24 de diciembre de 2011

¿Quién le teme a Mister Danger?


N. de R.: Este es el primer texto que escribo especialmente para el blog y que no forma parte de una publicación anterior. Resulta que George W. Bush ha vuelto a dar la cara para impulsar las ventas de sus memorias o el lanzamiento de su biblioteca presidencial, y la ocasión se me hace propicia para reconstruir en la memoria y el teclado un encuentro que sostuve con él, junto con otros colegas extranjeros, en la Casa Blanca, hace casi cinco años. En su momento me abstuve de escribir sobre la cita porque no estaba seguro de si así estaría sirviendo por mampuesto a agendas ajenas, más poderosas y abarcadoras que mi propio panorama de testimoniante. Algunos de sus pasajes entonces pudieron constituir primicias periodísticas, tanto como causales para que, en medio de la polarizada política venezolana, se abriera una investigación penal. Pero ahora que el mismo ex presidente Bush se proclama fuera de la política, que Rodríguez Zapatero y Lula Da Silva ya no están en el poder, y que Obama finalmente ha conseguido encarnar el tan ansiado adversario imperial para Chávez, creo que los aspectos más cortantes del relato por fin podrán haber perdido algo de filo.

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Así que, helo aquí, al Presidente de Estados Unidos de América, George Walker Bush.

Es un poco más alto que yo (aunque más bajo que como lo imaginaba) y se mantiene risueño mientras nos recibe uno a uno con la mano extendida, a las puertas del Salón Oval.

Con la primera impresión no consigo saber si es su estatura cercana o su sonrisa franca -todo lo profesionalmente franca que, supongo, puede parecer después de años de práctica- aquello inesperado que desarma mis prejuicios. Desde ese instante me obligo a recordar que es el mismo político que consintió las cárceles clandestinas donde se aplicaba el tormento del Submarino, que es el amo y señor del botón rojo y que no escasean las buenas conciencias que lo quisieran ver en el banquillo de un tribunal internacional.

Pero al mismo tiempo percibo algo que de ningún modo se corresponde con la caricatura del primogénito atorrante, torpe, dado por igual a la juerga que a la boutade, que en el filme W de Oliver Stone sólo busca compensar su complejo paterno para mostrar al Viejo Bush que sí da la talla en la misión de hacer Historia.

Tal vez sea una persona equivocada, tal vez ruin, tal vez chata y simplona. En la próxima hora y fracción que pasaremos con él no tendré oportunidad para comprobarlo o refutarlo. De lo que sí quedaré convencido es de que es un líder por sí mismo.

Era septiembre de 2007. Yo había llegado a Washington DC con el único propósito de recibir el Democracy Award que ese año fue otorgado al Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela (Ipys Venezuela), que dirijo, así como a los periodistas Hisham Kaseem, de Egipto; Kavi Chongkittavorn, tailandés, Presidente de la Asociación de Prensa del Sureste Asiático; y a la mártir del periodismo ruso, Anna Politkovskaya, quien había sido asesinada por pistoleros a sueldo menos de un año antes en Moscú.

A la postre recibiríamos el galardón en un salón del Congreso de Estados Unidos, tal como el protocolo señalaba. Pero persistía cierta duda sobre si el entonces presidente Bush tendría oportunidad de ofrecer a los ganadores una audiencia, no del todo prevista en el programa, aunque por tradición establecida como una usanza de cortesía. Las exigencias de seguridad y la agenda presidencial mantenían en vilo las expectativas; y fue con menos de 24 horas de antelación que finalmente supimos que, en efecto, Bush esperaría por nosotros a la mañana siguiente.

Asistimos los receptores del premio. A nombre de Politkovskaya, estuvo presente la colega Elena Milishina, quien en el semanario Novaya Gazeta de Moscú había heredado de la difunta reportera la deletérea cobertura del conflicto en Chechenia. A mí me acompañó mi pareja de entonces.

Antes de que se nos diera paso a la Casa Blanca, bromeábamos sobre la etiqueta a seguir. Me pareció que, para todos, era el primer encuentro con un presidente de Estados Unidos de América, el hombre al que una fórmula simplista pero ampliamente aceptada concede el título del más poderoso del mundo. Desconocíamos –aunque a unos nos preocupaba más ese desconocimiento que a otros- si estábamos apropiadamente vestidos o si debíamos haber preparado unas palabras.

Enseguida la chanza dejó su lugar a un cierto asombro. La Casa Blanca y su entorno destacan por su sencillez. A mi juicio y por lo que recuerdo, no hay nada imponente ni en la arquitectura ni en los símbolos. Tal vez no haga falta ninguna pompa porque ya el sitio, en sí mismo, es el símbolo que se hace venerar.

El asombro vino cuando comprobamos que el acceso a ese recinto de poder planetario es (o era entonces) casi tan sencillo como la adustez de la construcción. En el primer puesto de control un solitario infante de Marina comprueba las identidades y llama para avisar la llegada de los visitantes. Una vez autorizado el acceso, no habrá más chequeos. Un corto sendero por un jardín conduce hasta el vestíbulo. Allí nos topamos con un par de funcionarios de la sede, una secretaria (o secretario) en un escritorio y otro Infante de Marina que hace guardia con una pose más estatuaria que amenazante. Se pasa luego a un saloncito circular, desprovisto de mobiliario. Si su geometría inusual no bastara para advertir que se está en la antesala del famoso Salón Oval, un grupo de pendones, registro de decenas de campañas militares contra enemigos exteriores e interiores –abundan las referencias a naciones amerindias puestas en derrota-, deja saber al menos que se está cerca de la historia.

Se abre una puerta y Bush sale a nuestro encuentro. Tras hacernos pasar, vamos quedando alineados en formación cerrada, hombro con hombro. Estamos en la Oficina Oval. De tan vista, pasaría por un set televisivo. Pero no es utilería. A nuestras espaldas queda el escritorio del presidente, original del primer Roosevelt, Theodore. Es Bush quien pasa revista al abolengo del mueble. Luego señala, justo en la pared de enfrente, un pequeño retrato de George Washington, el padre de la patria y primer presidente, aunque Bush prefiera un chiste para identificar al personaje: “El primer George W.”.

En persona, Bush hace gala de un cierto donaire y hasta, sí, de un carisma que desdicen de la grisura que el lugar común le impone. Y es que, como caí de inmediato en cuenta, algo más que suerte, contactos, dinero y un apellido debe hacer falta para ganar cuatro campañas electorales –contando sus candidaturas para la Gobernación de Texas y para convertirse en el cuadragésimotercer presidente de la Unión. En la vida real, el Chance Gardener de Jerzy Kosinski –nuestro criollo Diente Roto- no sobreviviría a los caucus de arranque.

Pasa por una persona en verdad encantadora y su presencia llena la sala. También es cierto que la ocasión se le presta para el buen humor. Se nos informó de antemano acerca del gran entusiasmo que en Bush despiertan los que él llama Freedom fighters, sobre todo los disidentes en desventaja contra regímenes opresivos, y por su modo de brillar es posible que en ese instante nos estuviera tomando por tales.

Se propuso dialogar con cada uno de nosotros, muy en breve, sobre situaciones de nuestros respectivos países. Pero en los siguientes minutos su conversación se decantó, en definitiva, por Venezuela. Razones tendría, explicó, para salirse del guión: Venezuela se le hacía cercana porque su padre, el ex presidente Bush, con frecuencia iba allá a pescar. También su hermano Jeb vivió en Venezuela. Por último, el tema le brindaba la oportunidad de usar algunas de las palabras en español que ya de niño aprendió en su natal Texas.

Días después de la reunión, el influyente columnista de The Washington Post, Jackson Diehl, citaría al colega egipcio Kaseem en tono de reproche: “Egipto era la menor de las prioridades” de Bush, se quejaba en su declaración el eminente editor de El Cairo tras asistir al encuentro. Según Kaseem, al hablar con mayor interés sobre “Birmania, Venezuela y Rusia”, el presidente de Estados Unidos puso en evidencia qué tan en segunda fila se marchitaba el interés por Egipto en la agenda exterior estadounidense (y eso sin que entonces se pudiera imaginar que ya estaba en ciernes la revuelta que cuatro años más tarde iba a derrocar a Hosni Mubarak).

Vale expresarlo al revés: si el tiempo dedicado por el presidente en su conversación indicaba algo sobre el orden de prioridades en los asuntos externos de Washington, no habría duda de que Venezuela estaba en el tope. Sea como fuera, Bush no sólo habló profusamente, "loud and clear", sobre lo que, a su entender, ocurría en Caracas; también lo hizo sin pelos en la lengua.

Se mostró desilusionado por la falta de compromiso de la comunidad internacional en el monitoreo de la situación en Venezuela. En especial se quejó del presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, y aseguró que en la tarea mancomunada, necesaria pero retardada, de contener a Chávez, tampoco se podía confiar en el presidente Kirchner de Argentina. Relató que el día anterior había recibido en esa misma oficina donde ahora conversábamos al Primer Ministro de Portugal, José Socrates, por esas fechas a cargo de la presidencia rotativa de la Unión Europea. Bush, conocedor de la existencia de una amplia colonia lusa en Venezuela, preguntó a Sócrates sobre su política hacia Chávez. Según contó con algo de sorna y desilusión, no recibió respuesta.

Tenía, en cambio, otra cosa que decir sobre Luiz Inacio Lula Da Silva, presidente para entonces de Brasil. A Bush le parecía que “Lula sí está consciente de lo que pasa en Venezuela”. Aún más: que superadas ya las exigencias de la reelección para un segundo término del ex dirigente sindical y, por lo tanto, dejando también atrás la necesidad de complacer, o al menos de no contrariar, al ala izquierda del oficialista Partido de los Trabajadores (PT), Lula por fin tenía las manos libres para ayudar a Estados Unidos a lidiar con Chávez. Recordó que cuando el presidente Evo Morales nacionalizó la industria petrolera en Bolivia, afectando así enormes activos de Petrobras, había llamado por teléfono a Lula para decirle: “¿Ves lo que te dije?”. Lula, de acuerdo con Bush, estaba muy enojado y culpaba a Chávez de lo ocurrido.

Vino el momento de las fotografías oficiales en el despacho. Mientras nos disponíamos a posar según las indicaciones de la fotógrafa residente, algún elemento de la composición debió ocasionar un chispazo de déjá vu en Bush quien, sin más, se excusó de antemano si esa imagen oficial, al ser distribuida, nos causaba algún problema en Venezuela. Recordaba el caso de María Corina Machado, la hoy diputada electa a la Asamblea Nacional por el estado Miranda, precandidata presidencial y, para el momento de nuestra visita (como en el de su propia visita), cara pública de la ONG Súmate. En 2005, Machado estuvo también en la Oficina Oval y una foto de ese encuentro, en la que la venezolana daba la mano a mister Danger -el seudónimo de inspiración galleguiana que Chávez le endilgó para nombrarlo- en señal de amistad y tal vez hasta de compromiso, apareció en las primeras planas de los diarios nacionales, con lo que se hizo acreedora no sólo de las invectivas más que esperadas de los voceros oficialistas, sino de dardos inclementes de columnistas de oposición.

Bush no tuvo problemas en confesarse ingenuo, pues, según dijo, pensó que con esa instantánea junto a Machado, indirectamente había expedido una cobertura de protección a la opositora venezolana. Pero que enseguida supo que la había perjudicado, ¡y cuánto! También había comprendido que cada vez que se refería al comandante Chávez no hacía más que inflar la popularidad y resonancia del presidente venezolano, y que, por lo tanto, para tranquilidad de sus asesores del Departamento de Estado, ya se sentía comprometido con la disciplina necesaria para dejar de mencionarlo.

Sin embargo con tantas cortapisas, estos encuentros privados con freedom fighters como nosotros, dijo, se le habían convertido en un gozo especial, pues constituían la única manera que le quedaba para decirle “esto” a Chávez.

El “esto” del presidente Bush sólo pudo expresarlo con un gesto impropio ya no de su investidura, sino de la cultura popular norteamericana.

Con una breve pausa, sin duda deliberada, buscó poner el acento sobre el “esto” que…

…para sorpresa y tal vez desazón de sus funcionarios…

…para obvia sorpresa de nosotros, visitantes, periodistas, que quizás nunca quisimos creer que la Historia que escriben los hombres de poder pudiera contener renglones así de ramplones…

… resultó ser un europeizado corte de mangas.

Atónitos, cruzábamos nuestras miradas. ¿Era algo que Bush quería adrede que registráramos y difundiéramos luego? ¿O un exceso imprevisto de entusiasmo le llevó a la imprudencia? En cualquiera de esos casos, ¿por qué le pareció “esto” algo más comunicable, convincente, ingenioso, universal, que la muy americana tosquedad del dedo medio?

No era, pues, momento de urbanidades. Bush había instalado una atmósfera apremiante de confianza. Así que tras su travesura, me atreví a comentarle que en todo lo que le parecía preocupar sobre la situación venezolana residía una ironía perturbadora: la revolución del presidente Chávez se financiaba con la gasolina que los ciudadanos norteamericanos, sus conciudadanos, pagaban día a día para echar a andar sus vehículos.

Bush entendió que tal vez en mi frase yacía, sin pronunciarse, una sugerencia para el boycott petrolero. Por lo tanto respondió en ese sentido: Estados Unidos no podía prescindir de los suministros petroleros venezolanos, aseguró. Aunque sólo representaran –dijo- alrededor de ocho por ciento del consumo estadounidense de petróleo, si esa fracción salía del mercado los precios del crudo se dispararían y la economía de Occidente colapsaría. Que, por lo demás, su gobierno no estaba dispuesto a hacer ninguna acción directa con respecto no sólo a Venezuela, sino a Cuba, pues pudieran malinterpretarse y generar peores consecuencias. Que, personalmente, él había decidido esperar a ver cómo las, a su juicio, erradas políticas económicas del gobierno venezolano lo llevarían al desastre. Y que en ese intervalo, para atender las situaciones (interconectadas, a su parecer) de Cuba y Venezuela, confiaba en iniciativas de personalidades europeas, sobre todo, de líderes de Europa Oriental, que habían sufrido la experiencia comunista y por ello estaban comprometidas con las causas de la democracia, la libertad y los derechos humanos en cualquier parte del mundo.

Ya se iba a cumplir una hora de un encuentro que debió durar, según agenda, 20 minutos. La prolongación corría por cuenta del entusiasmo del texano. Noté que los funcionarios subalternos que nos acompañaban se veían encantados con el renovado ánimo de su presidente, y como que tampoco querían que la cita concluyera.

Todavía faltaba, como nos ofreció, que nos llevara a conocer el legendario jardín de rosas de la Casa Blanca. Allí nos tomamos otras instantáneas. Pero, cercano a la despedida, a sabiendas tal vez de que empezaba a transitar el último año de sus dos administraciones presidenciales y de que más allá lo esperaba el juicio de la Historia, del que nadie podía garantizarle absolución, adoptó el tono grave de un pastor presbiteriano: “Sé que vamos a ganar en Irak”, nos aseguró, y cifró esa certeza en su fe, equiparable a la de sus compatriotas: “¿Saben que este es un país donde todos los días hay personas comunes y corrientes que rezan por Estados Unidos y por su Presidente? Esta es una nación de oración. Y yo me siento muy orgulloso de estar al frente de una nación como esta”.

Aunque a estas fechas no he leído su libro, consagrado según su publicidad a describir las circunstancias en las que tomó las más trascendentes decisiones de su gestión –Decision Points es, por eso, su título-, tengo la impresión de que su corte de mangas para un Hugo Chávez in absentia no formará parte de esos momentos decisivos. De seguro que ni siquiera estuvo en ese tipo de procesos, más o menos racionales, pero sopesados, que concluyen con esas firmes determinaciones que solemos llamar “decisiones”. Aunque tal vez reserve ese relato para otro volumen donde liste los raptos de ira de su presidencia: Rage Points, un título probable.