N. de R.: En los tres años (1988-1991) en
los que trabajé en la revista Exceso,
desde su fundación y durante buena parte de ese tiempo como Jefe de Redacción,
un signo distintivo de su oferta editorial era algo que llamábamos “la
entrevista de mujer”. No estoy seguro -y bien puede que me equivoque, hablando
como estoy de memoria- de que haya sido parte del diseño original de la revista
y su propuesta, pero luego de que en su primer número una entrevista con la deslenguada mecenas del arte Milagros Maldonado tuviera gran repercusión, se convirtió en una fija para cada edición: un intercambio con una dama, preferiblemente de sociedad, preferiblemente en su madurez, que hiciera retrospectiva a su paso por los corrillos del poder ya sin nada que perder. Pensándolo bien, muy probablemente fue una derivación intuitiva de la experiencia de nuestro editor, Ben Ami Fihman, que había sido el gran cronista -con "C" mayúscula de la crónica literaria- gastronómico de los rutilantes años 80 en la Caracas del boom petrolero y la corrupción cuartarrepublicana, En ese itinerario Ben se convirtió en el receptor de muchas cuitas de la high society caraqueña, que no solo complacía conocer como chismes sensacionales o ejemplarizantes historias humanas sino que además, con enorme frecuencia, en su minucia anecdótica, contribuían a explicar algunos de los hechos más importantes de la política y de los negocios de la llamada Gran Venezuela. No en balde, al interior de la redacción resumimos la "fórmula" de Exceso en la conjunción de "Revelación + Lentejuelas".
Para el cuarto número de Exceso, sin embargo, surgió una posibilidad inusual de "Entrevista de mujer". Elizabeth Burgos, la ex mujer de Régis Debray, este, el ex lugarteniente propagandístico del Che Guevara en la selva boliviana y posterior lugarteniente político de Francois Mitterand, estaba de paso por Caracas. Habían transcurrido escasas semanas de los saqueos de la revuelta del 4 de febrero de 1989 y de pronto la burbujeante aristocracia venezolana, que también por esos días había vivido el viernes negro de la primera devaluación del bolívar en casi tres décadas, descubrió que también tenía que empezar a pensar en alzamientos, rebeliones, conflictos sociales. La entrevista con Burgos prometía un paneo por las aventuras guerrilleras en América Latina. A la hora de la propia entrevista y para bien de la revista, también se encontró que ofrecía un panorama del jet set progresista internacional y de la mismísima oligarquía francesa de los apellidos.
Ahora circula en castellano por Anagrama "Hija de revolucionarios", el testimonio autobiográfico de Laurence Debray, la hija de Burgos y Régis Debray. Implacable con el padre, algo más cómplice con la madre, la autora se convirtió en un éxito de crítica, ventas y medios en Francia, donde además se ha erigido como una tertuliana muy oportuna para explicar la crisis de Venezuela. Me leí el libro, que me dejó algo decepcionado: obligada a repasar el tránsito vital de sus padres, tentada a ajustar cuentas, finalmente me pareció que hace menos reflexión acerca sus relaciones filiales que un portafolio del elenco de personalidades del quién-es-quién francés al que esas relaciones le dieron acceso.
En cualquier caso, a propósito de esta novedad, recordé la entrevista con Elizabeth Burgos, que a continuación transcribo. Difundida por primera vez en el número de mayo de 1989 de la revista Exceso, me sorprende que incluya imágenes y expresiones en el relato de Burgos de su peripecia militante, que luego aparecen en el libro de la hija. Me sorprende por partida doble: primero, que la versión de Burgos sobre sus decisiones y tribulaciones permanezca casi intacta por 30 años; segundo, que el relato que reservó para su hija haya sido, al parecer y en lo que finalmente se imprimió, casi el mismo que el que destinó para la entrevista, un diálogo con un extraño, conmigo.
Elizabeth Burgos: La novia de la revolución
Como Martín Romaña, a
Elizabeth Burgos, que también vive en París (pero en el VII arrondissement), no le gusta molestar.
“Me interesa más la discreción, no me gusta mucho mostrarme; lo mío es la
eficacia”, desaira las acometidas de los periodistas, “con quienes he hablado
en momentos muy precisos en que tenía que hablarles y en entrevistas muy factuales”.
La identidad literaria alcanza hasta allí, como no sea para decir además que la
crónica indiscreta de las últimas tres décadas de vida de esta valenciana
calificaría para una novela.
Pero prevenido ahí,
Bryce Echenique: esta no es una historia de desaliños. Es, mejor, un prontuario
del poder. La vocación de historia de la Burgos desatiende los ensayos e
inhibiciones de la voluntad. Siempre en el lugar oportuno en el momento
indicado (la caída de Marcos Pérez Jiménez, mayo del 68, la Conferencia Tricontinental,
el triunfo de Francois Mitterand), a la ex discípula de las monjas del colegio
Santa Ana, sin querer queriendo, la llevó la corriente de los acontecimientos
hasta las recámaras donde se toman las decisiones en la República francesa,
como a ninguna otra venezolana en cualquier plaza del Primer Mundo.
Los meandros de su
trayectoria, que cruzaron la pantanosa cuenca de lo que alguna vez se llamó la
“subversión internacional”, contra toda apuesta, al final dibujaron un atajo
hasta el delta del poder y la cultura: durante un quinquenio dirigió la estatal
Casa de América Latina en París. Las cuitas de Elizabeth Burgos son también de
Jane Fonda o Danielle Mitterand, entre otros amigazos del jet-set de la cultura. Todas son subtramas, sin embargo, que apuntalan
una gran historia del corazón: un tren que se aleja de la estación de Venecia,
veladas en los cafés de París, y el flechazo (o, más acorde con el argumento,
el balazo calibre 7.62) con el edecán del Che Guevara en Bolivia, Régis Debray,
quien fuera su pareja intermitente a lo largo de 20 años.
- - A mí todas
las cosas se me han dado así. Muchas veces, a mi pesar. He conocido a toda esa
gente no porque yo la buscara.
El guion
astral de Elizabeth Burgos no
le depara más que confirmaciones de una inveterada sincronización con los
acontecimientos. Improvisó, rompiendo la cada vez más espaciada frecuencia de
sus visitas a Venezuela (en diciembre de 1988 había venido, tras cinco años de
ausencia) , una excursión de siete días a la Caracas todavía erizada por la
reciente intifadah del 27 de febrero
de 1989: “Para ver si podía servir de algo”, confiesa, con característica
disponibilidad de una revolucionaria. Todo un vaporón para la familia Burgos
que, en su terruño de Naguanagua, a las afueras de Valencia, capital del estado
Carabobo, sorteó aterrorizada el torrente de resentimiento del llamado 23 de
enero social.
- - En la sociedad de Valencia, tradicional,
cerrada y estratificada, ¿dónde te ubicarías?
- - En el
estrato de la gente que se quedó sin plata, jajaja… Porque por parte de madre
procedo de una familia, los Tortolero, que eran terratenientes y terminaron
completamente arruinados. Pasaron entonces a formar parte de una clase en
Valencia con maneras y mentalidad de mantuanos pero sin medios económicos.
- - Quizás ese origen te dio un salvoconducto para
superar la impermeabilidad de esa sociedad.
- - Sí. Era
una sociedad muy cerrada por esa época de los años 40 y 50. A mí nunca me gustó
Valencia. Siempre, desde los cuatro años de edad, quería irme de allí. Lo tenía
muy claro. ¡Recuerdo sobre todo el calor! ¡La resolana que venía del techo
cuando me montaba en autobús! Me prometía a mí misma que viviría en un país
donde hubiera invierno y no hiciera tanto calor.
- - Pero fue allí donde se dio tu primera
aproximación al marxismo.
- - Al Partido
Comunista, a eso que tú llamas “el marxismo”, llegué más bien porque conocí a
un señor que era muy amigo de la familia, un personaje valenciano llamado Luis
Taborda. Era un señor increíble que tendría, no sé, 50 o 60 años de edad ya
para entonces, que me hizo conocer la poesía y la literatura y era mi mejor
amigo.
- - Aunque eras tan solo una adolescente.
- - Era una
adolescente, sí, que ya trabajaba como recepcionista desde los catorce años. En
realidad todo eso lo hacía por rebeldía. Mi verdadero interés fue siempre la
literatura y eso lo encontraba en ese señor que me regalaba libros. Además, era
la época de la caída de Pérez Jiménez, cuando todos los partidos salen a la luz
pública. Yo leía en los periódicos los discursos de adecos y copeyanos, el de
los comunistas me parecí el más inteligente. Pero tampoco tenía una formación
marxista.
- - ¿Qué dijo tu familia de tu incorporación al
Partido Comunista?
- - ¿Mi
familia? No sé… No dijo nada. Aunque creo que lo sabían. No me incorporé
propiamente al Partido, sino a la Juventud Comunista.
- - ¿Qué actividades desarrollabas en la Juventud
Comunista?
- - Eran
actividades más intelectuales, de lectura.
- - ¿Nada de batidas en la calle y ese tipo de
cosas?
- - No, en
esos momentos no había nada de eso. Era la caída de Pérez Jiménez… ¿Comprendes?
Bueno, no sé si has vivido bajo una dictadura. La de Pérez Jiménez era una
situación de encierro que se reflejó en la familia venezolana: a veces
reflexiono sobre el autoritarismo en la familia venezolana de esa época y creo
que se debía al miedo exterior que atravesaba los umbrales de la casa. Como
había tanto miedo, todo estaba muy controlado. Entonces, a la caída de Pérez
Jiménez, fue todo lo contrario. La euforia, la apertura… Y después vino la
Revolución Cubana. Nosotros sentimos, y casi todo el mundo sintió lo mismo, que
había una continuidad en lo que estaba sucediendo en Cuba. Recuerdo que
entonces oíamos las emisiones de Radio Sierra Maestra, que aquí retransmitía
Radio Continente. Y entonces las acciones nuestras eran, por ejemplo, recoger
“un bolívar para la Sierra Maestra”. Pero era una cosa muy espontánea.
- - Sin embargo, debes haber subido algunos escaños
en la Juventud Comunista. La representaste en congresos internacionales.
- - Viajé a
Viena al congreso de juventudes comunistas que, creo, todavía se realiza cada
dos años. Pero fue por un simple contacto con Cayetano Ramírez, que entonces
era dirigente del PCV en Valencia. Yo no ando en búsqueda de jerarquías de
poder. Lo que sí es verdad es que, cuando estoy integrada a una actividad, me
involucro de manera tal que se me reconoce.
Como en un tour de
quinceañeras, la teenager Elizabeth
Burgos conoció Europa. Pero en vez de Teolita como monitora del grupo, el
legendario Fabricio Ojeda era el jefe de la delegación. Además de degustar las
delicias de la vieja capital imperial durante el Festival Mundial de la
Juventud, desandaron, vía Roma y por ferrocarril, los durmientes del socialismo
real posestalinista hasta Moscú, la capital del imperio de los trabajadores.
De regreso, el telón de acero sería apenas una cortinilla en el Rubicón
de Elizabeth Burgos: el Gran Canal de Venecia.
-
Cuando
regresamos de Moscú el tren se detuvo en Venecia. Ya, cuando íbamos, desde el
tren pude ver el Gran Canal… Me lució una maravilla esa ciudad. Así que supe en
ese momento, parados en Venecia, que si llegaba a Roma iba a tomar el avión
para regresar a Venezuela. Pero si me bajaba allí iba a conocer esas
maravillas. Me quedé. Caí en una pensión manejada por unos italianos que por
casualidad tenían familia en Venezuela. Después me encontré con un señor que
trabajaba en los ferrocarriles, que me hizo el favor de cambiarme el pasaje que
tenía de Venecia a Roma. Me preguntó a dónde quería ir y le dije: “París”. Es
que yo había conocido a Roberto Guevara en un tranvía en Viena. Él andaba
paseando con una hindú, que después fue su esposa, que al verme pensaron que yo
también era de la India. Cuando Roberto descubrió que era venezolana, me dio su
dirección y me dijo: “Si vas por París, me llamas”. Fui y al llegar lo llamé.
Me citó en la Ciudad Universitaria y allí me invitó a desayunar, junto a
Helenita Delgado, la hija de Delgado Chalbaud. Así me quedé en París.
La
joie de vivre parisién apenas fue un mal chiste para
Elizabeth, entonces adolescente y, como siempre, menuda. Mientras toda una
generación de venezolanos, afincados sobre la pértiga de los petrodólares,
saltaba de una a otra orilla del Sena con pasión bohemia para mejor consuelo
del forzado exilio betancurista, la Burgos se hizo una virtual espalda mojada
para costear su aventura europea.
-
Llevé la
vida de las muchachas europeas que viajan a París para aprender francés:
trabajé para vivir. En la Alianza Francesa aún hay una oficina a donde van las
familias que necesitan una muchacha para cuidar a sus hijos. La obligación es
tratarla como a alguien de la familia, darle una habitación, comida y una
mesada. Así trabajaba yo.
-
A un venezolano que vivía obnubilado por las
delicias de París, le comentaste que sabías lo duro que era vivir allí
trabajando.
-
Sí, porque
yo era la única allí que trabajaban. Todos los demás venezolanos tenían becas.
-
Todos, ¿quiénes?
-
Estaban
Juan Sánchez Peláez, Alfredo Silva Estrada, Oswaldo Vigas, el Chino Hung, Manuel Espinoza…
-
Ese contraste, ¿era muy duro para ti?
-
No, bueno,
no era por quejarme. Era por decirles que ellos tenían más tiempo para su arte.
-
¿Seguías militando?
-
Había una
célula de venezolanos. La dirigía Rafael José Cheché Cortés, un hombre muy generoso, miembro de alto nivel del
Partido Comunista. Él nos reunía. Era una especie de papá. Hacíamos reuniones
informativas sobre la situación de Venezuela.
-
Pero sin la pretensión de arreglar el país
desde París.
-
Me imagino
que sí… Supongo que ese era el principio de la actividad; no lo decíamos
porque, bueno, estaba ahí, tácito. Aunque sí hacíamos cosas. Colaborábamos con
el FLN argelino pero, claro, de una forma discreta.
-
¿Por ejemplo?
-
Dándole
pasaportes. Era muy fácil reponer después los pasaportes en el consulado
venezolano. Pero aparentemente nos descubrieron. A la policía le debe haber
llegado la información porque en un momento dado, que tuve que viajar de París
a Roma, Me detuvieron en la frontera. Era un viernes por la noche, de modo que
no se podía consultar hasta el lunes. Me dejaron detenida durante el fin de
semana; pensaba que era argelina y que mi pasaporte era falsificado. Había
mucho control. Por supuesto, el lunes se aclaró todo. Llamaron a París y vieron
que era venezolana.
El incidente, apenas una ráfaga extraviada del frente argelino que rozó
a una venezolana en trance de concluir sus estudios de francés, fue un
catalizador para que Elizabeth Burgos se uniera al ejército de brazos que
marchaba al Este para nutrir las calderas del milagro económico alemán. Tras
doce meses en una fábrica de Múnich, Burgos regresa a Venezuela. Quizás no con
la fruición de un Pérez Bonalde, pero sí con el afán de hacerse de un medio de
vida. Sin pergaminos académicos, apenas con el aval de la pasantía gala, atrapó
algunos destajos en la Universidad Central de entonces, sitiada por la lucha
antisubversiva. Un día, en el cubículo de un profesor amigo, Oswaldo Barreto,
se topó con un periodista francés que llegaba a Venezuela para completar un
reportaje sobre la guerrilla local y uno de sus líderes, Douglas Bravo. El
émulo tardío de John Reed se llamaba Régis Debray.
-
¿La relación derivó de inmediato en nexo
afectivo?
-
Sí. Era un
francés que se interesaba por América Latina. ¡Era como una síntesis de todas
mis preferencias, jajaja! Porque yo venía de Francia, hablaba francés, me había
identificado mucho con la cultura francesa, claro, sin idealizar nunca ni a
Francia, porque yo había vivido allí en plena guerra de Argelia. Eso me
inmunizó contra todo idealismo. Francia tiene un pueblo que no es simpático,
con muchas mezquindades, pero que vive de la fama de los franceses
excepcionales; porque, eso sí, cuando los franceses son formidables son mejores
que todo el mundo. Yo entonces veía a la policía francesa y a la represión, la
O.A.S. y a los que decían que Argelia tenía que ser francesa, pero también veía
a otros que se oponían a riesgo de sus vidas. Francia es eso: por una parte es
Le Pen, reaccionaria, conservadora, pero por la otra es gente universal de
mucho valor.
-
¿Pensabas quedarte en Venezuela?
-
Sí. Pero
entonces Oswaldo Barreto cayó preso. Supimos que le interrogaron sobre
nosotros, Régis y yo. Entonces salimos a Colombia por tierra. Imaginaba que así
podíamos seguir hasta Bolivia. En Cali me encontré con un amigo que había
conocido en París, Enrique Buenaventura, que nos alojó en su casa. Él
comprendió perfectamente lo que yo quería hacer, recorrer América Latina,
conocer las diferencias que había entre nosotros porque, claro, hasta entonces
los latinoamericanos en París habían sido los argentinos, los chilenos, sobre
todo, pero los bolivianos en Alemania me habían parecido completamente
diferentes. Entonces Enrique me dio una carta para Oswaldo Guayasamín en
Ecuador. Nos dijo: “Él va a entender lo que ustedes están haciendo”. Y nos
fuimos a Ecuador. Fue un gran descubrimiento para nosotros, porque Ecuador es
un país de gran belleza, de una gran dulzura que se refleja también en su
gente. Llegamos a casa de Guayasamín con la carta y nos dijo: “Mañana los
invito a almorzar”. Ese día le tuvimos que leer la carta, completa, hasta el
final; y con esa gran generosidad de Guayasamín nos invitó a quedarnos en su
casa. Me quedé dos meses.
-
Tenían Chile como destino, ¿no? La fortuna
terminaría por desviarles a Bolivia.
-
No. El
objetivo inicial de Régis era Colombia, porque le fascinaba la historia de ese
país. Y el mío era Bolivia. Lo que pasó fue que de Ecuador seguimos a Perú. Y
en Perú tuvimos un problema absolutamente ridículo. Fuimos a una manifestación
en homenaje a José Carlos Mariátegui y allí caímos presos. Seguramente la
policía había obtenido información de la guerrilla. De la cual nosotros no
sabíamos nada, por cierto. Pero la policía seguramente actuaba sobreaviso,
estaba controlando a la gente de izquierda que estaba en esa manifestación, una
cosa absolutamente pacífica, pero vieron a dos personas que no conocían. Se
dieron cuenta de que uno era claramente extranjero, rubio… Además, Régis andaba
en ese momento con salvoconducto, porque había perdido su pasaporte. Y en ese
momento llegaba a Perú el presidente de Alemania Federal. Quizás temían un
atentado. Entonces crearon una versión, como lo hacen todas las policías de
Europa y América Latina: que si la gente de Moscú (el apellido de Régis lo
deformaron a “Debreski”) y todas esas cosas… Por eso en estos países la única
cosa sería es la literatura, porque siempre estamos en la ficción.
-
¿Era primera vez que estabas presa?
-
Sí. Caemos
presos y a él lo tienen en la policía y a mí me llevan a la cárcel de mujeres
de Chorrillos. Pero todo esto coincide con la llegada al Perú de un emisario
del general De Gaulle que venía a organizar su gira por América Latina. Se
entera de que Régis está preso, y de que es el hijo de su íntima amiga, Jeanine
Alexandre Debray, vicepresidenta del Consejo de París… Entonces fue cuando me
di cuenta de las relaciones de Régis. Hasta entonces no sabía nada. La embajada
francesa interviene y lo ponen en libertad. Régis hace gestiones para mi
liberación. Los peruanos ya se habían dado cuenta de que nosotros no estábamos
haciendo nada, que éramos unos inocentes completos, pero no podían echarse para
atrás. Lo que nos dijeron fue: “No los vamos a expulsar, pero queremos que se
vayan. Los vamos a llevar hasta la frontera con Chile y los vamos a dejar por
ahí. Ustedes pasan solos, porque si los ven con nosotros no los van a dejar
entrar”. Nosotros queríamos ir a Bolivia, no a Chile, porque en Lima habíamos
conocido a alguien seguiría siendo importante para nosotros por mucho tiempo, y
que todavía sigue siéndolo, Líber Forti. Él era un anarquista argentino que en
Bolivia se había convertido en la mano derecha del legendario dirigente
sindical, Juan Lechín. En gran parte fue gracias a él que se consiguió en
Bolivia esa maravilla que era la unidad sindical, a pesar de que los dirigentes
sindicales eran uno trotskista, el otro comunista y Juan Lechín, que era
lechinista. Forti hacía la relación entre esa troika; como ellos sabían que él
no tenía que defender ningún interés partidista, funcionaba como la correa
transmisora de ese movimiento sindical tan importante en la historia de
Bolivia. La anarquía de Liber era tan grande que él no tenía relaciones con
ninguna organización anarquista. Lo conocimos en Perú. Él era un apasionado de
Bolivia, y al ver mi pasión por Bolivia, entonces, por supuesto, una amistad
nació. Por él fue que desde Perú íbamos a Bolivia, no pensábamos en Chile.
-
¿Qué les impidió ir a Bolivia?
-
Con el
escándalo que armaron los peruanos, el cónsul de Bolivia no quiso darnos la
visa. Fuimos entonces a Chile. Llegamos en plena campaña electoral: Allende era
candidato en las elecciones que a la postre ganó Frei. Un día íbamos por las
calles de Santiago y de repente me fijo en u hombre que se parecía a Rimbaud,
con el pelo largo, las piernas flacas, abrigo y bastón… Y veo también que Régis
se le acerca y le habla. Era que se habían conocido. Entonces aquel hombre nos
llevó a una comunidad de artistas donde vivía: había un escultor, una actriz de
teatro… Nos quedamos por un tiempo.
-
¿Quién era el personaje?
-
Juan
Capri, pintor y cantante folklórico. A esa casa, después, llegó a vivir Violeta
Parra. Y allí fue donde ella fundó La Peña. A Violeta la conocí en París.
Tocaba en L’Escale, donde también tocaban Paco Ibáñez y Jesús Soto, a quien
conocí cuando no era famoso y tocaba en boites…
En Chile pedimos la visa boliviana y nos la concedieron. Nos fuimos a Bolivia.
Y realmente no me decepcioné. Era tan apasionante como me lo había imaginado.
En La Paz, René Zavaleta Mercado, a sus 28 años todo un precursor yuppie
del altiplano, enfant terrible del
gabinete ejecutivo de Víctor Paz Estenssoro, la acogió en la nómina del
Ministerio de Petróleo. Entre tanto Debray, en una evasión quizás premonitoria
de su venidera epopeya boliviana con el Che, siguió viaje a Argentina, Uruguay
y Brasil. Pero el empleo resulta de verdad temporal: Burgos debe huir a Chile
de nuevo para escapar del golpe del general Barrientos. Allí recibe un boleto
aéreo para viajar a París, que su Régis le ha enviado. Un erróneo rapto de
nostalgia la lleva a hacer escala en Caracas.
-
Entré sin
problemas por Maiquetía. Era cerca de Navidad, y los venezolanos en Navidad son
muy simpáticos. Pero a la salida vieron mi pasaporte y preguntaron: “¿Cómo
entró? Usted tiene prohibición de entrada al país”. Me llevaron a Los
Chaguaramos, al edificio Las Brisas, ese lugar tan simpático que era sede de la
policía política, entonces la Digepol, y allí me tuvieron por una semana.
-
¿Qué pretendían con tu detención? ¿Buscaban una
información específica?
-
No.
Estaban como muy confundidos. Claro, me interrogaron, me ficharon. Pero nada
más. Yo siempre, en esos trances de viaje, me llevo uno o dos libros. Recuerdo
que esa vez que me detuvieron en la frontera francoitaliana llevaba El Rojo y el Negro de Stendhal. Y en la
Digepol me la pasé igual, leyendo, con una diferencia: oía los gritos de la
gente a la que torturaban. Afortunadamente, mi familia hizo intervenir a unos
amigos militares que conocían. Me llevaron al aeropuerto y me pusieron en un
avión a París.
-
Aún la Disip se debe preocupar cada vez que ve
que llegas a Maiquetía.
-
No sé.
Pero tengo una relación especial con esa gente. A veces me reciben
especialmente bien.
De nuevo en el recodo parisino, una invitación desde La Habana es el
pivote para que Elizabeth y Régis Debray acudan al concilio universal del
foquismo: la Conferencia Tricontinental.
Las encendidas deliberaciones les sirven de coartada para codearse con el
liderazgo del naciente Tercer Mundo (“el que más me impresionó fue Amílcar
Cabral, como personalidad y como inteligencia”). Para Burgos Cuba, tan parecida
y tan distinta a su Venezuela natal, fue la concha donde se refugió por dos
años, tiempo suficiente para completar estudios de Filosofía en la universidad.
Para el francés, en cambio, representó el spring
training previo a la temporada mayor: la guerrilla en el selvático
piedemonte boliviano junto a Ernesto Guevara.
-
Entonces
estaba la tesis de la lucha armada cuyo eje central era la presencia del Che en
América Latina. La gente decía que el Che estaba muerto. Pero aunque nadie
hablaba de eso, ni preguntábamos, era evidente que había un gran proyecto del
que e Che formaba parte.
-
¿Cómo se evidenciaba?
-
En todo lo
que se preparaba. Fidel y el Che eran los principales propulsores de la tesis
de la lucha armada. Mira: la noción del internacionalismo del cubano siempre ha
sido muy fuerte, lo mismo que la del venezolano. Yo creo que por eso se
identifican tanto ambos pueblos. Y allí se estaba desarrollando un concepto de
nacionalismo continental, una noción de América Latina a partir de los
presupuestos bolivarianos y martianos. No era eso de “vamos a hacer la lucha
armada porque nos gusta andar con una pistola y una ametralladora”. No. También
había la tesis del apoyo a Vietnam, entonces en guerra con Estados Unidos,
obligando a los norteamericanos a distraer sus fuerzas en otras zonas. Era la
época en que los cubanos estaban en plena polémica con los norteamericanos, con
los rusos y con los chinos, a la vez; o sea, más radicales no podían ser. Y
nosotros, que intentábamos desarrollar ese nacionalismo latinoamericano, nos
identificábamos con eso.
-
¿Fue durante ese lapso que Régis Debray
desapareció?
-
En ese
lapso se fue a Bolivia.
-
¿Te comunicó que se iba?
-
Sí.
-
Pero era un asunto confidencial.
-
Sí. Pero
yo no era solamente su familia cercana. Yo estaba allí porque había un proyecto
con el que me identificaba.
-
¿También te dijo que se iba a luchar con el
Che?
-
Eso nunca
se dijo. “Che” era un nombre que no se pronunciaba. Pero igual yo me podía
imaginar que era algo con el Che.
-
Se dijo con insistencia que Debray tuvo que ver
con la delación de dónde se encontraba el Che Guevara. ¿Qué te comentaba sobre
eso?
-
Sí, hubo
esa versión. Y otra de Tania como supuesta agente soviética. Esas versiones las
difundió la CIA porque ellos dos eran los personajes de mayor simpatía. Tania
por ser mujer y alemana, que se había incorporado con tal coraje a la lucha que
los propios militares bolivianos la admiraron; incluso cuando la enterraron le
rindieron honores. Entonces la CIA trató de desprestigiarla. Y también lo
intentó con Régis.
-
Esa versión, ¿indigna a Debray?
-
Por
supuesto. Sería mejor que no existiera. Todavía la siguen usando los exiliados
de vez en cuando. Pero ante tantas cosas que se dijeron, entre tanto dolor y
sufrimiento por la pérdida del Che, fue un detalle mínimo.
-
Pero, contrariamente a la mayoría de sus
camaradas, Debray sobrevivió a la aventura del Che en Bolivia. ¿no abona ese
hecho a las sospechas de delación?
-
No. Régis
sobrevive por las relaciones de su familia, que hizo intervenir al propio
general De Gaulle. El padre de Régis estaba muy relacionado con una hermana de
De Gaulle, casada con un gran amigo suyo en Calais. Fue a través de ese nexo…
Aunque, por supuesto, De Gaulle conocía muy bien quiénes eran ellos, los
Debray. Ese fue un elemento. Y el otro fue la misma CIA. Los norteamericanos no
quisieron que lo liquidaran porque preferían interrogarlo. Ya después, cuando
quisieron liquidarlo, era muy tarde: la primera versión que dio el Gobierno
boliviano fue que Régis había caído en combate. Pero, entre tanto, el embajador
francés en La Paz se había movido. Era un hombre cuyos hijos habían muerto en
un atentado de la O.A.S., y que además había estado en la Resistencia contra la
ocupación nazi. También muy amigo de la mamá de Régis. Sabía perfectamente que
Régis no había muerto.
-
En la campaña de liberación de Debray cumpliste
un papel importantísimo.
-
Eso fue en
la etapa siguiente, cuando, tras la muerte del Che, salgo de Cuba. Hasta
entonces no podía salir de Cuba por razones de seguridad.
-
Tuviste que casarte para verlo en prisión.
-
Sì. Salgo
a París y es entonces cuando los militares bolivianos, para mejorar su imagen
internacional, me proponen permitirme la entrada a Bolivia para entrevistarme
con Régis pero con una condición: que nos casáramos. Por supuesto, acepté.
Entonces Régis llevaba un año que no hablaba con nadie. Viajé a Bolivia con su
madre, la boda se realizó…
-
¿Con ceremonia y todo?
-
Imagínate
una ceremonia allí, entre el Chaco y la selva amazónica, con el alcaide de la
prisión como oficiante, todo confundido con esos nombres en francés. Pero justo
al día siguiente se supo que los cinco sobrevivientes del grupo del Che
intentaban escapar a Chile por la cordillera. Se monta un gigantesco operativo
y ya sabes cómo funciona la preventiva de los organismos de seguridad: se me
ordena que salga de inmediato de Bolivia. Me hicieron ir a Brasil. Y me dijeron
que solicitara en Brasil la visa para regresar a Bolivia. Pero fue un engaño.
Esperé como dos meses en Brasil y nunca me la dieron. Entonces regresé a París.
Era a finales del mes de abril de 1968. Al llegar a París tomo un taxi que se
detiene de repente, yo no entendía por qué… Era una manifestación. Total que me
agarra el mayo del 68. Me tuve que quedar en Francia, porque el país estaba
paralizado.
-
¿Se te vio en las barricadas?
-
No. Mayo
del 68 fue un fenómeno muy interesante pero, frente a todo lo que estaba
ocurriendo en América Latina, lo que yo había vivido con la muerte del Che y de
tantos compañeros, y la condena para Régis a 30 años de prisión, por supuesto,
yo tenía que relativizar todo aquello. Era apenas un movimiento estudiantil. Yo
sabía que en Francia no habría las consecuencias a la que con frecuencia las
cosas llegan en América Latina. No es que no me interesaba el movimiento, ¡me
interesó muchísimo! Iba a la Sorbonne, al Odeón, pero yo sabía a la vez que el
Gobierno francés me estaba ayudando para obtener la liberación de Régis, y no
podía ponerme en actitud beligerante cuando yo sabía que necesitaba ese apoyo.
Los
muchachos del 68 se divirtieron
y la república sobreviviente, magnánima, les suministró una ilusoria dosis de
poder. Algo parecido ocurrió con Debray. Liberado finalmente del cautiverio
boliviano a comienzos de los 70, luego no pudo o no quiso eludir los barrotes
del ancien régime. Revisó las
desmesuras radicales desde su asimilación a la izquierda exquisita en Francia,
y ya como lugarteniente del líder socialista, se hace un espacio en la primera
presidencia de Francois Mitterand. El matrimonio con Elizabeth, ileso hasta
frente a los rigores del confinamiento, no soportó los embates de la
celebridad. Aunque la venezolana hizo méritos para su propio botín: entre 1983
y 1988 dirigió la estatal Casa de América Latina.
- Cuando
Régis sale de Bolivia hubo una especie de arritmia entre nosotros. Él vuelve a
Cuba, pero yo no quise ir. Claro, tras cuatro años en prisión, él quería ver
cómo estaban las cosas. Pero en esos mismos cuatro años yo había estado en
Praga cuando llegaron los tanques soviéticos, había experimentado el fracaso de
la guerrilla, y por supuesto eso me había llevado a una revisión de mis ideas políticas,
por la que supe que por allí no iba la cosa.
- De entonces data la ruptura.
- No,
nuestra separación fue más tarde. Habíamos seguido viviendo como siempre, con
una gran libertad. Aunque sí creo que en nuestra crisis hubo la influencia de
que él se convirtió en un personaje. El Régis que conocí en Caracas era un
simple estudiante; después yo sí pasé a ser solo la esposa de Régis Debray.
Cuando te ven como vedette, como personalidad, la relación deja de tener la
sinceridad de antes. Esa necesidad de ser yo misma, indudablemente, contribuyó
a la crisis de la pareja. Estuvimos juntos hasta que nuestra hija cumplió
cuatro años, en 1980. Aunque hoy tenemos muy buenas relaciones.
- ¿Qué papel tuvo en la separación la chilena
Carmen Castillo, hija de un ministro de Allende, en la separación?
- Regis, tal
como yo, nunca ha vivido con otra pareja, en realidad. Pero con respecto a su
vida, la verdad, tienen que ir a entrevistarlo a París. Ya me cuesta hablar de
mi vida, cómo voy a hablar de la de los demás.
- Sin embargo, no has disuelto tu vínculo
matrimonial. Para el Estado francés sigues siendo la señora Debray. ¡Es algo
adrede o un descuido?
- Mira, la
verdad es que no pienso en eso. Y así como nunca pensé en casarme. Tampoco
necesito deshacer eso.
- Se podría pensar que, siendo los Debray una
familia influyente, resulta conveniente mantener ese apellido.
- Pues no,
mantengo con los Debray una relación que está por encima de la que tengo con él
porque, sencillamente, se forjó en un momento muy dramático. Puedes imaginar
que, para una pareja de franceses burgueses que piensan que su hijo está en
Cuba dando clases en la universidad, es muy fuerte de repente enterarse de que
su hijo murió en combate con una columna guerrillera en Bolivia. Y fue en esa
situación de mucha angustia y mucho dolor que los conocí. Eso nos dio una gran
compenetración, porque esa gente se transformó después de la noticia. Y en lo
que respecta a ambiciones de poder: mi relación con la señora Mitterand, por
ejemplo, o con el poder socialista, viene por mi lado personal. Porque ellos,
los Debray, nunca han sido precisamente socialistas.
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RECUADRO 1
Bolivia über alles
Una maniobra de pinzas, inspirada por Alain Resnais, llevó a Burgos a salvar
la eterna tirria que separa, como una línea Maginot anímica, a franceses y
alemanes. Vivió un año en Baviera.
“En la Alianza Francesa tenía una amiga alemana que se regresó a su país
y me invitó a irme con ella a Múnich. Pero la motivación intelectual de mi
viaje fue el conocimiento de la historia de Alemania. Yo había visto con esa
amiga La guerre est fini de Resnais,
y me impresionó que ella saliera conmovida del cine, porque no sabía que nada
de eso hubiera sucedido, a pesar de que su padre había sido militar. Me extrañó
que los alemanes no supieran lo que había pasado en su país. Además, cuando yo
llego a Francia estaban en plena guerra de Argelia. Los que estaban en contra
de la guerra hablaban mucho de la época de la resistencia contra la ocupación
alemana. Eso se actualizó mucho”.
En las riberas del Isar conoció a los estudiantes bolivianos,
prolegómeno quizás de su nexo, futuro y vitalicio, con ese país. “Los
bolivianos eran gente apasionada por su país, solo hablaban de él. Había una
colonia grande porque la burguesía boliviana educaba a sus hijos en el Colegio
Alemán, el mejor de La Paz. Pero esos muchachos, a pesar de ser burgueses, no
tenían tanto dinero como los venezolanos y debían trabajar. Ellos me
consiguieron un empleo en una fábrica de partes cromadas para automóviles. Al
principio tenía que hacer brillar los topes de aluminio con una pasta de
nitroglicerina. Después me pasaron a la cadena de producción, donde se
transportaban las tazas que hacían para todas las marcas alemanas de automóviles.
Lo interesante era que había muchos obreros españoles. Y como yo iba a la
universidad y estudiaba alemán, servía de intérprete en los conflictos que de
pronto se presentaban”.
RECUADRO 2
Barbarella
“Viví una larga temporada en California en casa de Jane Fonda”, cuenta
Elizabeth mientras pasa revista a su transnacional Régistro de amistades. “Ella
me invitó a Estados Unidos. La conocí mientras Régis estaba en prisión. Cuando
llegué a París desde Cuba, había conocido a Jorge Semprún en La Habana y nos habíamos hecho muy amigos.
Jorge se enteró de mi llegada y me llevó a casa de Simone Signoret. Simone, con
esa generosidad de madre amplia que ella tenía, me preguntó dónde estaba
viviendo y me dijo: “Si tú te quieres instalar aquí, bien, mi hijo se casó y se
fue y tengo un apartamento libre arriba”. Viví en casa de Signoret durante todo
el tiempo que Régis estuvo preso, y cuando vino también vivimos allí. Y fue en
esa época, una noche en casa de Dominique Éluard, la viuda de Paul Éluard, que
me ayudó muchísimo en la campaña por la libertad de Régis, que conocí a Jane.
Con ella fue una amistad instantánea. Estuve con ella todo un año en santa
Bárbara, participando en sus giras políticas”.
RECUADRO 3
Intelectual
Dos grados superiores (psicología y antropología), un libro-testimonio
de vida (Me llamo Rigoberta Menchú y así
me nació la conciencia, editado por Argos-Vergara en castellano), y su
período al frente de la Casa de América Latina (de la cual, según versiones,
fue despedida, pero ella aclara que está “en año sabático”) no han cimentado un
perfil de escritora e intelectual para Elizabeth Burgos. “He escrito poco
porque es una cuestión de ritmo vital. He estuve en una época moviéndome,
viajando mucho; y luego entré a otra etapa, de reflexión. Tal vez< sea un
lastre para su esfuerzo, hasta ahora infructuoso, por publicar en España la
traducción, hecha a cuatro manos con Severo Sarduy, de los poemas de la rusa
Marina Tsvetaieva. Y también para conseguir un sponsor que le permita irse a
Andalucía e iniciar “un proyecto de antropología”.
Esa cautela en la propagación de su imagen se agudiza en Venezuela. Su
distancia con el sauditismo criollo (en franco proceso de extinción) más allá
de su pasaporte francés, que “no me siento ni venezolana ni francesa. Diría que
me siento latinoamericana. Desde pequeña sabía que iba a irme de Venezuela. Y
para mí la Venezuela petrolera no es la verdadera Venezuela. La Venezuela que
llevo dentro de mí tal vez se acabó. Yo creo que no. Y por eso yo tuve aquí un
amigo muy entrañable, Aquiles Nazoa, con el que me entendía muy bien, y yo le
decía: “La Venezuela latente está allí, un día va a surgir; todo esto es como
un escenario”.
Ese prejuicio no es suficiente para apartarla de la colonia venezolana
en París. Pero sí para empañar sus relaciones. “En París no pertenezco a
ninguna colonia. Me muevo en varios medios. Me siento extranjera en Venezuela,
sí, pero no con respecto a París y Europa, sino en relación con Bolivia y Chile…
El contraste entre el modo de vida de los bolivianos, por ejemplo, y el
despilfarro venezolano, con la prepotencia que eso traía, no me agrada”.