22 de febrero de 2010

Cabeza a cabeza hasta el (verdadero) final


N. de R.: Aunque hoy luzca inverosímil o ridículo, fue cierto que, por una época, una de las cosas más importantes que ocurría en Venezuela era el juego del 5 y 6.

Uno podía ver, cada domingo hípico, largas colas de gentes de todas las edades en una espera, más o menos festiva, y a la vez más o menos incómoda, para sellar su “cuadrito”. Los programas de carreras, conducidos por un Mr. Chips o un Alí Khan, conformaban su propio prime time en las tardes de domingo. Los periódicos tenían la obligación editorial de señalar sus favoritos en las primeras planas de sus ediciones de domingo. Jockeys, entrenadores y animales eran reconocidos como ídolos.

Yo mismo tengo por un hecho histórico que esa esperanza que cada semana se renovaba, en el sentido de que el reverso de nuestra situación económica familiar estaba en los cascos de los caballos, fue uno de los rituales que más me vinculaba con mi madre y mi padre. Por un tiempo me dio por agarrar los datos de la Gaceta Hípica y similares, prorratear los tiempos de los ejemplares, hacer curvas; con el esposo de una prima, metíamos esos datos para procesarlos en una de las pioneras computadoras de Radio Shack y obtener una predicción sobre los ganadores. Que no eran muy confiables esos cálculos, lo dice la precariedad de mi vida –y mi economía- posterior. Pero en cualquier caso mis padres aceptaban las sugerencias, acaso menos por validar la metodología con que se confeccionaron, que por una fe filial en que el hijo menor pudiera estar iluminado con un don de adivinación.

La importancia del 5 y 6, y del espectáculo de las carreras de caballo, en general, seguía vigente para 1985, cuando escribí esta nota.

En ese momento yo trabajaba para el dominical “Feriado” del diario El Nacional de Caracas. Si bien trataba de recoger el habla y los temas de la calle, el magazine no se restringía a la cobertura de las tendencias que la realidad o el lugar común asignara de interés para el público juvenil. De hecho, no sólo no renunciaba a cubrir temas “duros” y “tradicionales” de la política y la cultura, sino que en cierto modo –nunca sistemático, nunca sostenido, nunca admitido- se ocupaba de traducir a la jerga juvenil esos temas, a veces, incurriendo con ese buen propósito en cierta frivolidad o tremendismo.

Esa inclinación no necesariamente comprendía un tema tan guarachero y “adeco” como el hipismo.

Sin embargo, ese año dos jinetes pugnaban, triunfo por triunfo, con una pasión propia de telenovela, por el liderato en las estadísticas de victorias. ¿El plot? Manido pero aún insuperable: el viejo maestro, Juan Vicente Tovar, luchaba para mantenerse ante las arremetidas de un joven contendor, Douglas Valiente. Fue así que la intriga por el desenlace rebasó el ámbito (ya bastante amplio entonces) de los aficionados al hipismo.

Además, por fortuna, junto a su proverbial galofilia, el director del suplemento, Luis Alberto Crespo, cargaba siempre consigo su amor por los caballos. Así que se pautó este trabajo, un perfil simultáneo de ambos gladiadores. Su título y sumario, con los que salió publicado, se deben al ingenio de Crespo.

Como se verá, no fue un reportaje exigente ni en la reportería ni la escritura. Su mayor novedad estuvo en el diseño de Karmele Leizaola para hacer ver a los rivales, frente a frente, con sus textos respectivos discurriendo en la página con un paralelismo que la vida y la muerte se encargarían de confirmar. Pero yo quedé contento. Ningún otro medio, ni siquiera los deportivos, adoptaron ese enfoque, por lo demás bastante obvio. Entiéndase: yo tenía 24 años y me contentaba con poco.

Pasarían años antes de que esa mínima satisfacción de publicar un trabajo, al menos, correcto, trocase por una expectativa mayor. Como muchos saben, en 2000, con apenas unos meses de separación, ambos jinetes cometieron suicidio. Triunfadores y famosos como eran; y no es que tenga la concepción –bastante más pueril de lo que sigo siéndolo- de que el éxito público vacuna contra la desesperanza. Sin embargo, es algo que en 1985 parecía improbable. Ahora tengo la impresión de que, en su implacable paralelismo, los destinos cruzados de Tovar y Valiente quizás constituyan el germen de una historia que pudiera arrojar alguna luz sobre la moraleja del suicidio, si es que hay alguna, o sobre el sinsentido de la vida.

DOS CABALLOS LLAMADOS TOVAR Y VALIENTE

Los hípicos sólo los han visto encaramados en los caballos, batiéndose en los clásicos en los lomos de ‘Iraquí’ y de ‘Mantle’, chiquiticos allá arriba con esos pájaros de cuatro patas, llenos de real y de fama, pero pocos se los imaginan cuando andaban en el ladre ni la vida que tienen que llevar para pesar menos que una pluma y estar mosca para pasar por la última curva con caballo y todo a la leyenda. ¿Qué hacen Juan Vicente Tovar y Douglas Valiente después de que le quitan el sillín a sus ‘cracks’ y se enfrentan a los chismes que los acusan de odiarse?

Juan Vicente Tovar: “Me dirán villano por siempre”

Sube el telón: aparece un ayudante general de una fábrica de Catia o Boleíta. Baja y vuelve a subir el telón: sale al escenario un buen padre de familia acomodada en la urbanización Los Naranjos de El Cafetal.

Lo anterior no fue ni un chiste ni una obra de ficción. Es la representación de una biografía de Juan Vicente Tovar.

“Tus ideas tienen que cambiar con el status de vida que lleves. Pienso, sin embargo, que mi único cambio ha sido el del dinero y la fama. Mi mentalidad, mi honestidad, son las mismas de cuando yo vivía en San José del Ávila. Sin embargo, cuando vuelvo al barrio noto que ya no soy bien visto. Los amigos te hacen preguntas medio imprudentes, que no encajan en ese aprecio que supuestamente le profesan a uno”.

El ascenso social no es algo que se cometa de manera impune. Lo comprueba con amargura el campeonísimo del hipismo local, el único con una Triple Corona a cuestas. A finales de los años 60, Juan Tovar era trabajador de una textilera donde se confeccionaba ropa para damas. Su aplicación lo hacía candidato firme a uno de esos botones de reconocimiento a los cinco años –o diez, o quince- de labores. En tan sólo un año, los propietarios de la empresa le habían premiado con nueve aumentos de salario. Sin embargo, su epopeya fabril se vio interrumpida por algo fortuito: los meseros del restaurante donde él y sus compañeros iban a almorzar, le consiguieron a Tovar –y a sus espaldas- una cita para probarse en la Escuela de Jinetes. El desconocido coach del restaurante que lo promovió seguramente reparó en el tamaño y contextura de Tovar, correspondientes al retrato hablado del jockey. El joven obrero fue al hipódromo a regañadientes. Y así llegó la revelación: “Cuando vi los animales de cerca, su pelo brillante, su carácter brioso… Todo me pareció fantástico. Luego, cuando conocí las caballerizas, tuve que meterme de lleno en el hipismo y dejé el trabajo y los estudios”.

El insight que experimentó lo guió a un camino repleto de faenas penosas, tan duras como las del peón de caballeriza. En su primera monta oficial cruzó toda la pista, desde el puesto 12, de donde partió, a la primera línea; se ganó de inmediato una suspensión. Cuando regresó a la cancha para su segunda monta, se fracturó una de sus piernas.

La fortuna no fue después mezquina con Tovar para compensar sus sinsabores: Tras cuatro meses de recuperación, ganó en la reaparición y el impulso le alcanzó para quedar de segundo en la estadística de jinetes de esa temporada. Hoy ya suma ocho temporadas seguidas como campeón en carreras ganadas. Ningún otro jinete lo ha hecho en la historia del hipismo local. Cosas de talento, destino y ¿padrinazgos?

“Sí, en nuestro país parece ser que todo se hace por palanca; una ayuda es imprescindible”, Tovar se apresta a la confesión. “En hipismo eso es más fuerte, porque hay poco espacio para tantos jockeys y entrenadores. De los 200 jockeys que hay, apenas somos 20 o 30 los que ganamos carreras. Entonces es muy difícil imponerse en este medio. Es necesario contar con el favor de alguien. Fíjate, mi primera monta ganadora me la dio Eduardo Azpúrua, no sé si por caridad o porque me lo merecía por el interés que mostré. Me la dio sólo para que me agarrara, porque me aseguró que era una imperdible. ¡Imagínate! Esa semana yo ni dormí. Me probaba el traje, las botas, de lo emocionado que estaba. Y en efecto gané, corriendo rectico, saliendo por el puesto 14 y llegando por el 14”.

Entre aventuras y desventuras, Tovar se ha hecho de un verdadero arsenal de recursos y triquiñuelas para ganar carreras. Su leyenda negra quizás rebase las dimensiones reales de ese repertorio. Pero no pocas veces ha sido motivo de reclamaciones y denuncias, especialmente en estos días, cuando Douglas Valiente le disputa, victoria a victoria, el liderazgo entre los jockeys. “Si la habilidad y la inteligencia son perversidad, entonces toda la vida seré un villano, porque siempre conduciré así a mis ejemplares. Las carreras de caballos son competencias y como tales deben entenderse. En una competencia es perfectamente legítimo que tú embotelles a un caballo; también es lícito que abras un caballo para defender tu carrera. Aquellos jockeys que no lo entiendan así tendrán que comprarse una pista para ellos y correr solos. Allí es cuando se ve que un jockey es bueno. Cuando tiene recursos, cuando sortea los tropiezos, cuando guarda las capacidades del caballo para el final: Ese sí es un buen jinete, no el que se queja de cualquier necedad”. Pero las virtudes del jinete, así sea un Juan Vicente Tovar, poco representan ante el aporte –o el peso muerto- del animal. “Un entrenador no puede decir que va a hacer un crack de lo que comúnmente llamamos un burro. Tampoco un jinete. Un buen jinete es el que consigue que un buen caballo gane por una nariz. Hace que el caballo le rinda”.

Tales artimañas se las consiente Tovar. Lo demás es una intensa preparación física –corre seis kilómetros todas las noches-, su constancia –trabaja 20 caballos por sesión-, y su invariable confianza en sí mismo. Trabajo y más trabajo. No apela a las supersticiones tan presentes en el hipismo, aunque admite: “Sí soy muy católico. Rezo todas las noches, al acostarme, y todas las mañanas, al levantarme. Pero no soy de los que se dan golpes de pecho y van a la iglesia con regularidad. Todos los jockeys, sin excepción, se encomiendan y persignan antes de cada carrera, pero de allí salen a la cancha a matarse. Yo no. Rezo, pero tampoco exagero. No quiero ser un católico farsante. Y a las supersticiones ni les hago caso, porque eso es ignorancia e inseguridad. Por mí, me pueden echar las siete maldiciones”.

Juan Vicente lee de todo, dice, especialmente poesía. Declama, y hasta canta, que cantando fue como conquistó a su esposa, Yolanda. Así también mata ahora el tedio de las horas de reclusión en el hogar, a las que le ha obligado el acoso de los fanáticos. “Aquí suena el teléfono 260.000 veces, con gente que pide datos. ¡Eso es horroroso! Hay que gente que llama sin siquiera ser conocida. Pero consigue el número telefónico para pedir alguna información. Por fortuna, mi esposa sabe atenderlos. Y cuando mis datos no resultan o un caballo que yo conduzco no gana, los aficionados me insultan, me dicen cosas terribles. He ido a cenar con mi esposa y mis dos hijas, y viene un tipo a insultarme, o a decirme que me odia porque una vez llevaba cinco y yo fallé en la sexta. Pero eso lo comprendo, así como entiendo los aplausos que me dan cuando triunfo”.

La popularidad de Tovar quizás no tenga parangón actual en ninguna otra figura deportiva o de farándula. Parte de su imagen la ha sabido capitalizar en endosos publicitarios, como la reciente campaña que hizo para el Banco de los Trabajadores de Venezuela (BTV). Pero a sus 35 años de edad puede que su vida útil de deportista, así como la de figura pública, se acerquen al final. Para algunos, incluso, la insurgencia de Douglas Valiente no es más que una señal del ocaso de la supremacía de Tovar. “Yo estoy preparado para eso. Tengo los pies sobre la tierra. Con la edad se van las condiciones, y con las condiciones se van los triunfos, incluso la vida. Yo le doy gracias a Dios por lo que me ha deparado. Pero voy a luchar porque mi etapa continúe, por extender mi tiempo”.

Douglas Valiente: “No sabía que existía un hipódromo”

“Eso sucede sólo en la televisión: que un jockey con su primera monta y con un outsider, gane la Triple Corona”, se mofa Douglas Valiente de las recientes hazañas del actor Tony Rodríguez como un jinete en la telenovela Las Amazonas, de Venevisión. “Eso no pasa en ningún hipódromo del mundo”, insiste, sin reparar en ningún momento en que, quizás, su propia peripecia vital es la adaptación más fiel a la realidad del típico guión cinematográfico en el que el protagonista, después de superar obstáculos de todo tipo, comprueba que nada es imposible y que lo se desea de verdad se consigue.

Estamos en el Junko Country Club, donde Valiente vive. A la vista están su Mercedes Benz 280, su quinta campestre. No están a la vista, aunque sus efectos se sientan, sus 20.000 dólares promedio de ingreso mensual y su creciente popularidad entre los aficionados hípicos –vale decir, la mayoría de los venezolanos.

Poco años atrás, Douglas no era sino un flaquito que jugaba fútbol en camineras de Maracay, estado Aragua. El quinceañero llevaba todas las de perder en su forcejeo con las matemáticas en bachillerato. Entonces supo de una vía expedita a la gloria y los cheques: Un cuñado le habló de la Escuela de Jinetes. En los caballos, pues, parecía estar una clave. Al fin y al cabo, era llanero. “Quizás de allí me venga la vena hípica. Aunque te digo, yo en Valle de la Pascua veía los caballos, los conocía, pero nunca me había montado en ellos. Mucho menos me pasaba por la cabeza la posibilidad de ser un jinete. Hasta que entré a la escuela, no monté caballo; ni siquiera sabía que existía un hipódromo”.

En la escuela la vida se le hizo dura. Se garantizaba la subsistencia “recogiendo camas” de caballos en las cuadras, a razón de cinco bolívares semanales por criatura. El sacrificio, sin embargo, quedaba resarcido por el conocimiento íntimo de los animales que lograba en las caballerizas.

El cierre de la Escuela de Jinetes, en 1976, obligó a Douglas a emigrar al sur. En el hipódromo de Ciudad Bolívar dio sus primeros pasos de jockey. Debutó ganando con la yegua Pirulera. Y se puede decir que el batacazo fue doble, pues en la misma jornada conoció a su actual esposa, la hija del regente de la cuadra donde entrenaba el animal.

Dos años más tarde, sobre el ejemplar Totón, cubría por primera vez, en prueba oficial, la distancia de la pista de La Rinconada. Era el comienzo de una travesía exitosa: en 1979 y 1980 pudo figurar entre los diez jinetes más ganadores; en 1982 y 1983 escoltó a Juan Vicente Tovar en la estadística; y en 1984 compartió con Tovar el Casquillo de Oro. “A los 26 años creo que ya he hecho bastante. He corrido con suerte y con la ayuda de algunas personas. Pero más allá de lo bueno que pueda ser un jinete, o lo malo, lo importante es si el caballo es bueno. Tú puedes preguntarle a jinetes de la talla de Gustavo Ávila y Ángel Francisco Parra si ellos han ganado estadísticas con caballos malos, y te van a decir que no. El jinete ayuda, pero no es lo determinante. Este año he ganado muchas más carreras que Balsamino Moreira, y sin embargo no voy a decir que soy mejor jinete que él. No. Él sabrá no una, sino 20 trampas más de las que yo sé”.

Esos recursos –o trampas o mañas- pueden hacer la diferencia entre la victoria y la derrota en un “cabeza a cabeza”. “Las mañas no se aprenden, nacen con uno, y yo creo que van saliendo a medida que uno va participando en carreras. Eso sí, hay que practicarlas. Pero a veces no valen de nada. Entenderse con los caballos puede ser difícil: hay ejemplares muy indóciles, que aunque uno los dirija hacia un lado, ellos cogen para otro. Con los animales uno no sabe cómo van a reaccionar”. Ese rasgo imprevisible de los animales le ha costado serios inconvenientes a Douglas Valiente. Suspensiones y fracturas están entre las secuelas de tales desencuentros. “Muchas veces pagué la novatada. En ocasiones los caballos no atendían mis exigencias, y entonces venía el golpe en los 200 metros finales, a pesar de que uno hacía todo lo posible por no molestar. Los jueces veían el foul y me suspendían”.

Tales circunstancias permiten que, pasando por sobre la veteranía y la repetición de algo que ya se ha hecho mil veces, se mantenga intacto algo de miedo –sí, por qué no llamarlo así- antes de cada prueba. “El nerviosismo no es por la posibilidad de una rodada o de ganar o de perder. Es como una tensión del momento, que te impide pensar. Si yo te digo que en el aparato de salida me acuerdo de mi madre, de mi esposa , o de mis hijos, te mentiría. Allí no se piensa en nada. Uno actúa automáticamente, con la mente en blanco, esperando que den la partida. Uno es como una computadora, programada para eso”. Durante la carrera, el jinete vigila el rendimiento de los rivales potenciales, mientras administra el de su monta. Al finalizar la competencia, la recompensa puede resultar esquiva, intangible. “Al terminar la carrera viene una especie de relax. Pero la sensación varía, según sea la posición en la que uno llegó a la meta. Si ganaste, la alegría dura poco; enseguida viene otra competencia, y tienes que adaptarte a ella. La que se corrió, ya pasó”.

Aunque el brillo de la aristocracia hípica –que incluye a no más de diez jinetes, entre ellos Douglas, cuyas ganancias mensuales pueden contarse por cientos de miles de bolívares- puede resultar abrumador, el común de los jockeys no conoce, precisamente, una vida rosa. Los que conducen a ejemplares perdedores, la mayoría, apenas perciben 200 bolívares por monta y hacen sólo un poco más del salario mínimo por mes. Mientras, estrellas como Valiente no pueden descuidarse, a riesgo de perder su status. “Todos los días salgo de mi casa a las cinco de la mañana, para estar en el hipódromo a las cinco y media y hacer ejercicios. Tres días a la semana troto seis kilómetros, aquí en las canchas de golf del club. De jueves a domingo hago dieta para mantener el peso. ¿Mi rutina los días de carrera? Los domingos, por ejemplo, me levanto como a las seis de la mañana y preparo el desayuno, en compañía de mi mayorcito, Leonardo Enrique. Después voy a las canchas y camino un poco, no corro. Vuelvo a casa y como a las nueve de la mañana desayuno con la familia. Dependiendo de la hora de mi primer compromiso, me voy a La Rinconada con tal de estar una hora antes de la prueba”.

Gana alguna carrera y se asegura los churupos para casa. Así de sencillo. O no. Porque carga con la responsabilidad de quitarse de encima la etiqueta de segundón. Ser el nuevo señor de las estadísticas. Lo que implica dejar a un lado a Juan Vicente Tovar. “Siempre salen jinetes con la pretensión de ser el sucesor de Parra, o el de Tovar. Por lo que se ve ahora en el ambiente, parece que viene una era de Valiente. Pero primero hay que descontar al campeón actual, a Juan Vicente Tovar”.

14 de febrero de 2010

Lealtad a principios


N. de R.: La foto que ilustra corresponde a Fritz Gerlich, el periodista alemán de los años 20 y 30 que cito en la nota de más abajo. Se trata de una columnita que hace algunos meses me pidió la entonces coordinadora de la revista "Producto". Creo que nunca salió publicada, o por políticamente incorrecta o acaso porque nunca se produjo la edición especial sobre libertad de prensa en la que -creí entender- iría inserta.

En cualquier caso, me pareció que la reciente defenestración de Alberto Federico Ravell de la Dirección General de Globovisión y la desactivación previsible del canal como último reducto de la impertinencia frente al teniente coronel Chávez, constituye una oportunidad para recuperar el texto de la nada.

A mí no me cabe duda de que para la prensa y el pensamiento en Venezuela se acercan momentos decisivos en los que no necesariamente el instinto de supervivencia y la lealtad a los principios tirarán hacia el mismo lado. Habrá que estar muy atentos a esa tensión y decidir lo que haya que decidir para no traicionarse uno mismo.

FÁBULA ETERNA: MORALEJA PENDIENTE

En la miniserie televisiva “Hitler, the rise of evil”, reciente y multilaureada (más por sus logros técnicos en la recreación de época que por su rigor histórico, habrá que advertir), se recuerda el martirio del periodista “Fritz” Gerlich. Conservador y protestante por formación familiar, Gerlich –interpretado en la pantalla por el actor Matthew Modine-, tras conocer a un temprano Hitler poco antes del fallido “Putsch” de Múnich, a principios de los años 20, empieza una deriva que le llevará desde una posición de derecha nacionalista a la franca resistencia antifascista. Pero, aún más importante, de manera simultánea se desplaza también del discurso panfletario al ejercicio del periodismo de investigación.

En 1932, presintiendo como inminente la ascensión de Hitler al poder, lejos de arredrarse, urge a los reporteros de su periódico “El camino recto” a conseguir indicios sobre las malas prácticas del futuro Führer. Cree que aún puede, con la denuncia, desviar el curso de la historia. Finalmente demuestra actos de corrupción en las SA, las temibles tropas de choque que mientras intimidaban a los adversarios del partido nazi en la calle, negociaban embarques de petróleo con “traders” británicos. Pero Gerlich calculaba mal, sobreestimándolos, los efectos de la revelación periodística. El pueblo alemán, que no quiere enterarse de nada más que de la gloria que le espera, vota masivamente a Hitler para llevarlo al gobierno en enero de 1933.

No pasaría más de un mes antes de que Gerlich tuviera ante sí a Erich Roehm, el jefe de las SA. Quiere conocer quién ha sido la fuente que puso la filtración en manos del periodista. Gerlich se niega a dar el nombre. Ni falta que hará: pronto el informante sería descubierto y castigado con la ley de fuga. Pero ello no evita que Gerlich vaya a dar a la cámara de torturas, primero; de allí al campo de concentración de Dachau; y, por fin, a la ejecución sumaria, en junio de 1934.

Vemos, pues, que el poder siempre anhela lo mismo. Controlar la información. Permitir o prohibir versiones. Menos obstaculizar la búsqueda de la verdad que asegurarse el predominio indisputado de una narración de las cosas que ha de tomarse por la verdad.

Claro que es cosa de agradecer a la historia política del siglo XX –o a la sofisticación del cinismo, vaya uno a saber- que a estas alturas del nuevo milenio los métodos del poder cambiaran. El trayecto del periodista, desde el enfrentamiento ante una autoridad airada que quiere conocer sus fuentes, hasta la estación final de su aniquilación, se ha prolongado. Pospuesto, incluso, por suerte. En esta Venezuela del proceso bolivariano se estiró con eufemismos mucho menos sanguinarios que la manopla y la cachiporra, posmodernos, tal vez, pero quizás más efectivos: la presión mediante la pauta publicitaria; la compra de medios por parte de capitales “amigos” del gobierno; la apertura de procesos administrativos por los organismos regulatorios; la amenaza de cese de las concesiones; el arsenal de leyes, ambiguas y punitivas, promulgadas y por hacer; la confiscación de tiempos informativos y publicitarios mediante las pertinaces cadenas nacionales. El renovado arsenal de la censura sutil y la autocensura.

Pero, cabe recordar, el motivo del poder sigue siendo el mismo.

¿Se concibe enfrentarlo con alguna dosis de coraje y honestidad menor a la que en su momento puso Gerlich?

Me parece que no.

Por eso preocupan las tibiezas de los medios que en Venezuela, ciertamente en medio de condiciones muy desfavorables, se tienen por independientes. Sus vacilaciones entre las realidades del negocio y los ideales de su misión ciudadana. Sus renuencias a adoptar códigos de ética, de transparencia y los métodos del mejor periodismo. La vocación marcada de muchos de sus responsables a hacer de aprendices de brujos, como si controlaran una perilla con la que pueden bajar o subir a capricho –disfrazado de “estrategia”- el volumen de la conflictividad, de las primicias y del escrutinio del poder.

Ninguna libertad debe darse por sentado. De hecho, siempre tienen un precio. Los tiempos por venir mostrarán dónde estaban, si los había, los Gerlich de la prensa venezolana.