16 de diciembre de 2009

El rapto de la odalisca


N. de R.: El pasado 29 noviembre de 2009 tuve la suerte de apadrinar el lanzamiento de "El rapto de la Odalisca", la investigación hecha por la periodista Marianela Balbi sobre la desaparición, entre extraña y cómica, de un cuadro de Matisse de las bóvedas del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. El libro lo editó el sello Aguilar, del grupo Santillana. A continuación, las palabras que en la ocasión, celebrada en la Librería Kalathos de Caracas, pronuncié.

TRABAJO DE DESTILACIÓN VERDADERA

Podemos decir que hoy nos convoca una ausente. Es la Odalisca con pantalón rojo que Matisse pintó en 1925 y cuyo paradero se desconoce desde, al menos, 2002. No necesariamente era de las principales obras del artista francés, ni siquiera entre su serie de Odaliscas. Su destino marcado como pieza de segundo orden pareció confirmarse cuando en los años 80 se incorporó a la colección de un museo del tercer mundo… Aunque con ínfulas del primero.

La mala estrella de la pintura la acompañó hasta 2002, cuando se difundió la noticia de su suplantación por un trucho en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Resulta que por esos días se empezaba a librar la que debía ser la madre de todas las batallas de nuestra confrontación política, el llamado paro petrolero o sabotaje, según fuera el bando desde el que se hablaba. De modo que el pobre lienzo, que ya para entonces había sufrido, según diversos testimonios, la ignominia de ser desprendido de su marco original para que lo engraparan a un bastidor burdo, apenas consiguió ser una información de relleno, casi un caliche, para la gran prensa venezolana. Fue alimento sólo por unos días de los circuitos de chismes y trascendidos de Internet.

Supongo que quienes por sus acciones, complicidad u omisiones, fueron y son los responsables de la sustracción de la obra de la bóveda del museo, daban por descontado, con alivio, la frágil vocación de nuestro periodismo por la investigación. Si los órganos jurisdiccionales no daban con la pista para resolver el caso, calcularían, mucho menos nuestro periodismo, supuesto perro guardián del interés público, que desde hace algunos años en Venezuela evolucionó a una mascota muy domesticada.

Pero es aquí donde entra a escena nuestra heroína, para efectos de esta presentación, nuestra querida amiga y colega, para todos los demás efectos. No contaban con Marianela Balbi. Ni con su astucia ni tampoco con su olfato periodístico.

Una vez pregunté a John Dinges, el famoso reportero del Washington Post de los tiempos de Woodward y Bernstein, y hoy profesor de la Universidad de Columbia, qué caracterizaba a un periodista de investigación. Después de algunas consideraciones generales, me respondió lo siguiente: “Es un hecho que de cada cien periodistas sólo diez hacen periodismo de investigación, y otros diez o quince pudieron haberlo hecho de haber tenido la oportunidad, pero también es cierto que cincuenta de ellos no reconocerían un tema de investigación aún si los golpearas en la cara”. La diferencia de esos cincuenta con el puñado de reporteros que investigan temas periodísticos estriba en el olfato. Ese saber identificar una historia que probablemente se conecte con las andanzas ocultas del poder.

Marianela hace gala de su olfato periodístico con esta investigación que entrega. Qué duda cabe de que se encontraba en desventaja para cubrir desde su quehacer diario un tema que, en cambio, pasaba todos los días por las narices de los reporteros de la fuente cultural, quienes, sin embargo, a pesar de que se dedican a seguirle el pulso a la actividad, no hallaron ni la motivación ni el sentido del deber para continuar con esta historia. Marianela sí, por suerte para la Odalisca desaparecida y para nosotros, sus lectores y conciudadanos.

Tengo también por algo especialmente meritorio el compromiso con que Marianela supo hacerse la oportunidad de investigar. En ese sentido, El rapto de la Odalisca, el libro que hoy tenemos en nuestras manos, constituye un verdadero triunfo de la perseverancia.

Por años he oído a grandes periodistas de investigación en América Latina, hablar sobre un método que técnicamente llaman Reportería a dos velocidades. Les ahorro los detalles de la metodología. Pero, presuntamente, se trata de un sistema que permite a un reportero sacar el trabajo diario, de poca monta investigativa, que sus medios o fuentes les exigen, pero dejando el espacio necesario para que, de manera simultánea, pueda abordar los temas de largo aliento que sean de su interés y requieran de un tratamiento más minucioso.

Pues bien: nunca he visto desplegar esa reportería de dos velocidades de un modo tan efectivo e intuitivo como Marianela en el seguimiento de la pista de la Odalisca de Matisse. Con el mérito especial de que la primera velocidad de Marianela no tiene que ver con el periodismo, cosa que le hubiese facilitado su investigación, sino que la hace lidiar con su actividad productiva cotidiana, más vinculada a la comunicación corporativa. Cómo hizo Marianela para armonizar esas dedicaciones y llegar a resultados, es algo que yo quisiera aprender.

También por años oí a Marianela hablar de este proyecto. La imagino por entonces entendiéndose con una historia tan compleja y de elenco tan amplio como ésta; con las dificultades de acceso a la información que predominan en este país; con la indiferencia, cuando no la abierta renuencia, de los funcionarios culturales que habrían de ser sus fuentes y que, validos de la prepotencia compartida por autoridades tanto de la Cuarta y de la Quinta República, manejaron y siguen manejando el patrimonio tangible de la cultura como meros trofeos de su poder personal; incluso, la imagino lidiando con el escepticismo de sus pares, los periodistas.

Por suerte, repito, Marianela persistió. Su perseverancia no es sólo cosa de agradecer por nosotros, los ciudadanos, a quien ella rinde cuentas sobre un asunto de interés público que otros, en buena ley, deberían reportar. Tengo la impresión de que la persistencia de Marianela es una lección para nuestra prensa, siempre tan liviana, dada al comentario, presta a seguir, atolondrada, el carrusel de escándalos que se suceden día a día y que ponen en la misma escala, de manera engañosa, temas de gran calado con la última declaración del presidente Chávez o un chisme de palacio.

Así fue como llegó el momento en que hubo un primer borrador del libro. Una de esas versiones iniciales, muy parecida a la que hoy se presenta como libro, cayó en mis manos.

Espero que Marianela me perdone la siguiente infidencia. Pero me consta que entonces a ella le inquietaba que su trabajo de años cristalizara en un texto tan conciso, con segmentos breves, casi brutalmente al grano.

Recordé entonces una anécdota que nunca he sabido si es apócrifa, pero que se atribuye a Abraham Lincoln. Parece que el presidente que enfrentó la más grave crisis de los Estados Unidos, autor de algunas de las piezas de oratoria más importantes de la era contemporánea, una vez escribió a un amigo en una carta lo siguiente: “Si hubiera tenido más tiempo, habría escrito una carta más corta”. En el aparente contrasentido de la frase, Lincoln, si acaso fue Lincoln, rendía tributo al trabajo más exigente de la escritura y en general de toda exposición de ideas, que es el trabajo de la eficacia. El de concentrar el empeño no en más cantidad, sino en la poda y el cincelado de las palabras y las ideas que desemboca en una mayor calidad.

Con este ejemplo en mente, y luego de leer ese primer borrador y la edición ya oficial de El rapto de la Odalisca, me siento en condiciones de concluir que esa brevedad que por un momento preocupó a nuestra autora, en realidad es el producto de un verdadero proceso de destilación.

Marianela hizo un esfuerzo reconocible a lo largo del texto por llegar a la verdad desnuda, esencial y comprobable, a los hechos y nada más que los hechos. Verán acá una historia despojada de juicios de valor, que sólo ofrece certezas fundadas en documentos y testimonios cruzados. Estoy seguro de que Marianela, como todos los buenos periodistas del género, no echó aquí el resto, que sabe más de lo que en el libro aparece, pero que se ha dejado guardado aquello que, aún conociéndolo, no pudo comprobar de manera fehaciente. Además, lo que sabe y comprobó ha querido contárnoslo sin recurrir a esos adjetivos que con frecuencia no embellecen el texto y que suelen, en cambio, llevar zozobra a la redacción de meritorios esfuerzos de reportería, haciéndolos parecer en cambio obras del ensañamiento contra un funcionario o una figura pública.

No quiero extenderme más en elogios que probablemente palidezcan frente al placer o el asombro que les va a deparar la experiencia real de lectura de El rapto de la Odalisca. He querido hacer unos reconocimientos mínimos y necesarios a Marianela Balbi.

Así que para terminar, sólo me queda compartir el regocijo, acaso un tanto pérfido, lo confieso, de imaginarme a todos aquellos que, repito, por acción, complicidad deliberada u omisión, fueron responsables de la pérdida, ojalá que temporal, de nuestra Odalisca con Pantalón Rojo. La tranquilidad de esos monstruos sagrados de la gerencia cultural, de esos traders del mercado del arte, perturbada ahora por la investigación responsable y el poder de la palabra blandida por una simple reportera. Seguro que se están poniendo nerviosos.

Se trata de un regocijo apenas menor que la renovada confianza de saber que, gracias al trabajo de Marianela, la Odalisca, todavía cautiva en su misterioso retén, vuelve a recobrar su capacidad para cautivarnos, si no con su serena belleza, sí con su historia de extravíos y verdades a medias. Una historia que Marianela Balbi ha hecho más difícil de olvidar, por lo menos, hasta que llegue el día, ojalá no tan lejano, de la justicia reparadora, de la restitución del cuadro de Matisse a sus verdaderos dueños, que somos los venezolanos, y la condena para los responsables.

Muchas gracias a todos y éxitos para Marianela y su libro.

Come back imposible


N. de R. : Recientemente, en una alusión inusitada, el presidente Hugo Chávez hizo menciones amables para Eduardo Fernández, el candidato presidencial democristiano que durante los años 80 no consiguió pasar de su estado de permanente inminencia. Chávez dijo que desearía tener un adversario así. Como en un juego a dos bandas, al día siguiente, Fernández respondió en Venevisión con el despliegue de sus incuestionables credenciales antichavistas, ¡no fueran a pensar mal de él!

El episodio me ayudó, en todo caso, a recordar un cruce inesperado que tuve con Fernández en mi reportería de deportes, del que resultó una crónica que a continuación publico.

Era 1988. Fernández se enfrentaba , como candidato del partido Copei, a Carlos Andrés Pérez, de Acción Democrática, en la campaña por la disputa de la presidencia.

También ese año ocurrió otro evento sin precedentes. En la final del campeonato venezolano de béisbol profesional –el espectáculo más popular del país- se encontraron, por primera vez en esas instancias, los Leones del Caracas y los Tigres de Aragua. Un duelo de felinos. Aunque –como se lee en el texto- apenas empezaba el Año Chino del Dragón, parecía el Año del Gato de Al Stewart. Nada más auspicioso podía pasar para Fernández, conocido desde un tiempo atrás por el mote de “El Tigre”.

Por entonces yo completaba un par de meses en la fuente deportiva, a la que había ido a parar como parte de un exilio forzado. Hasta noviembre de 1987, yo había formado parte de la plantilla del magazine dominical “Feriado” de El Nacional, una especie de publicación de culto durante esa década por su estilo rompedor. Pero al apenas llegar un nuevo tren directivo al diario, que al parecer encontraba ese magazine como una fuente de dolores de cabeza, empezó una suerte de sitio contra su equipo.

Yo fui enviado a la sección de deportes. El pretendido castigo, sin embargo, resultó un alivio. A mí me gustaban los deportes. De hecho, creo que una de las motivaciones más fuertes que tuve para entrar al periodismo estuvo en la evocación de esas buenas tardes que yo pasaba, al regresar de mi colegio, leyendo las crónicas de Rodolfo José Mauriello o de Jesús Cova –quien terminó siendo mi jefe- en las páginas deportivas de El Nacional. Yo quería producir algo así.

Como casi cualquier venezolano sabe, los juegos dominicales –entonces, a horas matutinas- del béisbol venezolano son un verdadero ritual colectivo. También lo sabían Cova y los periodistas de la sección deportiva, por supuesto. Así que cada domingo enviaban a un reportero a hacer una “nota de ambiente”, que junto a la reseña del partido, recogiera esas expresiones de fervor, ingenio popular y fanatismo que sólo se dan en la atmósfera del estadio de pelota, pero que rara vez aparecen en las notas de deporte (aún siendo parte sustantiva de la experiencia del béisbol).

Ese 25 de enero de 1988, a mí me tocó ir a hacer esa crónica. No me esperaba que el juego se convertiría en un remedo de mitin político. Pero, por suerte, fue así. La verdad es que me sentía intimidado por mi propia ignorancia acerca de cómo hacer para entrar de manera oportuna al vestidor de los peloteros, formular las preguntas adecuadas, etc. Gracias a la presencia de tantas figuras de la política, y las reacciones que generaron, me bastó una historia de tribunas.

Por cierto, días después apareció un chisme en la columna “Péndulo” de la revista Zeta. Según el trascendido, a raíz de esta nota, la jefa de prensa de Fernández y ex reportera de El Nacional, Elena Block, llamó al diario a quejarse ante el editor, Miguel Henrique Otero. Interpretaron que el tono de la crónica podía ser reflejo de una supuesta postura editorial en contra del candidato.

Al rescatarla, la nota –con algunas ediciones, necesarias, creo, para que se entiendan ciertas referencias de la época y eliminar, de paso, varias oraciones de relleno propias del cierre de página de un domingo por la tarde- se me hace interesante porque su sorna más o menos deliberada refleja ese rencor pueril que para la fecha guardábamos ciudadanos y periodistas contra los partidos del establishment y que ya casi no hacíamos esfuerzo por contener.

Por último, revela algunos puntos posibles de coincidencia entre las carreras, por otro lado contrapuesta, de Chávez y Fernández: ambos querían ser peloteros, ambos encarnaron un supuesto propósito de “restar solemnidad” a la presidencia de la República, y ambos enarbolaron la consigna genérica del “cambio” como promesa de campaña.

…Y UN TIGRE SE EMBASÓ POR ERROR

Una multitud siempre será una multitud, un aforismo simple y lapidario que debería extinguir las “asombradas” reseñas de actos colectivos: la masa actuando con irracionalidad y al unísono en conciertos de rock, mítines políticos y eventos deportivos.

La prevención es más válida tratándose del béisbol profesional venezolano. Con su ritual eterno: las notas siempre gloriosas del Himno Nacional, los vendedores de cerveza con su picardía de siempre, la silbatina algo burlona para Leonardo Hernández en la tercera base del Caracas, los managers de tribuna de siempre, la invariable puesta en escena de la pelota donde todo cambia para ser siempre lo mismo.

Premisa errada. Y antinacionalista, por lo demás. Porque deja de lado y subestima la capacidad de superación del pueblo venezolano. ¡Cómo no encontrar condimentos suficientes para una crónica entre un público conformado por ciudadanos que, ante el reto de obsequiarse un gobierno más desastroso que el del Sierra Nevada y la Gran Venezuela, pudieron parir al empedernido comedor de Torontos!

Desde luego, esta digresión politiquera lucirá como un insoportable desliz que salpica la reseña deportiva. Ni modo: su pertinencia empezó a ser cierta desde el momento en que, ayer, dos automóviles Mercedes Benz y sus escoltas amarillas dejaron frente al Estadio Universitario al ministro de Relaciones Interiores, José Ángel Ciliberto, con su comitiva. O desde el instante en que -¡vaya ducha de multitudes!- el candidato socialcristiano Eduardo El Tigre Fernández, su señora, y parte de su huella genealógica en esta tierra, se ubicaron en las silletas de la sección izquierda de la tribuna central.

No es sólo del Dragón -que no del Tigre- este año, sino también de elecciones, por lo que, cómo dudarlo, el primer encuentro de la serie final entre Tigres de Aragua y Leones del Caracas fue –y así lo entendieron todos los presentes- una encuesta ómnibus de Gallup en grande y regada con Pilsen.

También pudo tomarse por una representación de la bipolaridad comicial venezolana. Pugnacidad que, sin embargo, no estaba presente de manera espontánea en los graderíos, copados por seguidores de los Leones en una final atípica como lo puede ser Aragua contra Caracas. Apenas en un trecho de la tribuna derecha se refugiaban unos pocos seguidores de los Tigres –identificables con sus gorras rojas-, reforzados en vano por grupos de tiburones, magallaneros y cardenales movilizados por los rescoldos del reconcomio anticaraquista.

A falta de movimientos de carreras sobre el diamante de juego, la atención se centraba de manera intermitente en los políticos presentes. En el ínterin, el banco de Eduardo Fernández había derivado en privado de consulta –o despacho de comisión de enlace, si se atiende a los pronósticos optimistas de su comando de campaña-, por el que desfilaban locuaces vendedores de cerveza, deportistas, periodistas.

David Concepción, El tigre mayor, se ponchaba parado cuando hablamos con su congénere.

-En mi juventud- recordó Fernández con algo de nostalgia, pero también de anécdota preparada-, yo jugaba segunda base. Y lo hacía bien. Tengo la idea de que, cuando me metí a político, el béisbol perdió una figura que bien pudiera haber actuado en otros escenarios.

- ¿Envidia a los peloteros?

- Sí, claro.

- A ellos los aclaman. En cambio, a los políticos los pitan.

- ¿Quién te dijo eso? Ayer estuve en San Cristóbal, en la Plaza de Toros, y oí muchos más aplausos que rechiflas. Incluso, uno de los diarios más importantes de la ciudad, El Pueblo, dijo que ningún torero había vencido, sino que el triunfador de la tarde era Eduardo Fernández.

Poco después, la realidad daría un pírrico respaldo a las palabras de Fernández: no lo abuchearon, pero tampoco lo aplaudieron. En cambio, tuvo que capear una tromba de gritos de “¡Gocho, gocho, gocho!”, que aclamaban al ausente ex presidente y de nuevo candidato de Acción Democrática, Carlos Andrés Pérez.

Una risa de circunstancia, y un sorbo de cerveza, sirvieron para pasar el trance.

-En esta final no voy por ningún equipo en especial, porque yo soy felino.

- En su comando deben estar muy contentos, ¿no? Jamás soñaron con una final tan propicia para su lema de campaña y su nombre de guerra.

- Por supuesto que no. Además, los Tigres comenzaron muy débiles en la temporada, pero demostraron que tigre es tigre y que al final saca sus garras. En todo caso, estoy ganando de todas, todas, porque no veo ningún equipo gocho en el estadio.

- Estadio en el que usted está sentado, como cualquier parroquiano, con su cerveza en la mano, en guayabera…

- …Y gozando una bola. El que yo sea político y candidato no me puede inhibir de venir un domingo con mi familia a disfrutar de una partida. Espero venir el próximo año como Presidente Electo, porque me propongo restar solemnidad al cargo.

Algunos rezongaban por los pasillos, molestos, por la manipulación electorera del espectáculo deportivo: “¡Esos nunca vienen al estadio!”. Parecían no comprender que pocas cosas tan cercanas al mundillo político como la peña beisbolera.

Ambas son esferas de arcanos. Tenemos esas columnas de chismes políticos, por ejemplo, donde un doctor Tal aparece diciendo un refrán que suscita miradas de complicidad entre los “entendidos”; algo estará revelando en un código exclusivo para iniciados. Bueno: en el béisbol es igual.

Un manager (en realidad, un idiota, visto desde las tribunas) se “traga” una base por bolas intencional para que después lo castiguen con un hit. Entonces saldrá un avispado a decir: “Así es el béisbol”. Y si apela a otra máxima, como alguna de Yogi Berra, los vítores no se harán esperar. En fin, cada quien se mueve en su ghetto.

El que no se movía de su butaca era el ministro Ciliberto, flanqueado por un también adusto senador Armando Sánchez Bueno. Ambos lucían paralizados, como la toletería caraquista, lo que hizo sospechar que el titular del MRI ligaba a los Leones. Pava ineludible. Hipótesis, de cualquier manera difícil de corroborar, porque al acercarme al palco presidencial aparecía un malencarado miembro de la Guardia de Honor y…

-…No se puede molestar al ministro durante el partido.

-Pero no le vamos a hablar de política. Sólo de béisbol.

-Que no se puede molestar al ministro cuando viene al estadio. Quiere disfrutar del juego.

-Está bien. Avísele que lo queremos entrevistar y, si se niega, nada que hacer…

-No se puede. Si voy y le pregunto, me toca una llamada de atención.

Evidentemente, el escolta era de los Cardenales. Por lo obstinado, digo.

El runrún político-peloteril encontró un desenlace en el octavo inning. Omar Vizquel se cayó al buscar una rolata por el campocorto y permitió que el corredor, su colega y rival David Concepción, anclara en la antesala. “Claro, tenía que ser un rockero”, señaló un fanático enardecido al torpedero capitalino.

De seguidas, un machucón permitió a Concepción anotar la única rayita del partido.

Los seguidores tigreros, exaltados, sabiéndose ganadores con una sola carrera a esa avanzada fase del juego, empezaron a corear: “¡Tigres, tigres!”. Lo hicieron con una pronunciación ambigua, poco clara, como para que la “s” final se diluyera y todo pareciera una aclamación para Fernández, el ex delfín de Caldera transmutado en felino.

Eduardo Fernández, apostado entonces en el palco de la prensa, se tomó el bullicio para sí. Perón asomado al balcón de la Casa Rosada, el chico de los socialcristianos alzó los brazos para solazarse en la equivocada glorias de unas consignas en verdad destinadas a David Concepción y al lanzador Steve Ziem , antes que a él. Pero, como pudo, su pedazo de multitud usufructó.

Ahora, siendo Carlos Andrés Pérez fan del Magallanes y Teddy Pecón de La Guaira, ¿quién más se asoma al estadio? ¿Con su natural timidez, acaso esperará Edmundo Chirinos, ex rector universitario y candidato presidencial del Partido Comunista, hasta la Serie del Caribe?

12 de diciembre de 2009

La dictadura de Tío Conejo


N. de R.: Entre 2003 y 2004, estuve a cargo, como colaborador, de la entrevista dominical del diario El Nacional de Caracas. Habré hecho como medio centenar de entregas, hasta que me cansé, creo, más del propio género de la entrevista que del espacio que se me brindaba semana a semana.

Por entonces me parecía que la entrevista atravesaba una especie de hipertrofia en los medios venezolanos. Entrecomillar una declaración ajena a veces permitía a la denominada “gran prensa” opositora difundir una versión que de otra manera nunca se animaría a suscribir por su propia cuenta periodística.

Por fortuna, se me propuso evitar a los voceros de la escena política más beligerante. En cambio, debía recoger los testimonios de venezolanos no del todo conocidos pero que, desde sus respectivas trincheras de especialización, estuvieran en capacidad y disposición para brindar luces al análisis de la crisis venezolana y su coyuntura, que por esos días terminaba de pasar por uno de sus apogeos, la huelga petrolera de diciembre de 2002 a febrero de 2003.

Con ese empeño entre ceja y ceja, recuerdo haber sostenido diálogos muy enriquecedores –quizás más para mí que para los lectores- con personalidades como Carlota Pérez, una venezolana con un trabajo internacionalmente reconocido acerca de la transformación tecnológica; con Rafael Popper, otro compatriota, casi imberbe, que sin embargo viene desarrollando desde Europa una labor importantísima de prospectiva; o con Fernando Coronil, investigador de la Universidad de Michigan.

Pero a decir verdad, ninguna de las entrevistas tuvo un impacto tan visible ni una respuesta tan entusiasta por parte de los lectores –medible en correos electrónicos y otros mensajes y comentarios- como esta que publiqué en febrero de 2003 con Axel Capriles, una de las caras más notorias –justo desde esa ocasión- de la escuela venezolana de la psicología de los arquetipos.

Supongo que fue un rapto de euforia de los lectores que siguió a la experiencia de la revelación. También, que tuvo algo de adelanto de lo que, años más tarde, sería la excelente acogida que el mercado dio a La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo, editado por Santillana. Aquí pongo, en todo caso, el motivo de esa reacción, para que se juzgue si todavía tienen sentido los conceptos que entonces Capriles emitió.

Axel Capriles aboga por una aproximación psicológica a la revolución bolivariana

“EL CHAVISMO EXPRESA UNA MENTALIDAD VINCULADA A LA POBREZA”

En 1938, cuando el periodismo todavía tenía bastante más de aventura intelectual que de folletín para la autoayuda, un reportero de la revista Cosmopolitan, H. R. Knickerbocker, preguntó a Carl Gustav Jung si las tempranas experiencias de familia habían sido las responsables de que tres tipos más o menos grises. Hitler, Stalin y Mussolini, se enseñorearan como hombres fuertes de la política europea de entonces. El sabio suizo descartó la insinuación al responder: “La ley que hay que recordar es: ‘El perseguido es el perseguidor‘. Los dictadores deben haber sufrido determinadas circunstancias para que se produzca una dictadura (…) Son creados con material humano que sufre abrumadoras necesidades”.

Las densas imbricaciones entre un hombre fuerte y el pueblo que se mostró dispuesto a dejarse cautivar por él, vuelven a interrogar, 65 años después, a un psicólogo, esta vez venezolano y, para más señas, diplomado en el Instituto C.G. Jung de Zúrich. Axel Capriles, autor de diversos libros, terapeuta y columnista de prensa, aboga por una aproximación psicológica –que juzga indispensable- al fenómeno del chavismo: “Los elementos racionales no sirven para explicar este proceso histórico. La población que lo apoya no ha gozado de satisfacciones tangibles, en términos de mejores ingresos y condiciones materiales de vida, así que estamos frente a un caso de ganancia simbólica”.

- El país se encuentra en un conflicto político que puede llevarlo a la ruina y la violencia. Aún así, el presidente Hugo Chávez afirmó esta semana, en el acto de conmemoración del fallido golpe del 4 de febrero de 1992, que personalmente estaba en “el momento más esplendoroso” de su vida.

- Cuando ciertos personajes se encuentran en estado de posesión, como lo pueden ver las personas que asisten a una sesión de médium, se sienten plenos, en éxtasis. Y yo creo que en este momento Chávez está en verdadero estado de posesión por los elementos del inconsciente colectivo. En ese acto al que haces referencia, pasó algo muy interesante. Cuando Chávez empezó a nombrar, uno a uno, a los militares caídos el 4 de febrero, “Distinguido José Tal Cosa”, “Capitán Fulano”, a cada nombre el público respondía enardecido: “¡Presente!”. Es decir, como si los muertos estuvieran allí. Si nosotros revisamos los tratados médicos de Hipócrates, encontraremos que él habla de la “posesión por los héroes muertos” como un tipo muy particular de posesión. Yo creo que, efectivamente, Chávez y una gran parte de los venezolanos están poseídos por los héroes muertos. Es la idea de que hay un vacío en nuestro presente, una incapacidad de adaptarnos a sus exigencias, que llenamos con los actos heroicos de un pasado que fuimos pero que ya no somos, y que sólo podemos recapitular.

- ¿Es esa posesión a lo que Chávez se refiere cuando dice de sí mismo que no es más que “una brizna de paja en el huracán revolucionario”?

- Hace referencia a la relación entre el líder y la masa, en la que el líder viene a ejercer la acción simbólica de una serie de necesidades que hay en las masas, las cuales las expresan a través de la individualidad de otro. Pero llega el momento en que ese líder, de tanto expresar las individualidades de todos, pierde la suya, se disuelve, y siente que pasa a convertirse en nada más que una expresión de ese colectivo. Es, de alguna manera, el portador de la individualidad de la masa. Pero como es imposible que una sola persona pueda satisfacer las infinitas y diferenciadas necesidades humanas de ese colectivo, el líder le ofrece soluciones simples y totales. En el gusto por lo simple frente a lo complejo, en la seducción de las soluciones totales, se encuentran las bases psicológicas del totalitarismo.

- ¿Qué aspecto del inconsciente venezolano ha tenido a Chávez como medio para manifestarse?

- Allí intervienen arquetipos muy importantes. Uno es la figura del justiciero. Un justiciero que no es ese ladrón típico que aparece en el folklore, que roba a los ricos para repartir entre los pobres, sino una figura como José Tomás Boves, con una carga emocional de muchísimo resentimiento.

- Esa es una imagen aterradora, de barbarie.

- Es que vuelve a aparecer el dilema de civilización versus barbarie, tan elaborado por la literatura latinoamericana. La figura de José Tomás Boves, en el siglo XIX, y la de Chávez, en la actualidad, nos dan las formas precisas como este complejo trabaja en el inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Porque no es una simple oposición entre dos visiones antípodas. Es una barbarie que desea ser refinada y culta, y una civilización que, una y otra vez, crea los instrumentos humanos para deshacerse y volver atrás.

- ¿Es “El justiciero” el único arquetipo en juego?

- No. Chávez mantiene una conexión privilegiada con otros arquetipos que los venezolanos llevamos por dentro. Por ejemplo, el que corresponde al que habla bien, al que convence menos con los hechos que con las palabras. Otro arquetipo es el del “alzao”, que se expresa en nuestro individualismo anárquico, en ese tipo que se rebela, que se lanza ante todo, que es retrechero, que no acepta nada ni a nadie por encima de él, que no se atiene a las normas colectivas. Ese “alzao” le da una cierta frescura al vivir venezolano, pero también tiene aspectos negativos. Chávez es efectivamente un “alzao”: Continuó con el mismo tono del discurso una vez que llegó al poder; no asumió el papel del gobernante, sino que siguió siempre alzándose contra alguien, contra el oligarca, contra los partidos.

- También el Presidente parece hacer gala de un don especial para dividir.

- El justiciero siempre necesita construir un enemigo, hacia quien canaliza ese resentimiento al que sirve de vehículo. Por eso, tiene siempre que escindir continuamente cada totalidad, de tal manera que pueda tomar posesión de una porción, mientras que la otra porción necesariamente pasa a ser el lado negativo, rechazado, perjudicial. Hay una vieja película de Luchino Visconti que muestra cómo funciona ese proceso. Llega un psicópata a una casa, a alquilar una habitación. En realidad, los dueños de la casa no se la quieren alquilar pero él, con su labia, los convence. Finalmente, cuando entra a esa casa, divide a la familia, pone a todo el mundo a pelear entre sí, y toma posesión completa de la residencia.

- ¿Tiene esto que ver con el hecho de que el entorno íntimo del presidente se venga deshaciendo con el paso del tiempo?

- En muchos líderes hay una gran soledad, precisamente, porque se relacionan con una colectividad de la cual son expresión, y no con otro individuo. No son capaces de mantener una relación humana verdadera. Ese componente psicopático está presente tanto en Chávez como en toda esta desmesura, esta falta de realidad, de la revolución bolivariana. Pero también pasa que el psicópata adaptado se caracteriza por su mimetismo. Es como si el vacío anímico, producto de su deformación de carácter, fuera llenado con imitaciones de los demás. De ahí por qué muchos confunden el mimetismo psicopático con el carisma. El psicópata adaptado finge empatía y emula las reacciones e ideas de los demás, logrando que el interlocutor siempre se sienta comprendido. Si va a China, actúa como los chinos, y dice que las cosas que los chinos quieren escuchar. Ese gran mimetismo ha sido una de las armas emocionales de Chávez.

- En su libro de 1996, El complejo del dinero, usted pasa revista a la compleja relación del venezolano con la riqueza. ¿Cuánto de ello se expresa a través de la permanente sacralización de la pobreza en el discurso de Chávez?

- Primero, eso es parte de un discurso que gana adeptos en casi todas partes del mundo. Además, aquí hay un elemento de culpa muy profundo, vinculado con el éxito económico. Y, por otra parte, en Venezuela tenemos una larga historia de injusticia social, que ha construido un doloroso complejo histórico, con una carga de resentimiento obvia y natural. El discurso de la pobreza retoma ese resentimiento, por el cual Chávez llega a convertirse en el justiciero vengador.

- En el conflicto petrolero que acaba de concluir, el discurso oficial suena como quien celebra la captura de un botín: “Por fin le quitamos Pdvsa a ese grupito de gerentes que la tenían agarrada para ellos”.

- Allí se manifiesta cierto tipo de carácter social que está asociado a la pobreza, que incluye lo que los psicólogos llaman “locus de control externo”, en el cual siempre el causante de tu condición es otro, que se supone que tiene mayor poder de decisión que tú, y también la idea de que la riqueza existe como algo que está allí y se puede tomar, en vez de construirla. En ese sentido, el chavismo expresa una mentalidad vinculada a la pobreza, que sintetiza todos esos valores culturales.

- Si la oposición consigue tomar el poder, se va a conseguir con esas mayorías y los complejos que llevan o llevamos encima. ¿Qué terapia se puede prescribir para cambiar ese estado de cosas?

- Hay que atacar ciertas cosas claves en las ideas colectivas. Por ejemplo, el problema de la desconfianza es bastante grave en Venezuela. Y fíjate que eso está vinculado con el arquetipo del pícaro: Si yo lo tengo activado en mí, pienso o sospecho que en el otro también. Pero luego hay otra multitud de cosas que tratar. La noción de propiedad es una de ellas, que está muy dividida entre lo que es ocupación, lo que es usufructo, lo que es propiedad. Aquí hay que empezar un análisis de por qué toda una sociedad prefiere entregar la propiedad de sus recursos más valiosos, como por ejemplo el petróleo, a un ente difuso que es el Estado, en lugar de que cada ciudadano los tenga, como ocurre en otras naciones.