaderno donde se
encuentra la aparente impostura corresponde a un grupo de firmas de marzo de
1952, no de 1950, entre las que se incluye la rúbrica de Hedda Schäfer, segunda
de las tres hijas del matrimonio.
Muchos renglones de ese y
otros cuadernos están rellenos con la escritura infantil de las niñas
Schäfer. Con ello, cabe suponer que la firma de presunto puño y letra
del Rey Leopoldo no es más que una jugarreta de mocosas. Pero lo significativo
es, justamente, que esas criaturas eligieran el nombre de Leopoldo III para sus
chiquilladas y no el de un héroe de tiras cómicas. Indicio claro de que
Leopoldo ya era una mención familiar en ese hogar selvático.
En efecto, Leopoldo III,
después de renunciar a la corona en 1951 en favor de su hijo Baduino, dedicó el
resto de su vida a hacerse una carrera de naturalista. Entre sus expediciones a
distintas partes del mundo, en tres ocasiones visitó Venezuela: 1952, 1954 y
1956, siempre con el arqueólogo José María Cruxent como escudero. En junio y
julio de 1952 lideró su primera expedición y quizás también la más celebrada,
al Alto Orinoco, bajo el nombre oficial de Expedición Leopoldo al Territorio
Amazonas (Elata). Aún sin la certificación de la firma, todo indica que
Leopoldo no perdió entonces la oportunidad de ir a conocer la Estación de
Rancho Grande, de renombre internacional. Desde entonces trataría de persuadir
a Ernst Schäfer para que regresara con él a Europa y convertirse en su asesor
científico. Para Schäfer la oferta resultaba atractiva, pero se tomó dos años,
hasta 1954, para aceptarla mientras atendía el Pabellón de Venezuela en la
Convención Mundial de Caza y Pesca en Düsseldorf, Alemania.
En cierto modo se
entrecruzan en la crónica de esos días dos flechazos: el que Leopoldo III y
Ernst Schäfer intercambiaron en 1952 para conveniencia mutua de sus respectivos
proyectos, científicos y vitales; y el que desde 1950 –cuando se vieron en el
umbral de la casa de los Pannier- y para siempre conectó a Lotte Zettler y
Volkmar Vareschi.
Presas de una atracción
inmediata, Zettler y Vareschi enfrentaron con tacto las convenciones sociales
de entonces para dar cauce a su relación. Con meticulosidad, Lotte buscó no herir a su esposo,
Hermann Pannier, quien entretanto había dado un trato cordial a Vareschi y
emprendido, en una apartada loma del sector Los Guayabitos, sobre una parcela
adquirida a nombre de Lotte, la
construcción de un par de casas que debían recibir, una vez concluidas, a las
familias Vareschi –Volkmar, por su parte, había dejado esposa e hijos en
Alemania- y Pannier. El concepto de las residencias venía de un bosquejo de
Vareschi, quien decía haberse inspirado en una casa de Knut Hamsun, el noruego
Premio Nóbel de Literatura 1920 que, como el sueco Hedin, expresó sin tapujos
su simpatía con el nazismo.
Desde su arribo a Venezuela
en 1950, la situación profesional y económica de Vareschi se había reafirmado. Acompañó
expediciones al Sur del país, a los Andes y a Perijá, amén de la suya propia al
Delta del Orinoco. En 1953 alcanzó el escalafón de Profesor Asociado de la
Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Venezuela (UCV), de cuyo
Instituto Botánico llegaría a hacerse cargo. Y si bien no lo dice en ninguno de
sus escritos, es bastante seguro que había estado varias veces en Rancho Grande
con su amigo y valedor Schäfer.
El de 1954 mostró ser,
pues, un año decisivo. El entrevero romántico entre Zettler y Vareschi iba en
camino a aclararse. Vareschi pidió el divorcio a su esposa de ultramar a la que
todavía en 1953 recibió, en Venezuela, en un postrero intento de reconciliación
y convivencia. Lotte obtuvo entre
tanto su divorcio. Un breve paréntesis de concubinato desembocó en la
formalización del matrimonio Vareschi-Zettler en 1957.
También en 1954, Ernst
Schäfer se radicó en Bélgica con su familia. Pronto verificó que, además de
ofrecérselas, Leopoldo III en efecto le había concedido villas y castillos: se
le instaló con todo esplendor en el castillo de Villers-sur-Lesse. Schäfer
tenía sus planes de investigación. Pero Leopoldo III se le adelantó con una
asignación: quería que Schäfer hiciera el trabajo previo de campo y luego
rodara una película en el Congo Belga (hoy República Democrática del Congo, ex
Zaire), en ocasión del 50mo aniversario de la creación de la colonia -escenario
de un verdadero genocidio desde los tiempos de su antepasado directo, Leopoldo
II-. El proyecto contaba de inicio con un fondo de cinco millones de dólares
para su realización. Schäfer, que jamás había manejado un presupuesto de ese
tamaño para ninguna de sus expediciones anteriores, puso entonces su mira en
África.
Resulta curioso que para ese
mismo año de 1954 al menos dos fuentes, la ya mencionada Pringle y un forista,
al parecer bien enterado, del website http://passionmilitaria.fr
(15), aseguran que Volkmar Vareschi hacía una expedición privada por el norte
de África, en Marruecos y Argelia, en compañía de Bruno Beger, el etnólogo de
la expedición al Himalaya y funesto cazador de esqueletos humanos en
Mittersill. Beger también estuvo prisionero desde el fin de la guerra hasta
1948, cuando salió en libertad. Lotte
de Vareschi, entrevistada en Caracas, dice no recordar al tal Beger, pero tiene
presente un viaje a Marruecos por esas fechas de Vareschi con Ludwig Lutti Stigler, un viejo camarada austríaco,
arquitecto de cierta reputación, que en 1948 emigró, primero a Argentina, y
luego a Venezuela –murió en 1994 en Baviera-.
Schäfer tardó unos tres años en filmar la película con un equipo
predominantemente alemán, que incluyó al zoólogo y cineasta Heinz Sielmann
(1917-2006) como guionista y director. De ese período, al menos durante año y
medio contó con la presencia en el plató de Leopoldo III y su segunda esposa,
Lilian de Rethy, quienes en sucesivas visitas contribuyeron a darle a la
empresa científica un aire de retiro estival. En 1958 al fin estuvo lista Les seigneurs de la forêt (Los señores de la selva). La consultada
Internet Movie Data Base (IMDB), cuya ficha técnica no incluye a Schäfer,
describe la cinta como “un documental que muestra la lucha de los habitantes
-tanto humanos como animales- del entonces llamado Congo Belga”. La narración
en inglés para Estados Unidos fue hecha por Orson Welles, y la Twentieth
Century Fox se encargaría de su distribución mundial.
Pero la apoteosis que parecía asegurada se trocó en ridículo una vez el
pasado de Schäfer afloró de nuevo. La Asociación Belga de la Resistencia
denunció en el diario socialista Le
Peuple que el hombre detrás de la película era el mismo del Himalaya y
Mittersill. La première en Bruselas
tuvo que ser pospuesta varias veces, entre llamados a boicotear la película; en
una de esas galas frustradas, el Sindicato de Trabajadores de la Electricidad
se negó a proveer del servicio eléctrico a la sala de cine. En Amsterdam, la
otra capital clave del Benelux, ocurrió algo similar. La noche del estreno, en
marzo de 1959, la reina Juliana de Holanda, el príncipe Bernardo, y todo el
quién-es-quién de los Países Bajos, se excusaron a última hora de asistir.
Leopoldo III y Lilian, casi solitarios en la sala del cine Amsterdam City,
entendieron que las noticias desde Bélgica habían alertado a los veteranos de
la resistencia holandesa.
A pesar del fiasco, la Fox pudo estrenar el filme en 1960 en Estados
Unidos y otros países de Occidente. Ante la necesidad de controlar los daños y
preservar no sólo lo que pudiera quedar del negocio cinematográfico, sino la
misma factibilidad del Instituto Internacional para la Conservación Natural que
Leopoldo III entre tanto había fundado, el rey en retiro negoció con Schäfer una
indemnización equivalente a 200.000
euros de hoy, a cambio de su extrañamiento y silencio. Schäfer consiguió un
puesto de curador en un museo en Hannover, Alemania, y nunca más figuró en los créditos ni de la
película ni de la fundación.
La muerte le alcanzó a una edad avanzada y sobre suelo alemán, donde
yace desde 1992. Sus correrías, intensas
y dilemáticas, al final consiguieron extenuar a quienes buscaban ajustar cuentas
de la II Guerra Mundial con él. En medio de esta parábola escrita a cuatro
manos entre la desmemoria y la reinvención deliberadas, Schäfer nunca rompió su
nexo con Venezuela. En 1981, según el investigador Jorge González, visitó por
última vez la Estación de Rancho Grande, y todavía tendría energías para
preparar con sus apuntes de campo de la década de los 50, una obra que se publicaría
de manera póstuma en 1996: Die Vogelwelt Venezuelas und ihre
Oekologischen Bedingungen (Las aves
de Venezuela y sus condiciones ecológicas).
Fosforito en la Renovación
Universitaria
Un día a mediados de 1968, un joven
tesista de la Universidad de Roma, Otto Huber, llegó al Instituto Botánico de
Caracas, donde estaba por terminar el procesamiento de datos de un trabajo de
campo que durante meses había hecho en Calabozo, estado Guárico. Oriundo del
Tirol del Sur o Alto Adigio, territorio italiano de habla alemana, el
estudiante de Botánica había hecho buenas migas con el también tirolés (del
norte) Volkmar Vareschi, ya por entonces una autoridad mundial en temas de
Ecología y Director del Instituto. La simpatía mutua se había estrechado tanto
desde que ambos se conocieron en la Estación Biológica Francisco Tamayo de
Calabozo, a principios de ese año, que para sus últimos días en Venezuela,
Huber tenía asegurado hospedaje en la legendaria Quinta Tepuy de los Vareschi, en Los Guayabitos.
Al entrar, Huber se sorprendió de ver a su anfitrión y futuro mentor,
Vareschi, en compañía de otro hombre que aparentaba 50 años de edad, algo
corpulento, con quien hablaba en alemán. Una vez Huber se acercó, Vareschi presentó
al desconocido con grandilocuencia: “Te presento a la autoridad mundial en la
genética de la papa”.
Se llamaba Heinz Brücher.
El líder en 1943 del comando de rescate de las semillas de Vavilov había
ido a parar a Venezuela por una conexión que esta investigación periodística no
logró determinar. Es seguro, sin
embargo, que desde 1963 ocupó una cátedra en la Facultad de Ciencias de la UCV.
La trayectoria geográfica que siguió, desde que fue nombrado al frente
del Instituto de Genética de Plantas de la SS, en 1943, hasta Venezuela,
confirma el talante aventurero de Brücher. En febrero de 1945, ante la
proximidad de las tropas soviéticas a Lannach, Brücher recibió desde Berlín
unas órdenes que nunca pensó en obedecer: volar con explosivos el castillo y la
colección Vavilov de germoplasma. Huyó, en cambio, con el material científico y
supo mezclarse como un paisano más con la población hasta 1947, cuando los
estadounidenses lo capturan en su ciudad natal de Darmstadt, Alemania. A pesar
de ser aprehendido, desde entonces no hubo más rastros sobre la colección de
Vavilov, acerca de la que se tejerían innumerables leyendas, muchas de las
cuales emparejan su destino con la del propio Brücher.
Y es que en el momento de su detención ya ocurre, al momento de su
detención, algo extraño: en vez de ponerlo en aprietos –como sucedió con
colegas como Schäfer, Vareschi o Beger-, los servicios de investigación
norteamericanos piden su colaboración. David Gade, investigador del
Departamento de Geografía de la Universidad de Vermont, Estados Unidos, quien
conocería personalmente a Brücher en Paraguay en la década de los 70, corrobora
que el antiguo oficial de la SS trabajó bajo contrato por varios meses para las
fuerzas de ocupación estadounidenses. Thorström y Hossfeld, por su parte,
rastrean un informe científico que Brücher preparó para la Agencia Field Information Assistance-Technical (FIAT) del Ejército norteamericano, que se
encargaba de detectar en campo a los sabios y talentos alemanes con potencial
para su empleo en industrias estratégicas de Estados Unidos. No se sabe qué
tanto interés pudo despertar su trabajo a la larga. Pero en cierto momento
Brücher llega a comprender que no está segura su exportación a Estados Unidos y que, en caso de perder valor ante
los americanos, su status quo podría
peligrar. Así que, sin mayores trabas, en 1947 viaja a Suecia, desde donde lo
invita el legendario Sven Hedin.
Hedin pone en contacto a Brücher con su amigo, Herman Nilsson-Ehle,
director de la Estación Experimental de Reproducción de Svalöv, donde le da
trabajo y una atmósfera de comprensión para su conflictivo pasado. También en
Suecia, Brücher terminó por casarse con Ollie Berglund, botánica y quien sería
su única esposa.
Pero la cercanía de Suecia con Alemania y el giro que los
acontecimientos tomaban con la Guerra Fría, eran factores que apenas dejaban
vivir con tranquilidad a Brücher. Además, ya desde Lannach venía interesándose
en la genealogía histórica de los cultivos sudamericanos y, en particular, de
la papa y el frijol. Decidió entonces zarpar a la Argentina del presidente Juan
Domingo Perón, en compañía de su reciente compañera. De acuerdo a los archivos
de Uki Goñi, el periodista argentino especializado en la caza de nazis, los
Brücher llegaron el 25 de noviembre de 1948 a Buenos Aires (16) desde
Gotemburgo, Suecia, a bordo de un vapor de la Línea Johnson de nombre
premonitorio, el M/F Orinoco. Para
alimentar las leyendas, se registró entonces que las valijas del matrimonio
pesaron media tonelada, suficiente para contener instrumental científico y
quizás una colección extraviada (17).
Con el respaldo de una recomendación personal del genetista austríaco
Erich von Tschemak –el redescubridor de las Leyes del padre Mendel sobre la
Herencia-, Brücher fue contratado por la Universidad de Tucumán entre 1949 y
1954. Luego se incorporaría al personal docente e investigativo de Universidad
Nacional de Cuyo, en la provincia de Mendoza, donde tuvo actividad hasta 1959
(18).
Brücher usa sus cargos académicos como lanzaderas hacia diversas
exploraciones por su país de adopción, Argentina, y otros de la Cordillera de
los Andes, en busca de especies salvajes de papas. Trabaja junto a su esposa y
otros expertos que vienen de Europa. En su reporte La ‘Ahnenerbe’ y las actividades de Enrique Brücher en el Departamento
de Investigaciones Científicas (1954-1957) de la Universidad de Cuyo, el
investigador argentino Pablo Antonio Pacheco refiere que los informes de
Brücher en esa época todavía mezclan “el lenguaje de la genética” con “ideas de
higiene y eugenesia racial”. “Estas ideas articulan sus proyectos en
Latinoamérica, y en particular, sus actividades en el DIC”, concluye (19).
Es en Mendoza donde también protagoniza un episodio que sin duda le
demandó toda la sangre fría que había demostrado en el Sammelkommando de 15 años antes. Recibió de paso por la ciudad una
expedición científica soviética comandada por Piotr Zhuzovsky, Director, en
1958, del antiguo Instituto de Botánica Aplicada y Nuevos Cultivos, ahora rebautizado
Instituto Nikolai Vavilov, en honor al pionero cuyo nombre había sido
rehabilitado tras la denuncia por Nikita Jruschov de los crímenes de la era
estalinista. No se ha determinado si para esa reunión Zhukovsky estaba
consciente de que su interlocutor era el perpetrador, en carne y hueso, del
saqueo de la colección Vavilov en 1943. Tampoco se conoce si, sabiéndolo o no,
Zhukovsky presionó a Brücher para que compartiera con los rusos sus simientes
agrícolas y hallazgos o si, por el contrario, Brücher se adelantó a ofrecerlos
como estratagema. Cualquiera fuera el motivo, en 1960 las ironías de la
historia cerraron un ciclo, pues entonces Brücher, el saqueador, se convirtió
en proveedor del saqueado, el Instituto Nikolai Vavilov.
El talento de Brücher como agente encubierto de contrainteligencia no
tenía límites. En 1968, año de la rebelión juvenil mundial, el movimiento de
Renovación Universitaria de la UCV lo sorprende en Caracas y, tras una serie de
intrigas palaciegas de las que dan testimonio unas cartas archivadas hoy en la
Facultad de Ciencias, Brücher queda sin cátedra y con una extensión de contrato
de apenas tres meses. Luego de agotar otras instancias internas y externas,
amenazando con una campaña internacional de protesta y con desertar al IVIC,
Brúcher termina por redactar un resumen de los agravios que ha padecido,
dirigido al entonces rector de la UCV, Jesús María Bianco, desde Moscú –que
escribe Moskwa-, donde los soviéticos
–sus enemigos de 1943- le dan acogida. Sin ruborizarse, llega a
asegurar en esa carta del 1 de septiembre de 1969, que la UCV se ha convertido
en un circus (en inglés, en el
original) de luchas por el poder a nombre de una llamada Renovación Académica
“Comunista” (así, entre comillas en el original para subrayar la ironía). Y
remata: “Los comunistas aquí (en Moscú) deploran el uso de esta palabra”.
Parece factible que cuando Otto Huber se consiguió con Brücher en el
Instituto Botánico, por esos días de 1968, Volkmar Vareschi le estuviese
brindando asilo temporal a su colega. De hecho, recuerda Huber en entrevista
por el servicio Skype desde su residencia en Merano, Italia, durante las
siguientes dos semanas que estuvo en el Instituto ocupó un escritorio “a un
metro” del que le fue asignado a Brücher. “Brücher no se ocupó mucho de mí; por
supuesto, yo era sólo un estudiante”, ríe ahora Huber, ex Director del
Instituto Botánico de Caracas y destacado investigador que vivió por 25 años en
Venezuela. “Pero de vez en cuando hablamos. Lo que llamaba la atención era su
agresividad, ladraba como un perro. Hablaba mal de tutti li mundi, ‘que si Venezuela era una mierda, que si esto y lo
otro’. Y era muy desconsiderado con los colegas venezolanos. Él les decía en la
cara que no valían nada”.
También así –“como un fosforito”- recuerda Lotte de Vareschi a Brücher: “Él estuvo cierto tiempo en el
Instituto Botánico, pero tenía problemas con las otras doctoras. Era un hombre
difícil de tratar. Volkmar no estaba muy de acuerdo con Brücher. Ellos no eran
verdaderamente amigos. Eran tipos muy diferentes”.
Si algún aspecto saboteó las innatas cualidades de Brücher para la doble
identidad, fue su invariable mal humor. El archivo de la Facultad de Ciencias
de la UCV arde en intercambios de reclamos y epítetos entre Brücher y personal
de la Facultad. Quedó documentado, por ejemplo, un impasse de principios de
1968 entre Brücher y el profesor Leandro Aristiguieta, por la disponibilidad de
un vehículo Land Rover que se usaba para el trabajo de campo. El caso llega
finalmente hasta el Consejo de Facultad, ante el que el Director Encargado de
la Escuela de Biología, Otto Núñez-Montiel, rinde un informe por el
que diagnostica: “Con anterioridad, el profesor H. Brücher ha tenido otros
roces poco gratos con personal de la Escuela, según copia de otros documentos.
Parece que el profesor H. Brücher es sumamente temperamental y se ofusca
fácilmente cuando no logra satisfacer sus deseos”.
Es difícil calcular cuánto aportó esa confictividad a la decisión final
de separarlo de la universidad. Las comunicaciones oficiales se limitan a
avisarle, a partir de junio de 1968, de
una restructuración en la que no tendrán ni cabida ni presupuesto suficiente
los programas de investigación del Departamento de Genética a cargo de Brücher,
máxime –como puntualiza un memorando (m) del Decano de Ciencias para el
momento, Luis Tugues-, cuando estos parecían duplicar “los esfuerzos que hacen
otras facultades (…) El campo de la fitogenética es desarrollado por la
Facultad de Agronomía y otras instituciones en el país con magníficas
posibilidades materiales que a nuestra Facultad le costaría muchos esfuerzos
alcanzar”.
De que esta línea argumental no sentó bien a Brücher dan fe muchas
cartas donde lamenta que la ignorancia de sus colegas amenace con interrumpir
sus investigaciones, concentradas en ese momento en la manipulación genética
mediante partículas atómicas del lupino o chocho, una leguminosa andina de alto
rendimiento pero con un contenido tóxico que Brücher intentaba neutralizar.
Pataleó, amenazó con una conflagración mundial de organizaciones científicas,
hizo saber que no dejaría en manos de la UCV un microscopio Leitz Aristophot
cuya donación él había gestionado, y, por fin, cuando capituló, dejó saber en
otra carta que el Ivic mostraba interés por su trabajo.
Pero sería de otra índole el infortunio que por fin apartaría al
obstinado Brücher de Venezuela. Su esposa, Ollie Berglund, también había
obtenido un cargo como profesora de la Facultad de Ciencias. Todavía en 1969
daba horas de la materia Biología Vegetal mientras el Departamento de
Bioquímica de la misma Facultad la tenía bajo contrato como investigadora de un
proyecto sobre proteínas en la caraota. Los Brücher habían fijado residencia en
San Antonio de los Altos.
El 25 de enero de 1971, Ollie Berglund de Brücher, de 45 años de edad,
murió en un accidente de tránsito en la carretera Panamericana, en el trayecto
del Ivic a San Antonio de los Altos. Una gandola que venía desde el estado
Zulia cargada con madera le pasó por encima al Ford Falcon donde iba la
investigadora, quien falleció de inmediato. Al volante del carro venía uno de
los dos hijos de Heinz y Ollie Brücher, Erik Humberto, de 18 años, quien fue
rescatado con vida de los fierros retorcidos después de varias horas de labor
conjunta entre bomberos y miembros de la Guardia Nacional, pero falleció en la
mesa de operaciones del Periférico de Coche.
Ileso pero algo consternado, Antonio José Rosas, el conductor del camión,
dio su versión del hecho al corresponsal del diario El Nacional en la zona, Carlos Lugo: “El
auto me quitó la derecha, hice todo lo posible por evitar el choque, pero lo
fuerte del impacto me hizo perder el control de la gandola y ocurrió la
tragedia”.
Llama la atención que todavía hoy, diversas fuentes sigan dando por
cierto que Ollie de Brücher y su hijo murieron por disparos de soldados
venezolanos tras no atender la voz de alto en una alcabala. El profesor Gade,
de la Universidad de Vermont, todavía lo sostiene (20), y el periodista norteamericano
Alex Shoumatoff, que cubrió en 2006 la historia de Brücher para un reportaje
nunca publicado de la revista Vanity Fair,
menciona en correo electrónico para esta nota “el misterio del accidente de
automóvil que mató a la esposa de Brücher y a su hijo, según recuerdo, en
Caracas” (21). Shoumatoff, de todas maneras, anuncia que pronto publicará su
propia versión en un reportaje de 100 páginas en su website, DispatchesFromTheVanishingWorld.com.
Pero no. La esposa e hijo de Brücher perdieron sus vidas en un evento
azaroso. La idea de una conspiración oculta puede haber surgido de una
confusión con otro incidente de cierta similitud en el que, en 1963, soldados
mataron a tiros frente a un centro de votación –y no una alcabala- de Caripe,
estado Monagas, a Eduardo Fageström, padre del naturalista e investigador
finlandés Juhani Ojasti (22). Como también pudo tener origen en el oscuro y
violento desenlace de la vida del mismo Brücher.
La tragedia cortó las amarras de Heinz Brücher con esta tierra que le
había resultado tan ingrata. Hasta para un hombre corrido en siete leguas, la
conmoción era tremenda. “Después de eso”, sentencia Lotte de Vareschi, “Brücher no se quedó mucho tiempo más, porque
nadie estaba muy bien con él acá”.
El ocaso de los dioses
Con su categoría como asesor de
la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación, con sede en Roma) y contratista de Unesco (Organización de las
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, con sede en París),
Brücher hizo trabajo de campo en Trinidad-Tobago y luego en Paraguay, como
investigador de la Universidad de Asunción. Allí lo conocería David Gade, de la
Universidad de Vermont, en 1975, fecha a partir de la que seguirían
intercambiando correspondencia. Desde Paraguay Brücher reclamaría el
descubrimiento de los ancestros arcaicos del maní y de la piña, y también sería
uno de los precursores en el estudio de las posibilidades de una planta nativa,
la Stevia rebaudiana, como cultivo
comercial. Hoy la hoja de Stevia se
ha difundido globalmente como un exitoso sucedáneo del azúcar tradicional.
Pero cuando ese último contrato expiró, Brücher regresó a la ciudad de
Mendoza, en Argentina, a la Universidad de Cuyo y al Centro Regional de
Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Cricyt), y en especial al lugar que
en esas etapas finales de su vida sentiría como su hogar, la Estancia
Kondorhuasi, en Ugarteche, una localidad cordillerana al sur de Mendoza. La
casa grande de la estancia la habían construido los Brücher desde los años 50,
cuando adquirieron la propiedad. Pero ahora era sólo una sombra de los sueños
que tal vez entonces abrazaron. De su precaria estructura sólo destacaba, como
nunca dejaron de observar las posteriores notas periodísticas, el portal
coronado con un emblema de un ave que podía parecer o un cóndor o un águila
imperial alemana.
Brücher se mudó solo, pues su hijo sobreviviente, Sven Alberto, prefirió
asentarse en otra ciudad argentina, Córdoba. La soledad no apaciguó el impulso
del investigador. Por el contrario, fue durante ese período que completó sus
dos libros, incluyendo Useful plants of
neotropical origins and its wild relatives (1989) publicado por la
todopoderosa editorial alemana Springer. La obra, un compendio de las
investigaciones de Brücher, prometía también convertirse en la summa sobre la genealogía de los
cultivos americanos que habían conquistado el mundo, como el maíz, la papa, el
tomate, el cacao o la yuca. Pero recibió profusas críticas de sus colegas por
su pobre edición científica y las libertades con que Brücher deslizó entre el
texto simples opiniones, que evocaban vagamente su ideología.
Entre los críticos estuvieron los científicos venezolanos Erika
Wagner y Freddy Leal. Ellos vertieron sus objeciones en un artículo del Journal of Tropical Ecology en 1991.
Pero luce poco probable que Brücher se diera por enterado de ellas, porque en
ese mismo 1991 murió asesinado.
Una nota del Diario de Los Andes
de Mendoza (23), titulada INVESTIGAN ASESINATO DEL CIENTÍFICO Y EX OFICIAL
NAZI, reportaba que el martes 17 de diciembre fue encontrado el cuerpo sin vida
de Brücher en su finca de Kondorhuasi. El autor de la nota, un anónimo, habló
con los vecinos del lugar y registró “que nadie escuchó nada. El homicidio se
realizó en horas de la madrugada”. El cadáver fue encontrado por el encargado
de la finca, un empleado de nacionalidad paraguaya, quien dio parte a las
autoridades. El cuerpo se hallaba “con las manos
atadas a la espalda, para lo cual se utilizó una cinta engomada, al igual que
los pies y parte de la cara, lo que le habría provocado la muerte por
asfixia”. Si bien en el local reinaba el
desorden, no parecía producto del registro azorado por parte de los atacantes,
concordaba el reportero con una mujer a la que cita, sino el desorden “propio
de un hombre que vive solo”. Nada de valor faltaba en el inventario paterno,
certificó el hijo, Sven Brücher, venido de Córdoba. Y como de rigor
correspondía, la policía, en persona del subcomisario Ramón Ignacio Ahumada,
anunció que las investigaciones continuarían.
Pero el caso nunca tendría resolución. En
diciembre de 2008, 17mo aniversario del crimen, una nota del mismo diario (24),
con el vendedor título de EL EXTRAÑO CASO DEL BIÓLOGO DE ADOLF HITLER y la
firma de la reportera Marianna Guzzante, se preguntaba: “¿Qué pasó esa noche en
Cóndor Huasi (sic)?”.
Ante la falta de respuestas, que perdura
hasta hoy, algunos creyeron ver en el hecho las firmas del secreto israelí Mossad
o de la KGB soviética. La pista más sólida, no obstante, la brindó David Gade,
desde la Universidad de Vermont. Durante sus últimos meses de vida, Brücher se
ufanaba de la delicada investigación en la que trabajaba. Ufanar: el verbo no
es gratuito. Iracundo y audaz, la desfachatez acompañaba también al ex oficial
de la SS. Un ejemplo menor de esa característica, pero que la ilustra al
detalle, lo tenemos en un papel científico que publicó en 1988. Sin
ningún reparo usa para el texto, escrito en alemán, un epígrafe en inglés: “We shall go to the pyre, we shall burn, but
we shall not renounce our conviction” (“Iremos a la hoguera, arderemos,
pero no renunciaremos a nuestra convicción”). La cita es de Nikolai Vavilov, el
hombre de cuyo trabajo se había aprovechado, y al que quizás en secreto
admiraba.
Según Gade, Brücher le aseguraba en sus
últimas correspondencias que investigaba sobre el uso de una enfermedad viral,
la Estalla, como agente para una
guerra biológica; para más señas, una guerra biológica contra la coca. De
hecho, el agente activo de la Estalla,
el Fusarium exysporum f. sp. Erythroxyli fue aislado de hojas de
plantas muertes de coca. Con escasa precaución, Brücher dejaba saber a quien se
lo preguntara sobre su trabajo para hacer de la Estalla un producto que pudiera propagarse entre las plantaciones
de coca de toda Sudamérica para exterminarlas, sin afectar a otras plantas
anexas. Era el sueño dorado de la DEA (Drug
Enforcement Administration) en Estados Unidos para su arsenal de recursos
contra el tráfico de drogas. Pero la muerte detuvo los progresos de Brücher en
el laboratorio. Tal vez el narcotráfico había buscado una forma eficaz de
proteger su negocio.
La
culpa como epílogo
La entrevista de Liesselotte Zettler de
Vareschi que se cita –cuando no se trata de extractos de sus memorias, Ahora escribo con plumas de loro- a lo
largo de este reportaje, no se suponía que fuera con ella. Frágil a sus 94 años
de edad, se había excusado de asistir a un homenaje para su esposo en diciembre
de 2011 en la Asociación Cultural Humboldt (ACH) de Caracas, cuando también se
presentó la nueva edición de su libro Ahora escribo.... En su lugar, prefirió enviar un evocador
video de salutación.
La cita era con Peter Vareschi, el hijo
de ambos, diseñador gráfico y artista. Sería en Tepuy, el proyecto de autoconstrucción de los años 50 cerca del
Valle de Sartenejas, que hoy luce como una cabaña de muros blancos, asediada
por el avance de la vegetación tropical. En la sala donde Peter me recibe,
fotos y libros de Volkmar Vareschi enseñan los efectos del paso de tiempo.
Máscaras rituales de alguna etnia amazónica cuelgan de las paredes.
Pero de pronto irrumpe Lotte en silla de ruedas. Acude por el
llamado no sólo de la memoria histórica, quiero imaginar, sino además porque
los seres queridos que la muerte se ha llevado de algún modo reviven cuando se
les recuerda y nombra en voz alta. En el diálogo se refiere con indistinto
cariño a “Volkmar” o “Vati” (“Papi”,
en alemán). Como todo hay que decirlo, habrá que precisar que no fue un diálogo
en rigor, aunque tampoco conversación colectiva de tres. En su ancianidad –dice
Peter-, con una pobre audición pero el intelecto intacto, su madre entiende
mejor las palabras y tonos de voz que le son familiares. De modo que para la
entrevista Peter sirve de repetidor de las preguntas que hago, así como de
traductor de los tramos de respuestas que Lotte
ofrece en alemán.
Termina por sorprenderme la serenidad
con que atiende a un reportero que quiere indagar, exactamente a 70 años de los
hechos, sobre el molesto tema del pasado de su difunto esposo en conexión con
la SS. No es que nunca parezca alterarse; es que siempre se mantiene atenta y
amable, hasta que aduce cansancio para retirarse.
Es verdad que quería corroborar con ella
algunos aspectos de las historias de Vareschi, Schäfer y Brücher. Pero lo que más
estimulaba mi curiosidad y quería despejar allí era la supuesta existencia de
un libro inédito de Vareschi, algo como una autobiografía novelada, que de
existir, tal vez ayudaría a iluminar muchos de los trechos de esas historias ocupados
hasta ahora con especulaciones. Zettler de Vareschi lo nombra en diversas partes
de sus memorias. Su esposo había empezado a trabajar en él ya en los años 50,
con el nombre provisional de Libro Z,
pero nunca dejó de reescribirlo, a máquina y en alemán. Vareschi luego seleccionó un título definitivo para el
libro, Der Schuldbürger (El ciudadano con culpa). Pero no alcanzó
a completarlo. Aún antes de su muerte, había confiado la conclusión del último
capítulo, para el que dejó algunas fichas preparadas, a Lotte. Ésta se pregunta, todavía hoy, si será capaz de terminarlo.
La viuda confirma la existencia del
libro. Aclara que si bien se apoya sobre episodios autobiográficos, está
escrito como ficción, un recurso que Vareschi utilizó como marco para sus
reflexiones acerca del verdadero tema que le ocupaba, el de la culpa. “El
título del libro”, explica Lotte,
“contiene hasta cierto punto una ironía que Volkmar usa para preguntarse de qué
forma podía ser él culpable individualmente. Y no sólo se refería a la guerra.
Por ejemplo, cuenta que cuando estuvo en Marruecos, él hizo un dibujo de una
mezquita. Y un musulmán le reclamó que no debía hacer eso, porque era contra su
religión, y tomó de la basura una muñeca y empezó a golpearlo con ella en la
cabeza. Volkmar corrió, huyendo del agresor, y pasó por una calle donde había
mucho tráfico y se ocultó entre los carros, y detrás de él oyó que unos carros
chocaron y que la gente gritaba, dejando así la pregunta abierta: ¿Tuve culpa
en el choque? ¿Le pasaría algo al tipo? A Volkmar le interesaba mucho ese tema,
la culpa. El capítulo que no terminó, por ejemplo, trata sobre nuestros indios.
Y se pregunta si nosotros, los blancos, tenemos culpa o no de que ellos en
parte desaparezcan, o si los religiosos, que ayudaron fantásticamente a los
indios del Orinoco, sin embargo con esa ayuda no tendrían culpa en hacerlos
perder su identidad. Él quería poner esas cuestiones a la consideración de los
otros. ¿Qué culpa tiene el individuo que hace su vida con buenos deseos y buena
voluntad?”.
La culpa. Debe haber sido un tema en las
evocaciones, públicas o no, de Vareschi, Schäfer y Brücher, tres personalidades
muy distintas a las que la vida hizo camaradas y llevó a cruzarse en la SS, en
Mittersill, en la ciencia y en Venezuela. El peso del pasado les persiguió todo
el tiempo. Algunas veces lo consiguieron eludir, pero en otras les cobró caro.
A la culpa innata de ser alemanes de la Alemania enloquecida de los años 30 y
40, cargarían con la de formar parte -de manera convencida o desprevenida- de
una organización criminal, además de la de sobrevivir a un apocalipsis que
borró de la faz de la tierra a más de ocho millones de compatriotas. Y todavía
así, ¿luce inhumano o proporcional el tributo que, en forma de una permanente
desazón, pagaron el resto de la vida por lo hecho durante un período de menos
de diez años? Si uno se pregunta, en las dramáticas circunstancias del nazismo
y la II Guerra Mundial, ¿tuvieron esos científicos en verdad la opción de
decidir por ellos, o fueron arrastrados por corrientes que escapaban de su
control? ¿Qué respuesta obtendría, con toda honestidad?
“Yo
creo que mi esposo sabía que para muchas preguntas no tenemos respuesta”, dice
Lotte. “Precisamente porque era científico, sabía cuántas cosas estamos en
capacidad de saber y cuántas cosas no podemos contestar”.
Con
reportes de Silvina Acosta (Washington DC, Estados Unidos) y Luis Leonardo
Gregorio (Mendoza, Argentina).
NOTAS
(1)
VARESCHI,
Volkmar: “Orinoco arriba: A través de Venezuela siguiendo a Humboldt”. Lectura,
Caracas 1959, pp. 7-8.
(2)
Ibidem,
p. 28
(3)
Ibidem,
p. 8
(4)
KRISPIN,
Karl: “Alemania y Venezuela: 20 testimonios”. Fundación para la Cultura Urbana,
Caracas 2005, p. 5
(5)
ZETTLER
DE VARESCHI, Liesselotte: “Ahora escribo con plumas de loro: Una
Mecklenburgueña llegó a Venezuela”. Play Market-Oscar Todtmann Editores,
Caracas 2011, pp. 117-118.
(6)
PRINGLE,
Heather: “El plan maestro: Arqueología fantástica al servicio del régimen
nazi”. Debate, Barcelona 2007, p. 347.
(7) EHRENHARDT,
Isrun: “Mishandled Mail: The Strange Case of the Reting’s Regent Letter to
Hitler” en revista ZAS, document .pdf.
(8) PRINGLE:
Op. Cit., pp. 209-210.
(10)
GONZÁLEZ, Jorge M. : “Ernst Schäfer (1910-1992)- From
the mountains of Tibet to the Northern Cordillera of Venezuela: a biographical
sketch” en Proceedings of the Academy of
Natural Sciences of Philadelphia, No 159, Philadelphia 2012, p. 84.
(12)
ZETTLER
DE VARESCHI: Op. Cit., p. 123
(16)
Correo electrónico al autor de Uki Goñi, 23 de febrero de
2012.
(18)
PACHECO, Pablo Antonio: La ‘Ahnenerbe’ y las
actividades de Enrique Brücher en el Departamento de Investigaciones
Científicas (1954-1957), en .pdf
(19)
PACHECO, Pablo Antonio: Op. Cit., p. 4
(20)
GADE, David: “Converging
Etnobiology and Ethnobiography: Cultivated Plants, Heinz Brücher, and Nazi
Ideology” en Journal of Ethnobiology,
Vol 26-1, Spring/Summer 2006, p. 84.
(21)
Correo electrónico al autor de Alex Shoumatoff, 24 de
febrero de 2012.
(22)
Correo electrónico al autor de Juhani Ojasti, 12 de marzo
de 2012.
(23)
Diario Los Andes, Mendoza 27 de
diciembre de 1991, Segunda Sección, p. 5