N. de R.: Esta semana –con más precisión, el pasado lunes 5 de diciembre- Caracas presenció una apoteosis de Jon Lee Anderson, quien vino a dar un par de conferencias en menos de 24 horas. La primera vez que llegó a la ciudad, en 2001, no era todavía la celebridad periodística que es hoy y, aunque ya contaba con varios títulos editoriales de gran calado en su bibliografía y era el designado oficial de The New Yorker para crónicas y perfiles de personajes internacionales, le faltaba cartel aún para pasar por gurú. Mejor para él: había venido al país para trazar el perfil de Hugo Chávez y necesitaba para sí mismo, justamente, un bajo perfil que no lo iluminara o apenas lo hiciera. Estaba por irse de Venezuela cuando supe de su presencia por un pitazo de Sergio Dahbar, quien me pidió entrevistarlo para la revista Primicia. Anderson accedió a conversar siempre que no habláramos sobre su trabajo sobre Chávez, que apenas terminaba de reportear y que a la larga aparecería no sólo en The New Yorker sino en su antología “El dictador, los demonios y otras crónicas” (publicada en castellano por Anagrama). La restricción se cumplió a medias, por pura generosidad de Anderson en el diálogo (duró cerca de tres horas) que tuvo lugar en el Bar del Hotel Tamanaco, donde se alojaba. Para la fecha no habían ocurrido ni el golpe de opereta de abril en Venezuela, ni los ataques del 11-9 en Estados Unidos, así que habría que reconocer en el periodista norteamericano una cierta capacidad premonitoria con sus menciones a la caja de Pandora del putsch, o al Talibán.
“ESCRIBO PORQUE NO SÉ HACER OTRA COSA”
El escritor norteamericano Jon Lee Anderson ha cumplido un amplio ciclo de conversaciones con el mandatario y ha recorrido buena parte del país para el trabajo que prepara a solicitud de The New Yorker. Justifica el interés de la revista porque Venezuela cuenta en el esquema de las cosas a nivel global y su entrevistado "es el protagonista de estos cambios". De sus andanzas venezolanas concluye en que "el aire está tan cargado que no me sorprende que no haya ocurrido nada" y advierte sobre un golpe como solución: "cuando uno abre esa caja de pandora nadie sabe lo que puede pasar"
Si usted, lector, fue uno entre los escasos millares de resistentes -o sediciosos, según sea la perspectiva- que el 31 de marzo pasado se reunieron en la Plaza Brión de Chacaíto para aborrecer, en ceremonia colectiva de la individualista clase media, la supuesta cubanización del sistema educativo venezolano, quizás llegó a sentirse bajo el escrutinio de un espigado hombre que también se ha ocupado de examinar a gentes como Augusto Pinochet, Saddam Hussein o Charles Taylor, el lúgubre Señor de la Guerra liberiano. El hombre, para más señas, porta una mirada penetrante, sí, pero diáfana, tanto como el castellano que adquirió a lo largo de decenas de correrías periodísticas en América Latina y España -donde reside-.
Cualquiera, incluso usted, juzgaría como un honor haber merecido la atención de ese hombre, firma emblemática del mensual The New Yorker y biógrafo del Che Guevara. Pero, sépalo de una vez, usted no le causó buena impresión.
"Es que esa protesta me resultó demasiado pueril", larga Jon Lee Anderson con una sonrisa que hace juego con la relajada atmósfera del bar del Hotel Tamanaco donde se realiza la entrevista. "Me hizo recordar la época de la Cruzada Cívica contra Noriega en Panamá, ¿sabes? Era como un festín de gente bien que salía para gritar contra Noriega en la hora del almuerzo. ¡Imagínate que en Chacaíto se agruparon frente a un McDonald's en donde aparecían los arcos dorados o una hamburguesa gigante, no recuerdo bien, dando vueltas! Yo salí con la convicción de que ellos ni siquiera se dieron cuenta de cómo lucieron. Nosotros, en la clase media -y yo me incluyo en ella- siempre pensamos que somos los que decidimos, que somos los que tenemos que ser incluidos en la ecuación política y que, aún más, la suerte de los condenados de la tierra, de los miserables, depende de nuestra conciencia social. Pero aquí, en este país, la clase media es una ínfima minoría. La mayoría es, en una democracia, la que lleva la batuta y, en el caso de Venezuela, la gente de la clase media quizás ni se ha dado cuenta de que la mayoría es la gente pobre, la gente de los cerros. Esa manifestación fue un ejemplo más de la gente que se opone a un proceso predicándose a sí misma".
Que no se vaya a creer, en cualquier caso, que Anderson paseó su perspicacia solamente por Chacaíto. Estuvo en Barinas, en la frontera tachirense con Colombia, en los cerros de la parroquia caraqueña de La Vega y hasta en los fastos oficiales con que fue recibido el presidente chino Jiang Zemin, todo como parte del intenso reporteo de seis semanas en Venezuela que necesitó para preparar un perfil del presidente Hugo Chávez Frías. La nota debe ser publicada en The New Yorker a fines de junio, pero la aparente holgura del cronograma le dice poco al ya legendario periodista, a quien aguardaban hasta tres semanas de escritura, y otras dos de corrección, antes de entregar el texto a la revista. "Todo el proceso me habrá ocupado tres meses", acaba de sumar, quizás un lapso nada excesivo para tratarse de un periodista con reputación de meticulosidad y puntillismo.
Con cierta reserva accede a hablar para Primicia. Primero, aclara, no quiere adelantar impresiones sobre Chávez; y es que, a pesar de haber sostenido hasta tres conversaciones con el Presidente, no creía conocerlo lo suficiente como para afirmar algo contundente. Además, todavía estaba recopilando información que solamente a la vera de su escritorio, en Málaga, podría organizar para fundar conclusiones. Su comedimiento, al final, obedece también a la lealtad con su medio. "Yo soy staff de The New Yorker. Por contrato hago cinco piezas al año para ellos, que suelen ser perfiles políticos o crónicas largas que, a su vez, son perfiles de un proceso político en algún país. Mi contrato dice que no puedo hablar sobre los trabajos que estoy haciendo", advierte, para enseguida conceder que "aquí, al hablar contigo, me estoy tomando cierta libertad y queda a mi juicio hacerlo. Pero debo respetar mi contrato".
Amén de lealtad, en su trabajo Anderson hace gala de un arrojo revestido de perseverancia que, junto a un acendrado sentido de la objetividad, le han reportado memorables scoops e inquinas nada escasas. En Cuba -donde vivió tres años mientras reconstruía, mediante testimonios de primera mano y documentos inéditos, la transfiguración de Ernesto Guevara en el Che- y en medio del frenesí propagandístico por la repatriación del niño Elián González, supo arrancarle a un siquiatra local un diagnóstico de Fidel Castro: "Síndrome psicopático caracterizado por un fuerte narcisismo y tendencias paranoides". Aún antes, en Londres, se topó con el general Augusto Pinochet para completar un reportaje sobre el tirano en retiro: apenas tres días después de que circulara la edición de The New Yorker con la nota de Anderson, el juez español Baltasar Garzón libraba la orden para apresar al dictador chileno. "Claro, los militares chilenos pensaron inmediatamente que yo era el causante. Garzón dice que supo de la presencia de Pinochet un día después de que salió el reportaje... No sé. Yo creo que él ya sabía que estaba allí. En todo caso, lo que sí creo es que la publicación de su foto en Londres hizo más pesado, más shocking, el hecho de que él estuviera así, libre. Pero fue una coincidencia, de esas extraordinarias".
Ahora le ha correspondido revelar en un mínimo de 10.000 palabras los arcanos de la Revolución Bolivariana y de su máximo líder, Hugo Chávez. "Yo estuve muy feliz de que los editores convinieran conmigo en que era la ocasión para hacer un perfil del presidente Chávez", celebra la encomienda. "Ya ha estado dos años en el poder y el proceso político en Venezuela ha tenido una etapa de maduración; ya no es como ponerlo bajo la lupa en los primeros tres meses". Encuentra Anderson que la elección del tema enseña "que la gente afuera ha tomado conciencia de que Venezuela cuenta en el esquema de las cosas a nivel global y que el presidente Chávez es el protagonista de estos cambios".
- ¿No será, en todo caso, muestra de que los medios de Estados Unidos y del Primer Mundo se siguen interesando en América Latina sólo por sus personajes exóticos, pintorescos?
- En mi caso no estoy buscando lo pintoresco. Además, yo vivo en España y viajo mucho por el mundo, por lo que vengo a ser un periodista norteamericano muy sui generis. Yo no me siento contaminado por lo que pudieran ser las ataduras culturales de percepción para un norteamericano. Pero, sin duda, cualquiera que haya seguido al presidente Chávez se da cuenta de que es un hombre colorido, que rompe moldes, simpaticón, muy mediático.
- Pero, cuando le vendes a The New Yorker el tema del presidente Chávez, la revista habrá sido más sensible ante ciertos argumentos que ante otros. ¿No revelaría eso cuáles son los preconceptos dominantes?
- Diría que hay dos figuras del Hemisferio Occidental que son de interés en la actualidad: uno que siempre ha sido de relevancia para la prensa mundial, que es Fidel Castro, ya veterano; y el nuevo personaje que ha surgido es Hugo Chávez. Por supuesto, frente a él hay un arcoiris de reacciones. Pero eso lo hace más interesante, desde el punto de vista periodístico. Desde el punto de vista editorial, creo que el hecho de que se haya encargado un perfil del presidente Chávez es una demostración de su importancia. El perfil es un género que se publica, quizás, sólo una decena de veces al año entre los cincuenta números de The New Yorker. Y en cada número que aparecen, los perfiles tienden a ser el artículo de cabecera y a tener mucha resonancia.
Las cosas pueden ponerse mucho más agrias
Las viñetas de protesta light en Chacaíto, que sin duda habrán de adornar su próximo reportaje, al parecer desmerecen tamaña expectativa. A su paso por Venezuela, dice Anderson, encontró una banalidad que abisma y que parece no guardar proporción con el acertijo que representa Chávez. ¿Un fenómeno telúrico que sobrepasa su propio marco de origen? Quizás, solamente quizás. Pero entre tanto, y hasta que la historia o su sucedáneo inmediato, la sociedad mediática, emita un veredicto al respecto, la mera sospecha sirve de excusa para arrear unas cuantas verdades de observador -que no de editorialista, pues Anderson no lo pretende ser- contra el establishment venezolano... Si tal cosa existe. "Me ha sorprendido la pobreza de ideas en la atmósfera política venezolana. Me he llevado una imagen bastante mala. Si se trata de la oposición, me parece que está con ideas fijas de cómo es el presidente Chávez, y no va a salir de ahí. En muchos casos, pareciera que esas percepciones son de origen casi clasista y, en algunos casos, diría que hasta racista. Uno no encuentra mucho fondo; hay muchos chismes y hasta los mismos periódicos, supuestamente de calidad, los publican".
- Siendo experto en la cobertura de conflictos violentos, ¿no te sorprende descubrir una revolución tan relajada como ésta, la Bolivariana?
- No lo creo. Me parece que he encontrado una sociedad muy polarizada. Es más: creo que es hasta preocupante la falta de diálogo entre diferentes sectores de la sociedad. Encuentro que hay una clase media y una clase empresarial muy antagónicas con el gobierno, y eso, por lo que se siente, por lo que uno huele, y por mi experiencia anterior en otros sitios, me hace pensar que, si no hay una mejora en este sentido, las cosas pueden ponerse mucho más agrias. Aquí he conversado con ex militares que hablan de golpe en forma abierta. Esto es algo que en cualquier otro sitio te parecería muy irresponsable o, al menos, temerario. He tenido un sinfín de conversaciones con gente que realmente detesta al presidente Chávez, así como he tenido muchas conversaciones con gente que lo venera. Y es preocupante cuando no hay un campo intermedio; eso no augura nada bueno para la sociedad venezolana. Diría que el aire está tan cargado que me sorprende que no haya ocurrido nada. Y quizás esto sea un reflejo de lo positivo de Venezuela. Los venezolanos parecen tener un resorte en su idiosincrasia que hace que al final nadie llegue al muro de contención aunque, claro, leyendo la historia contemporánea de Venezuela sé que por alguna parte de todo esto hay un muro de contención, porque ha ocurrido antes: hubo un caracazo, varios intentos de golpe de Estado...
-De esta situación que has visto durante las últimas semanas en Venezuela y de su posible evolución, ¿qué parangón crees que se ajuste más al proceso político de Chávez: el Panamá de Torrijos, el Perú de Velasco Alvarado, la Argentina de Perón o la Indonesia de Sukarno?
- Bueno, si la analogía es con Indonesia, sería terrorífico. Allí los militares desencadenaron un baño de sangre en el país. Sé lo que digo porque mi familia llegó a vivir a Indonesia justo después del golpe. Se dice que mataron a 300.000 personas, sobre todo chinos étnicos y militantes del Partido Comunista que, supuestamente, estaban coaligados con Sukarno. Por eso es un poco preocupante cuando uno oye a gente hablando en Venezuela sobre un golpe como solución, porque cuando uno abre esa caja de pandora nadie sabe lo que puede pasar. También hay semejanzas con procesos anteriores, como en Panamá y en Perú, donde un sector de las Fuerzas Armadas tomó la iniciativa ante un clima de asqueo con procesos ya caducos o faltos de credibilidad. En buena parte de América Latina la democracia se ha ganado una connotación de corrupción y de agudización de la pobreza. Ante eso, lógicamente, la gente intenta conseguir una solución drástica. Por eso se entiende lo que ha pasado en Venezuela. Hay otro ejemplo que tú no me mencionaste, pero que me ha venido a la cabeza desde que llegué a Venezuela, y es el Chile de Allende. Allí un presidente socialista, elegido por una minoría, cierto, pero elegido popularmente, comienza a hacer una serie de reformas que para la clase media y los militares fueron muy radicales. Y todo sabemos lo que vino después.
Poder puro
Justo sería precisar que las abyecciones del poder no constituyen el único tópico en la mira periodística de Jon Lee Anderson. Gabriel García Márquez y el rey Juan Carlos de Borbón, por ejemplo, también figuraron entre sus más relevantes retratos en prosa. Pero la repetida aparición de rebeldes, caudillos y jerarcas del Tercer Mundo en su particular galería sugiere un acusado interés por esta clase de líderes, cuando no simple fascinación. "Yo estoy interesado en el ejercicio del poder, en general", acomoda una definición. "Las figuras que me interesan y que he investigado tienden a ser hombres que han llegado al poder por las armas. De todos, posiblemente Saddam Hussein sea el que tiene un poder más cercano al absoluto; pero no iría tan lejos como decir que tienen el poder absoluto. Ninguno de los sistemas que yo he visto es monolítico. Yo creo que, aparte de llegar al poder por las armas, y por cierto que el presidente Chávez sale de ese cuadro porque finalmente llegó al poder por el voto popular, son hombres que han instaurado regímenes políticos que ellos perciben como revolucionarios. Como procesos dinámicos que buscan transformar radicalmente sus sociedades. Y eso también es interesante para mí. Yo no he llegado a una conclusión global acerca de ellos, y no los pondría a todos en una misma canasta, pero confieso que me interesan más estos hombres que los De La Rúa o los Fox o los Tony Blair".
Si bien nunca le hizo ascos a la vivisección de los regímenes de hombres fuertes, habrá que admitir que, al ocuparse de ellos, Anderson le da una continuidad algo más refinada a una vocación que se expresó por primera vez a comienzos de los años 80 cuando, siendo corresponsal de guerra en Centroamérica, su hermano Scott, también periodista y escritor, le propuso escribir al alimón un libro sobre la ultraderecha: Inside the League: The shocking expose of how terrorists, nazis, and latin american death squads have infiltrated the World Anti-Communist League. Un título por demás descriptivo, que nada ahorra a sus potenciales lectores. "Es que en Centroamérica me hice especialista en dos géneros humanos: los Contras y los Escuadrones de la Muerte", refiere.
Urgidos por la síntesis periodística, podría afirmarse a grandes trancos que la vida y desarrollo profesional de Jon Lee Anderson se organizan en torno a otros tres libros de su autoría: el primero, War Zones, escrito también con su hermano, es la crónica de cinco puntos calientes del globo: El Salvador, Irlanda del Norte, Palestina, Uganda y Sri Lanka; luego debió convivir con rebeldes de Afganistán, la Franja de Gaza, el Sahara Occidental, Birmania y, otra vez, El Salvador, para redactar Guerrillas: The inside stories of the world's revolutionaries; y, finalmente, con Che: a revolutionary life (publicado por Emecé Editores en castellano, ver recuadro) obtuvo, tras cinco años de trabajo, el reconocimiento internacional que su consagración a un mismo tema, el de la insurgencia armada, le debía. "Fue un poco para mí la búsqueda del por qué de esos individuos que toman esa acción en su vida y cambian la historia. Yo me fasciné con esas personas que cruzan ese umbral, porque al hacerse guerrillero hay que tomar una decisión fundamental, seas afgano, birmano, salvadoreño o colombiano; hay un momento en que tú dices: 'Voy a matar y estoy dispuesto a morir por este ideal'. Mi fin fue entenderlos, comprenderlos, para poder explicar un fenómeno que ya se hizo global. Entonces hice un libro sobre guerrillas. De eso, fui llevado a buscar la síntesis del ser guerrillero, a través de mi investigación en la vida del Che Guevara. Y eso como que cerró una etapa en mi vida. Desde entonces, hace cuatro años, me encuentro haciendo para The New Yorker perfiles de figuras que me interesan. Porque llegó un momento en el que me di cuenta de que la necesidad de seguir viendo una guerra, y otra, y otra, en realidad era una búsqueda de sentir que había experimentado todo lo que se puede experimentar. Y la última vez fue en Bosnia, justo antes de comenzar el libro del Che. Allí estuve dos meses, y me di cuenta de que no estaba aprendiendo de esa experiencia. Yo salí de Bosnia perplejo, con la única certeza de que el plomo es el plomo, no importa si es pequeño o grande, o cómo te lo tiran, es la misma cosa, y tú puedes sentir miedo así o asá, o verlo reflejado en cualquier rostro, y es el mismo terror, la misma turbación del espíritu. Y se me fue la pasión. El Che fue, digámoslo así, la primera ocasión en la que pude ganarme la vida sin que me tiraran balas. Fue la primera vez que pude llevar a mi familia a un sitio de trabajo".
La aparición del tema familiar en la charla no es gratuita. De hecho, es un issue fundamental para entender, desde cierta perspectiva, los impulsos de su carrera y buena parte de su cosmopolitismo. "Somos cinco hermanos, incluyendo dos hermanas, una china y otra costarricense", intenta con gracejo una explicación, "tengo una madrastra coreana, mi mujer es inglesa y mis hijos son como cubano-andaluces". Hijo de un diplomático de la administración Kennedy y de una escritora de libros infantiles, comenzó la trashumancia a temprana edad: a los 18 años ya había tenido ocho países, distintos a los Estados Unidos, como residencia. Finalmente encontraría arraigo en el gusto por la aventura y la pasión por el Tercer Mundo.
- ¿Nunca te has sentido intimidado frente a entrevistados como Charles Taylor o Augusto Pinochet, hombres que han decidido la vida o muerte de personas o de pueblos enteros?
- Desde el momento en que llegué a Liberia hasta el momento en que salí, fue como cuando uno entra en una prisión y camina por todos los pabellones sin guardias: tú tienes que sentir miedo. Pero lo controlas. Ese era un reino de terror. Lo más asqueroso que yo he visto jamás. Y Taylor es uno de los hombres más repugnantes, moralmente, que yo haya conocido jamás. Pero yo tenía que reservar ese sentimiento para poder escucharlo y poder sentir lo que es su realidad, su verdad. Aunque en el caso de Taylor, su verdad es de un horror total. Pinochet, en cambio, me provocó otras reacciones.
- ¿Quizás llegaste a sentir compasión por el 'Otoño del Patriarca'?
-Recuerdo que antes de ir a Chile yo leí la historia de Serge Kleinsfeld, el cazador de nazis, que buscó a Klaus Barbie pensando matarlo, en los años 70. Y cuando al final lo tuvo enfrente, con un revólver en la mano, no hizo nada. Como que se le fue el odio. Claro, yo no me sentía marcado por el odio contra Pinochet, pero me hacía la pregunta de cómo iba a reaccionar frente a él: yo, por supuesto, como muchos que han vivido en América Latina, tengo amigos chilenos cuyos padres o amigos fueron asesinados durante la dictadura. Pero estaba principalmente fascinado por lo que era el aspecto teatral de su empecinamiento en hacerse Senador Vitalicio y mirarse todos los días, frente a frente, con sus enemigos. Mi primera reacción cuando él entra al cuarto donde yo estoy y se sienta para hablar es: "Vaya, la vejez sí que ayuda". Si has sido un carnicero en el pasado, la verdad es que las canas y las arrugas te ayudan, porque todos hemos sido programados para sentir benevolencia hacia un anciano. Yo, al menos, no podía estar sentado allí y sentir odio hacia él, aunque sabía que era Pinochet y aunque su terrible verdad salió de nuestras conversaciones, en el sentido de que él se había hecho Senador Vitalicio para protegerse del castigo, y que era un hombre que vivía con temor. Que sabía lo que había hecho y que, al final, resultó un cobarde, porque él aceptaba que hubo abusos, pero sin aceptar su responsabilidad. Él quería verse como el Padre de la Patria Nueva, y sus héroes eran los Césares romanos, Napoleón, y hasta Mao, o sea, hombres del poder absoluto, del poder amoral de las grandes hazañas. Pero, a la misma vez, para él, y ésta es su gran tragedia, lo lamentable era no haber podido aplastar ciudades y conquistar tierras, a pesar de que sí derramó sangre.
-Y quizás un drama semejante lo experimente Chávez, ¿no? En el sentido de que no conquistó el poder tras una campaña armada o, bajando del monte, como quizás lo soñó, sino que llegó a hacer su revolución a través del voto.
- Bueno, a lo mejor no es justa esa comparación con Pinochet... No sé. Pinochet, sólo casi como de tercera mano aceptaba que sí, hubo sacrificios lamentables, pero necesarios para lograr lo que él creía que era la primera conquista en la lucha contra el expansionismo soviético en el Hemisferio Occidental. Es un hombre muy militar y muy de su época, de los años 30, cuando él se formó, y en eso es muy fascinante. Durante el reportaje yo estaba muy consciente de que estaba frente a frente con el último dictador verdaderamente fascista del siglo XX, descendiente directo de una línea que comenzó con Hitler, Mussolini y Franco. Tenía los mismos esquemas mentales de esa época y de esos actores, pero con un escenario muy reducido... Yo no diría que conozco lo suficiente a Chávez como para decir que sé lo que siente en el fondo, si él hubiese querido o no llegar al poder a través de las armas. Pero remontémonos a hace nueve años, cuando él era un militar, y la rebelión armada era su única opción. Luego, según tengo entendido, fuera de prisión, él comenzó a actuar en el escenario civil, y vio otras posibilidades. Creo que es un hombre que, sí, tenía el poder por delante y lo ha buscado por todos los medios posibles.
- Entrevistaste a Pinochet durante su estadía en Londres. ¿Llegaste a sospechar que estaban por apresarlo?
- Sabía que Garzón estaba detrás de él. Su entorno me hizo saber que iba a Inglaterra, no fue muy publicitado ese viaje, y es hasta banal la historia de mi encuentro con Pinochet en Londres. Al principio, los militares de su entorno no me veían muy bien, y como que cerraron filas a su alrededor para imposibilitar que hubiera sesiones de foto en Chile. Así que yo volví a España, estaba escribiendo, y seguía manteniendo contacto con el entorno familiar del general, sabiendo que iba a Londres. Entonces hice otro esfuerzo para que se realizara una sesión de foto ahí. Arreglé con un fotógrafo inglés y le pedí que encontrara un sitio cerca del Hyde Park Hotel, donde se alojaba Pinochet. Y escogió una suite presidencial en un hotel donde Montgomery tuvo su cuartel general durante la II Guerra Mundial. Lo cual, por cierto, fascinó a Pinochet. Pero cuando entramos al salón que había contratado el fotógrafo, era un lugar cursilísimo: terciopelos victorianos, cupidos por todos lados; hasta a Pinochet le pareció cursi. Pero, claro, parece que el fotógrafo lo había buscado así para tener un fondo casi inverosímil. Fue un poco cómico... Pero, bueno, vinieron el Agregado Militar, varios guardaespaldas, la hija, el nieto... Y aproveché el momento para entrevistarlo de nuevo. Al día siguiente me fui a España, terminé de escribir el artículo, se publicó en la revista un lunes 12, creo recordar, y el viernes 16 lo arrestaron.
- Con un Hussein, con un Pinochet, que te han dado su confianza, que te han abierto las puertas, ¿no has llegado a sentir que traicionas esa confianza cuando te sientas frente a la computadora y escribes algo desagradable sobre ellos?
- Yo soy quien soy, y lo sigo siendo tanto en el reporteo como en la redacción. Si eso fuera un riesgo o un síndrome o una patología mía, yo creo que eso sería algo que se reflejaría en mis trabajos. Pero creo que mis trabajos hablan por sí solos. Con eso no quiero decir que no pueda haber crítica legítima a mis trabajos. Pero, en general, la mayoría de las personas ven mis artículos como balanceados. Y a algunos no les gusta eso. Con frecuencia el equilibrio es polémico, sobre todo cuando escribo sobre personajes polémicos como estos. Hay gente de la izquierda que no puede tragar que yo me haya sentado en una misma habitación con Pinochet, o que en ningún momento de mi reportaje le haya llamado criminal. Así hay gente de la derecha que me odia por haber escrito sobre el Che y me acusan de haber resucitado el mito. Mi propósito no es condenar a nadie ni alabarlo, es llegar a su verdad. Y yo hago mi trabajo.
- ¿Eso explica que te hayas acercado a los "villanos" de la historia?
- En un momento, sí, cuando era necesario hacerlo. Yo creo que ya aprendemos cuando logras que esa gente te hable. Te digo que hace diez años en Afganistán, donde se fundó el Talibán, yo estuve cuando abolieron la música, mucho antes que se supiera de ese movimiento. Estaban todavía los rusos bombardeando. En ese contexto yo podía entender por qué esa gente se dirigió a ese tipo de acciones. Pero, ¿qué pasó después? El mundo los ignoró. Hace tres años los Talibanes dijeron que iban a volar los Budas del desierto. Pero nadie les escuchó. ¿Por qué no los entendemos? ¿Por qué no los oímos? Nadie se interesa en entender cómo una gente puede volver varios siglos atrás, y llevar a todo un pueblo con ellos.
- ¿Crees que este acercarte a personajes tan envueltos en prejuicios, ha conseguido cambiar las percepciones sobre alguno de ellos?
- Eso lo dirá el tiempo, creo. Si algo se cuela allí, muy bien. Yo personalmente siento la necesidad de seguir desentramando aspectos de la realidad más problemática. Es algo propio, personal y, simplemente, escribo porque no sé hacer otra cosa.
--------------------------------------------------------------------------------------HASTA LA VICTORIA, ¿SIEMPRE?
El renombre internacional de Jon Lee Anderson se cimentó con la aparición, en marzo de 1997, de su libro Che: a revolutionary life. Para su hechura, tuvo la meritoria paciencia, y no poca fortuna, de labrarse el acceso hasta la viuda del Che, Aleida March, y los diarios inéditos del revolucionario argentino. Ese acceso, y los tres años que vivió en La Habana para conseguirlo, le asignaron al libro fuertes sospechas de versión oficial del régimen generadas, sobre todo, desde los entornos de la ultraderecha estadounidense y del fundamentalismo anticastrista en Miami. Pero no serían las únicas presiones para el autor: al final, la redacción del original se convirtió en una suerte de carrera contra los otros escritores -el mexicano Paco Ignacio Taibo II, el francés Pierre Kalfon y, sobre todo, el hoy canciller mexicano, Jorge Castañeda- que simultáneamente preparaban textos biográficos para ese año jubilar, trigésimo aniversario de la muerte del Che en Bolivia. "Cuando comencé la investigación yo me sentía solo en el mundo, pero al cabo de un año supe de Castañeda, así como de Taibo, quien por cierto me mandó un mensaje a través de alguien que no recuerdo, algo así como: 'Oye, Anderson, yo estoy en esto ya y te voy a ganar'".
- Y hoy, ¿te animarías a hacer una comparación de esos libros y decir que saliste bien librado?
- Sí, siendo objetivo, ja, ja, ja... Kalfon es un hombre de 64 años que ha sido periodista, ha trabajado para el gobierno francés, y un hombre muy identificado con la izquierda de los años 60 y 70, un hombre que en su libro trata de reflejar su tesis, que es básicamente que Fidel traicionó al Che, es decir, un escenario Stalin-Trotsky. Yo no creo que su tesis esté muy bien sustentada, en términos periodísticos. El de Taibo no es una biografía, porque él es un escritor ameno que no esconde su simpatía por el Che. Es un libro valioso, pero no es una biografía como tal; en el mundo anglosajón es visto como una hagiografía. El de Castañeda también tiene valiosos aportes periodísticos, investigativos, pero es menos una biografía, creo yo, que una continuación de su propia tesis de que las armas no funcionaron y que la izquierda tiene que encontrar nuevas fórmulas, tesis que Castañeda estrenó en La utopía desarmada y que busca sintetizar un poco en el personaje del Che, con quien identificó las culpas o los errores de la izquierda. Creo que todos los libros son complementarios.
- Sin embargo, hay quien habla con sospecha de tu libro sobre el Che, justamente por el acceso que tuviste a fuentes cubanas. ¿Cómo es visto hoy el libro en Cuba?
- En Cuba mi libro no circula libremente. La Revolución nunca ha opinado sobre mi libro. Pero todo el mundo lo tiene. La nomenklatura lo tiene. Incluso ha habido gente de alto nivel que, privadamente, me ha dicho: "Oye, Anderson, muy bien", pero estoy seguro que esa misma gente a otros compañeros les dice que "ese Anderson traicionó la confianza, qué puedes esperar de los yanquis, etcétera". Con el libro me interesaba llenar lagunas históricas, saber lo que pasó en determinados momentos, pero lo que personalmente quería lograr y me siento cien por ciento satisfecho en haberlo hecho, era entender cómo Ernesto Guevara De La Serna se convirtió en el Che, y por qué. Eso lo logré. Conozco a ese hombre, y creo haberlo reflejado. Yo quería encontrar cómo es que cuajó la figura del Che. Y eso sí que fue sudor y lágrimas. No fue que yo estuviera sentado ahí mientras los cubanos me traían cajas llenas de documentos a mi casa. No fue fácil. La viuda del Che y yo nos simpatizamos; y tuve la suerte de que ella me abriera por primera vez el acceso.
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